Titulo: Lecturas de teoría
sociológica clásica
Profesor: Mario Domínguez Sánchez
Departamento de Sociología V/Teoría Sociológica
Curso 2001-2002
TEMA
11. El
problema de la comunidad: Fréderic Le Play y Ferdinand
Tönnies
TEMA 12. La
institucionalización de la sociología: Émile Durkheim
TEMA 13. La
sociología formal: Georg Simmel
TEMA 14. La
sociología comprensiva: Max Weber
TEMA 15. Socialización
e internalización: Sigmund Freud
TEMA 16. La
teoría clásica de las élites: Robert Michels
TEMA 17. La
escuela de Chicago I
Charles Horton
Cooley: Organización social
William Isaac
Thomas: El campesino polaco en Europa y América
TEMA 18. La
escuela de Chicago II:
George Herbert Mead
TEMA 19.
El funcionalismo
antropológico
Bronislaw
Malinowski: Crimen y costumbre en la sociedad
salvaje
A. R. Radcliffe
Brown: Estructura y función en la sociedad
primitiva
Tema
11. El problema de la comunidad: Fréderic le Play y Ferdinand
Tönnies
FERDINAND
TÖNNIES:
Teoría
de la comunidad
1
De conformidad con estas definiciones, la teoría de la
comunidad parte de la unidad perfecta de la voluntad humana
considerándola estado primitivo o natural que se conserva a
pesar de la separación empírica y a través de la misma,
desarrollándose de diversos modos según la índole necesaria
y dada de las relaciones entre individuos diversamente
condicionados. La raíz general de estas relaciones es el nexo
de la vida vegetativa debido al nacimiento; el hecho de que
las voluntades humanas, en cuanto cada una de ellas
corresponde a una constitución corporal, permanezcan unidas
entre sí por su ascendencia o linaje, o lleguen a unirse así
de un modo necesario; esta unión se presenta con la máxima
intensidad como afirmación recíproca directa en virtud de
tres clases de relaciones: 1) por la relación entre la madre
y su hijo; 2) por la relación entre el marido y la mujer como
cónyuges, tal como debe entenderse este concepto en sentido
natural o animal-general; 3) por la relación entre los
hermanos, es decir, por lo menos entre los que se reconocen
como retoños de un mismo cuerpo materno. Aunque en toda
relación de parientes troncales entre sí puede presentarse
el germen, o la tendencia y fuerza fundada en la voluntad,
hacia una comunidad, las tres relaciones mencionadas son los gérmenes
más fuertes de esa significación o los más capaces de
desarrollo. Pero cada uno de ellos a su manera:
A) lo materno está fundado del modo más profundo en el puro
instinto o agrado, viéndose también ahí casi palmariamente
el tránsito de una vinculación a la vez corporal a otra
meramente espiritual, y revelando tanto más la última su
procedencia de la primera cuanto más cerca se halla de su
origen; la relación implica una duración larga, pues
corresponde a la madre la nutrición, protección y dirección
del nacido hasta que éste llegue a ser capaz de nutrirse,
protegerse y dirigirse por sí solo; al propio tiempo, este
progreso implica una disminución de esa necesidad y hace más
probable la separación; sin embargo, esta tendencia a la
separación puede ser a su vez anulada u obstaculizada por
otras, a saber por la mutua habitación y por el recuerdo de
las alegrías que recíprocamente se hayan proporcionado, y
sobre todo a causa de la gratitud del hijo por los cuidados y
desvelos de la madre; pero a estas relaciones mutuas
inmediatas vienen a sumarse otras que unen a cada uno de los
sujetos de aquéllas con objetos situados fuera de ellos y que
les son comunes: afecto, habituación y recuerdo hacia cosas
del ambiente, ya fuesen éstas originariamente placenteras o
pasaran a serlo luego; entre ellas figuran también las
personas conocidas, que les ayudan y quieren: así puede ser
el padre cuando vive con la madre, los hermanos o hermanas de
la madre o del hijo, etc.
B) El instinto sexual no impone necesariamente alguna clase de
convivencia duradera, como tampoco determina principalmente
una relación recíproca con tanta facilidad como una
subyugación unilateral de la mujer que, más débil por
naturaleza, puede convertirse en objeto de mera posesión o
ser reducida a un estado de privación de libertad. De ahí
que, consideradas con independencia del parentesco troncal y
de todas las fuerzas sociales que en él radican, las
relaciones entre cónyuges necesitan apoyarse esencialmente en
la mutua habituación entre ambos para transformarse en relación
duradera que implique una afirmación mutua. A estos se añaden
–cosa que no necesita mayor justificación- los demás
factores habituales de consolidación ya mencionados,
especialmente las relaciones con los hijos procreados,
patrimonio común de ambos cónyuges, y luego las resultantes
de todo lo demás que constituye patrimonio y administración
comunes.
C) Entre hermanos no existe un agrado tan originario e
instintivo y tampoco un mutuo reconocimiento tan natural como
existe entre la madre y su hijo o entre seres emparentados de
sexos distintos. Bien es verdad que la última relación pudo
coincidir con la de fraternidad, y muchas razones hay para
creer que así debió ocurrir con bastante frecuencia en
muchas tribus en una época primitiva de la humanidad; sin
embargo, en este orden de cosas conviene recordar que en
aquellos casos en que la ascendencia se calcula sólo por la
madre y mientras tanto así se hace- el nombre y la sensación
de hermandad se encuentra extendido de igual modo a los
primos, con tal generalidad que, como ocurre en muchos otros
casos, la acotación de los dos conceptos es únicamente obra
de tiempos posteriores. Sin embargo, en virtud de un proceso
que se presenta con regularidad en los más importantes grupos
de pueblos, el matrimonio y la hermandad, y luego (en la práctica
de la exogamia) si no el matrimonio y el parentesco de sangre
sí el matrimonio y el parentesco de linaje, se excluyen más
bien de un modo totalmente seguro, y entonces este amor
fraterno debe calificarse de la más humana relación recíproca
entre seres humanos, aunque siga fundándose enteramente en el
parentesco de la sangre. En comparación con las otras dos
clases de relaciones, esto se manifiesta también en la
circunstancia de que en este caso, en que el instinto parece
ser lo más débil, el recuerdo contribuya tanto más
intensamente a originar, conservar y consolidar el vínculo
del corazón, pues cuando se da el caso de que por lo menos
los hijos de la misma madre convivan y sigan juntos, porque
todos ellos viven y siguen al lado de la madre prescindiendo
de todas las demás tendencias obstaculizadoras que pueden ser
causas de hostilidad‑, esta circunstancia determina
necesariamente que en el recuerdo de cada uno de los hijos se
asocien con las impresiones y experiencias agradables la
figura y actos de los demás hijos, y ellos tanto más fácil
intensamente cuanto más íntimo (y acaso también cuanto más
amenazado desde el exterior) se conciba este grupo y, en
consecuencia, todas las circunstancias impongan una
solidaridad y una lucha y actuación conjuntas. De ahí que
luego, a su vez, el hábito haga más fácil y grata esa vida.
Al propio tiempo cabe esperar también que entre hermanos se
llegue en el más alto grado posible a una igualdad de modo de
ser y energías, mientras luego, por el contrario, las
diferencias de entendimiento o de experiencia, en cuanto
factores puramente humanos o mentales, se pondrán de relieve
con tanta mayor claridad.
2
Algunas
otras más lejanas relaciones vienen a añadirse a estas
clases previas y más próximas. Se unen y perfeccionan en las
relaciones entre el padre y los hijos. Afines a la primera
clase en su más importante aspecto, a saber, la índole de la
base orgánica (que en este caso mantiene unido al ser
racional con las criaturas de su propio cuerpo), discrepan de
ella porque la naturaleza del instinto es en estos casos mucho
más débil, aproximándose al que enlaza a los cónyuges; de
ahí que también con mayor facilidad sea sentido con el carácter
de mero poder y potestad sobre siervos; pero con la
particularidad de que mientras el afecto del cónyuge, más
por la duración que por la intensidad, resulta menos fuerte
que el materno, el del padre se diferencia del mencionado en
último lugar de un modo más bien inverso y en consecuencia,
cuando existe con alguna intensidad, resulta análogo al amor
fraterno en virtud de la naturaleza mental, distinguiéndose
claramente de esta relación por la desigualdad del modo de
ser (especialmente de la edad) y de las fuerzas
‑‑que en el caso que nos ocupa envuelve aún
enteramente la del espíritu. Así, el patriarcado es lo que
de un modo más puro cimenta la idea de la potestad en el
sentido de la comunidad: cuando no significa uso y disposición
en provecho del señor sino educación y enseñanza como
complemento de la procreación; participación de la plenitud
de la propia vida, participación que sólo paulatinamente
podrá ser correspondida en grado creciente por el ser que se
desarrolla, pudiendo entonces fundar una relación realmente
recíproca. En este caso, el primogénito tiene un privilegio
natural: es el más próximo al padre y el llamado a ocupar el
lugar que deje vacío éste con los años: ya con su
nacimiento comienza a pasar a él la potestad perfecta del
padre, y así, a través de la serie ininterrumpida de padres
e hijos, se presenta la idea de un fuego vital siempre
renovado. Sabemos que esta regla de la herencia no fue la
originaria, como también que al parecer el patriarcado estuvo
precedido por el matriarcado y por la potestad del hermano de
la madre. Pero por cuanto en la lucha y en el trabajo resulta
más conveniente el dominio del varón y porque gracias al
matrimonio adquiere la paternidad certidumbre de hecho
natural, la potestad paterna es la forma general de los
pueblos civilizados. Y si la sucesión colateral (el sistema
de la "Tanistry") supera en antigüedad y rango a la
primogenitura, aquélla indica solamente el efecto continuado
de una generación anterior: el hermano que asume la sucesión
no deriva su derecho del hermano sino del padre común a
ambos.
3
En
toda vida en común se encuentra o desarrolla, en virtud de
condiciones generales, algún modo de diversidad y división
del goce y del trabajo produciéndose una reciprocidad entre
los dos. En la primera de las mencionadas relaciones
originarias, se da las más veces de un modo directo,
preponderando en ella el lado del goce por encima del de la
prestación. El hijo goza de protección, alimentación y enseñanza;
la madre, del placer de poseer, luego de la obediencia y más
tarde del auxilio activo e inteligente. Hasta cierto punto se
encuentra también una acción recíproca semejante entre el
hombre y su socio femenino, pero en este caso se basa
principalmente en la diferencia de sexo y sólo en segundo término
en la de edad. Y en virtud de esa acción recíproca se impone
tanto más la diferencia de las energías naturales en la
división del trabajo; referida a objetos comunes, al trabajo
en vistas a la protección, de suerte que la custodia de lo
valioso corresponde a la mujer, y al marido el rechazo de lo
hostil; con respecto a la alimentación: al varón corresponde
la caza, a la mujer la conservación y preparación de lo
cazado; y también donde se requiere otro trabajo, y es
necesario instruir a los más jóvenes o más débiles:
siempre cabe esperar, como de hecho se encuentra, que la
fuerza del varón se reserve para el exterior, para la lucha y
para la dirección de los hijos, mientras la de la mujer es
para la vida interior del hogar y para las hijas. Entre los
hermanos es donde puede ofrecerse con la mayor pureza la
verdadera prestación de ayuda, la defensa y amparo recíprocos,
dado que las más veces trabajan todos ellos en las mismas
actividades comunes. Pero en este caso, además de las
diferencias de sexo, aparece (como ya dijimos) la de la
capacidad mental, en virtud de la misma, si a unos les
corresponde más la reflexión o actividad intelectual o
cerebral, a los otros se les encarga la ejecución y el
trabajo muscular. Pero de esta suerte resulta que los primeros
tienen una especie de precedencia y dirección y los otros actúan
como siguiendo y obedeciendo. Y de todas esas diferencias se
advierte que se realizan bajo la guía de la naturaleza, por
frecuente que sea el caso de que estas tendencias legales,
como todas las demás, sean objeto de interrupciones,
supresiones o inversiones.
4
Aun
cuando en conjunto aparecen estas relaciones a modo de recíproca
determinación y mutuo auxilio de voluntades, de suerte que
cada una de ellas puede presentarse bajo la imagen de un
equilibrio de fuerzas, todo cuanto concede preponderancia a
una de las voluntades debe venir compensado por una acción más
intensa del otro lado. Así cabe poner como caso ideal el de
que a mayor goce obtenido de la relación corresponda la clase
más pesada de trabajo para la misma, y, por consiguiente, a
menor goce el trabajo más fácil, pues aunque el esfuerzo y
la lucha en sí puedan constituir un placer y de hecho lo
sean, toda tensión de energías hace necesario que venga
luego una distensión, todo desgaste una recuperación y todo
movimiento un reposo. La diferencia de goce para el más
fuerte se compensa en parte con el mismo sentimiento de
superioridad, de poder y de mando, mientras que, por el
contrario, el ser dirigido y el tener que obedecer, es decir,
la sensación de inferioridad, produce siempre cierta
insatisfacción íntima, una sensación de estar oprimido y
coaccionado, por mucho que esta sensación pueda ser aliviada
por el amor, el hábito y la gratitud. La proporción de los
pesos con que estas voluntades actúan recíprocamente, se
hace más patente aún a base de la consideración siguiente:
toda superioridad implica el peligro de arrogancia y crueldad
y por ende de un trato hostil y opresivo, si no va acompañada
-o no se desarrolla con el tiempo en ella- de la tendencia y
propensión a hacer tanto mayor bien al ser que se tiene en
dependencia. Y por naturaleza sucede así realmente: un mayor
poder general es también una mayor capacidad de prestar
auxilio; cuando a ello va unida propiamente una voluntad; ésta
resulta tanto mayor y decidida al darse cuenta de su poder
(porque éste es, a su vez, voluntad):y así, sobre todo en el
seno de estas relaciones orgánico‑corporales, existe
una ternura instintiva y espontánea del fuerte hacia el débil,
un placer de ayudar y proteger, íntimamente enlazado con el
placer de poseer y con la satisfacción que causa el poder
propio.
5
Califico
yo de dignidad o autoridad una fuerza superior ejercida para
el bien del sometido o de acuerdo con la voluntad del mismo y
afirmada por él en consecuencia. Puede dividirse en tres
clases: la dignidad de la edad, la de la fuerza y la de la
sabiduría o del espíritu. Las tres pueden presentarse como
asociadas, a su vez, en la dignidad que corresponde al padre,
en su posición tutelar, protectora y directiva con respecto a
los suyos. Lo peligroso de ese poder crea en los débiles el
temor, y éste por sí solo significaría únicamente negación
y desvío (salvo en lo que pueda ir mezclado con admiración),
pero la acción benéfica y el favor inducen a la voluntad de
honrar, y cuando el último matiz es el que prepondera, surge
de esta unión el sentimiento de veneración. De esta suerte
se contraponen ternura y veneración (o en grados más débiles:
benevolencia y respeto) como constitutivos, en caso de
franca diferenciación de poder, de las dos definiciones límite
del sentimiento en que se funda la comunidad. De suerte que
con esos motivos es posible también y probable una especie de
relación de comunidad entre amo y criado, sobre todo cuando
-como ocurre de ordinario e igualmente a los vínculos del
parentesco más íntimo- esa relación es sustentada y
fomentada por una convivencia directa próxima, duradera y
perfecta.
En
efecto, la comunidad de la sangre como unidad de esencia se
desarrolla y especializa en la comunidad de lugar, que tiene
su inmediata expresión en la convivencia local, y esta
comunidad pasa, a su vez, a la de espíritu, resultado de la
mera actuación y administración recíproca en la misma
dirección, en el mismo sentido. La comunidad de lugar puede
concebirse como vínculo de la vida animal, y la de espíritu
como vínculo de la mental; de ahí que la última, en su
relación con la primera, deba ser considerada como la
propiamente humana y como el tipo más elevado de comunidad.
Así como la primera va unida a una relación y participación
común, es decir, propiedad, sobre el ser humano mismo, una
cosa análoga ocurre con la otra con respecto a la tierra poseída
y con la última en cuanto a lugares considerados sagrados o
a divinidades veneradas. Todas las tres clases de comunidad
están íntimamente enlazadas entre sí, tanto en el tiempo
como en el espacio, y por consiguiente, en todos y cada uno de
esos fenómenos y su desarrollo lo mismo que en la cultura
humana en general y en su historia. Dondequiera que se
encuentren seres humanos enlazados entre sí de un modo orgánico
por su voluntad y afirmándose recíprocamente, existe
comunidad de uno y otro de esos tipos, ya que el tipo anterior
encierra el ulterior, o bien éste llegó a alcanzar una
independencia relativa habiéndose desarrollado a partir de
aquél. De esta suerte cabría considerar simultáneamente
como designaciones totalmente comprensibles de esas sus tres
especies originarias: 1° el parentesco, 2° la vecindad y 3°
la amistad. El parentesco tiene la casa como su morada y como
si fuese su cuerpo; en este tipo hay convivencia bajo un solo
techo protector; posesión y goce comunes de las cosas buenas,
especialmente alimentación a base de las mismas provisiones,
y el hecho de sentarse juntos alrededor de una misma mesa; se
venera a los muertos en calidad de espíritus invisibles, como
si todavía fueran poderosos y extendieran su acción tutelar
sobre las cabezas de los suyos, de suerte que la veneración y
honor comunes garantizan con tanta mayor seguridad la
convivencia y colaboración pacífica. La voluntad y espíritu
de parentesco no están limitados, desde luego, por los límites
de la casa y de la proximidad en el espacio, antes bien,
cuando son fuertes y vivos, y por lo tanto en las relaciones más
próximas e íntimas, pueden nutrirse por sí mismos, del mero
recuerdo, a pesar de todo alejamiento, con el sentimiento y la
imaginación de estar próximos y de actuar conjuntamente.
Pero por esta misma razón buscan tanto más esa proximidad
corpórea y se separan de ella con tanta mayor dificultad
cuanto que sólo así puede encontrar sosiego y equilibrio
toda aspiración de amor. De ahí que el hombre comente -ala
larga: tomando el promedio de gran número de casos- se
sienta más a gusto y más alegre cuando se encuentra rodeado
de su familia y de sus allegados. Está en sí (chez soi,
en casa). Vecindad es el carácter general de la convivencia
en el poblado, donde la proximidad de las viviendas, los
bienes comunales o la mera contigüidad de los campos,
determina numerosos contactos entre los hombres y hace que éstos
se acostumbren a tratarse y conocerse mutuamente; el trabajo
en común, impone el orden y el gobierno; los dioses y espíritus
de la tierra y del agua, que traen bendiciones y amenazan con
maldiciones, son implorados en demanda de favor y gracia.
Determinada esencialmente por el hecho de la convivencia,
puede esta comunidad mantenerse igualmente a pesar de la
ausencia, bien que con más dificultad que la primera clase,
y, en consecuencia, tanto más necesita apoyarse en ciertas
costumbres de reunión y de usos conservados como algo
sagrado. La amistad se hace independiente del parentesco y
de la vecindad, como condición y efecto de actuaciones y
concepciones coincidentes; de ahí que suela producirse más fácilmente
a base de pertenecer a un oficio o arte iguales o semejantes.
Pero este vínculo debe contraerse y conservarse por medio de
fáciles y frecuentes reuniones, por el estilo de las que con
la mayor probabilidad pueden tener lugar en el recinto de una
ciudad; y la divinidad así fundada y celebrada a base de un
espíritu común, tiene en este caso una importancia muy
directa para la conservación del vínculo, pues sólo ella, o
ella de preferencia, le imprime una forma viva y permanente.
Ese buen espíritu no permanece, en consecuencia, en su lugar,
sino que mora en la conciencia de sus devotos y los acompaña
en sus correrías por tierras extrañas. De esta suerte, a
modo de compañeros de arte y condición social, que se
conocen mutuamente y que en realidad son también
correligionarios, se sienten unidos por doquiera por un vínculo
espiritual y partícipes en una misma labor común. De ahí:
aun cuando la convivencia urbana pueda abarcarse bajo el
concepto de vecindad -y lo propio cabe decir de la doméstica
siempre que formen parte de ellas miembros no vinculados por
parentesco o sirvientes-, la amistad espiritual orna, por el
contrario, una especie de localidad invisible, una ciudad y
asamblea mística que, como si estuviera animada de una
intuición artística, es una voluntad creadora viva. Las
relaciones entre los hombres a título de amigos y compañeros,
son las que en este caso menos tienen carácter orgánico e
intrínsecamente necesario: son las menos instintivas, y están
menos determinadas por la costumbre que las de vecindad; son
de índole mental y, por consiguiente, comparadas con las
anteriores, parecen basarse en la casualidad o en la libre
elección. Pero ya dentro del puro parentesco se puso de
relieve una gradación parecida, que nos lleva a formular las
tesis que a continuación se exponen.
7
La
vecindad es al parentesco lo que la relación entre esposos -de
ahí la afinidad en general- a las relaciones entre madre e
hijo. Lo que en el último caso se debe al mutuo agrado, tiene
que apoyarse en la mutua habituación en el primero. Y de
igual modo que la relación entre hermanos -y de ahí la de
todos los primos y las relaciones de grados relativamente
iguales- con las demás orgánicamente determinadas, así se
presenta la amistad con respecto a la vecindad y al
parentesco. El recuerdo actúa como gratitud y fidelidad y en
la fe y confianza recíprocas tiene que manifestarse la verdad
especial de esas relaciones. Pero como su fundamento no es ya
tan natural y espontáneo y los individuos saben y sostienen
entre sí de modo más determinado su propio querer y saber,
son estas relaciones las más difíciles de conservar y las
que menos resisten a los trastornos: trastornos que en forma
de roces y disputas se presentan forzosamente en toda
convivencia, pues la proximidad constante y la frecuencia de
los contactos significan, tanto como fomento y afirmación
mutuos, también estorbo y negación recíprocos, a título de
posibilidades reales, de probabilidades de cierto grado; y sólo
cuando prevalecen los primeros fenómenos, cabe calificar una
relación de verdadera relación de comunidad. De ahí se
explica que, sobre todas las hermandades de tipo puramente
espiritual, sólo puedan tolerar, como muchas experiencias
enseñan, hasta determinado grado de frecuencia e intimidad la
proximidad material de la convivencia en sentido estricto,
antes bien deben encontrar su contrapartida en una proporción
mucho más elevada de libertad individual. Pero, al igual que
en el seno del parentesco se concentra en la paterna toda la
dignidad, ésta sigue significando dignidad del príncipe
aun en los casos en que el fundamento esencial de la cohesión
está constituido por la vecindad. En este último caso está
más condicionada por el poder y la fortaleza que por la edad
y la crianza, y se representa del modo más directo en el
influjo de un dueño sobre su gente, del señor territorial
sobre sus siervos, del patrono sobre sus clientes. Finalmente:
en el seno de la amistad, en cuanto ésta se presenta como dedicación
en común al mismo oficio, al mismo arte, semejante dignidad
se impone como la del maestro frente a los discípulos o
aprendices. Pero la dignidad de la edad encuentra la mejor
correspondencia en la actividad judicial y en el carácter de
la justicia, pues del ardor, impulsividad y pasiones de toda
clase propios de la juventud, se originan la violencia, la
venganza y la discordia. El anciano está por encima de estas
cosas como observador sereno, y es el menos propicio a dejarse
llevar por preferencias o resentimientos a ayudar a uno contra
otro, antes bien procurará conocer de qué lado comenzó el
mal, y si el motivo de hacerlo era lo suficientemente fuerte
para un hombre debidamente ponderado, o por qué acto o
penalidad podrá repararse la trasgresión cometida por
arrogancia. La dignidad de la fuerza tiene que manifestarse en
la lucha y confirmarse con el valor y la intrepidez. De ahí
que llegue a su perfección en la dignidad ducal: a ella
corresponde reunir las fuerzas de combate, ponerse a la cabeza
de la expedición contra el enemigo y ordenar todo lo
provechoso y prohibir todo lo perjudicial para la acción de
conjunto. Pero cuando en la mayor parte de las decisiones y
medidas lo acertado y benéfico más parece haya de ser
adivinado y descubierto por el experto que visto de un modo
seguro por cualquiera, y cuando el futuro se muestra cerrado,
y a menudo amenazador y terrible ante nosotros, aparece que
entre todas las artes debe darse preferencia a la capaz de
descubrir, interpretar o decidir la voluntad del invisible. Y
de esta suerte se eleva sobre todas las demás la dignidad de
la sabiduría a título de dignidad sacerdotal, en la que se
cree que la misma figura de Dios se hace presente entre los
vivos, para que el inmortal-eterno se revele y manifieste a
los rodeados de peligros y mortal angustia. Estas distintas
actividades y virtudes imperantes y rectoras se ayudan y
complementan mutuamente, y en toda posición dominante,
siempre y cuando ésta se derive de la unidad de una
comunidad, las dignidades correspondientes pueden considerarse
unidas en virtud de su establecimiento, pero de suerte que la
dignidad judicial es la ingénitamente natural de la condición
de jefe de familia, la ducal corresponde a la condición de
patriarca y, por último, la dignidad sacerdotal parece la más
apropiada a la condición de maestro. Sin embargo, la dignidad
"ducal" corresponde también a un modo natural al
jefe de la familia, especialmente al jefe de un linaje (a título
de jefe de la más antigua de las casas emparentadas) dado que
para tener la necesaria cohesión contra el enemigo se
requiere subordinación, y del modo más elemental corresponde
asimismo al cabecilla de una tribu todavía invertebrada
(quien ocupa el lugar del antepasado mítico). Y esta dignidad
se eleva, a su vez, a la divino-sacerdotal, y se cree a los
dioses antepasados y amigos paternales; de esta suerte hay
dioses de la casa, del linaje, de la tribu y de la comunidad
nacional. En ellos se da de modo eminente la fuerza de
semejante comunidad: pueden lo imposible; efectos milagrosos
con sus efectos. En consecuencia, cuando se les nutre y honra,
ayudan; dañan y castigan cuando se los olvida y desprecia. En
carácter de padres y jueces, de dueños y caudillos, de
educadores e instructores, son también titulares originarios
y prototipos de estas dignidades humanas. Pero en ellas también
la ducal requiere al juez, pues la lucha común hace tanto más
necesario que las discordias intestinas sean dirimidas por una
decisión obligatoria. Y el cargo sacerdotal es idóneo para
conferir a tal decisión el carácter de sagrada e
inimpugnable, honrándose a los mismos dioses como autores del
derecho y de las sentencias judiciales.
8
A título
de libertad y honra especiales y acrecentadas, y, en
consecuencia, de esfera de voluntad determinada, toda dignidad
debe deducirse de la general e igual esfera de voluntad de la
comunidad; y así, frente a ella, el servicio se presenta como
una libertad y honra especial y aminorada. Toda dignidad puede
ser considerada como servicio y todo servicio como dignidad,
siempre y cuando sólo se tenga en cuenta la individualidad.
La esfera de voluntad, y también la esfera de voluntad
comunal, es una masa de fuerza, poder o derecho determinados;
y éste último un compendio de querer en cuanto poder o
facultad y querer en cuanto deber u obligación. Así resulta
como esencia y contenido de todas las esferas de voluntad
derivadas, en las cuales, por ende, son facultades y
obligaciones los dos aspectos correspondientes de una misma
cosa, o bien únicamente las modalidades subjetivas de la
misma sustancia objetiva de derecho o fuerza. Y, con ello,
existen y surgen, tanto por obligaciones y facultades
acrecentadas como por aminoradas, desigualdades que sólo
pueden aumentar hasta cierto límite, pues más allá de él
se suprime la esencia de la comunidad en cuanto unidad de lo
diferente: de un lado (hacia arriba), porque, se hace
demasiado grande la fuerza jurídica propia y, por lo tanto,
resulta indiferente y sin valor la vinculación con el
conjunto; de otro (hacia abajo) porque la propia se hace
demasiado pequeña y la vinculación resulta irreal y sin
valor. Pero cuanto menos se hallan unidos entre sí con
respecto a una misma comunidad los hombres que están o se
ponen en contacto, tanto más se contraponen con el carácter
de sujetos libres de su querer y poder. Y esta libertad es
tanto mayor cuanto menos dependiente es o se siente de su
propia voluntad previamente determinada y, por lo tanto,
cuanto menos lo es o se siente ésta de cualquier voluntad
comunal. En efecto, para la índole y formación de toda
costumbre y mentalidad individual es factor el más
importante, además de las fuerzas e impulsos heredados por
procreación, algún tipo cualquiera de voluntad comunal con
carácter de educativa y rectora; de un modo especial, el espíritu
de familia; pero también todo espíritu semejante al espíritu
de la familia y que actúe de un modo análogo a él.
9
La
inclinación recíproco-común, unitiva, en cuanto voluntad
propia de una comunidad, es lo que entendemos por consenso. Es
la fuerza y simpatía social especial que mantiene unidos a
los hombres como miembros del conjunto. Y porque todo lo
instintivo del hombre va unido a razón y presupone la posesión
del lenguaje, puede entenderse también como el sentido y la
razón de semejante relación. En consecuencia, entre el
procreador y su hijo, por ejemplo, existe sólo en la medida
en que el hijo se conciba dotado de lenguaje y voluntad
racional. Pero también puede decirse igualmente: todo cuanto
tiene sentido en una relación comunal y para ella, de acuerdo
con el sentido de esa relación comunal, es su derecho; es
decir, se considera como la genuina y esencial voluntad de la
pluralidad de los unidos. Por lo tanto: siempre que
corresponda a su verdadera naturaleza y a sus fuerzas que el
goce y el trabajo sean distintos, y, sobre todo, que de una
parte caiga la dirección y de otro la obediencia, es esto un
derecho natural, a modo de ordenación de la convivencia, que
asigna a cada voluntad su esfera o su función: un compendio
de deberes y facultades. El consenso descansa, pues, en el
mutuo conocimiento íntimo, en cuanto éste está determinado
por la participación directa de un ser en la vida de otro,
por la inclinación a compartir sus penas y alegrías,
sentimientos que, a su vez, exigen ese conocimiento. De ahí
que resulte tanto más probable cuanto mayor sea la semejanza
de constitución y experiencia o cuanto más igual o
coincidente sean su natural, su carácter y su modo de pensar.
El verdadero órgano del consenso, en el que éste despliega y
desarrolla su esencia, es el lenguaje mismo, expresión
comunicada y recibida, en gestos y sonidos, de dolor y placer,
temor y deseo, y todos los demás sentimientos y estímulos
emocionales. Como es sabido, el lenguaje no se inventó ni
estipuló a título de medio e instrumento para entenderse,
sino que él mismo es consenso vivo, y a la vez su contenido y
su forma. Como todos los demás movimientos expresivos
conscientes, su manifestación es consecuencia involuntaria de
profundos sentimientos, ideas dominantes, y no se supedita a
la intención de hacerse entender, como si fuera un medio
artificial que tuviera como base un no-entender natural, a
pesar de que entre los que se entienden puede emplearse el
lenguaje como mero sistema de signos, al igual que otros
signos convenientes. Y, sin embargo, todas esas
manifestaciones pueden presentarse lo mismo como fenómenos de
sentimientos hostiles que como fenómenos de sentimientos
amistosos. Esto es tan cierto que provoca la tentación de
formular el siguiente principio general: las inclinaciones y
sentimientos amistosos y hostiles están sometidos a iguales o
muy análogas condiciones. Pero en este caso, la hostilidad
procedente de la ruptura o relajación de vínculos naturales
y existentes, debe distinguirse totalmente de aquel otro tipo
que se basa en el desconocimiento, la falta de entendimiento y
la desconfianza. Los dos son instintivos, pero la primera es
esencialmente enojo, odio, indignación, y la segunda,
esencialmente, temor, horror y repugnancia; aquélla es aguda,
ésta crónica. Con toda seguridad el lenguaje, lo mismo que
otras comunicaciones de las almas, no procede de uno ni otro
de esos dos tipos de hostilidad -como tal, en aquel caso es sólo
un estado extraordinario y patológico-,sino de confianza,
intimidad y amor; y sobre todo, del profundo entendimiento
entre madre e hijo tiene que nacer el modo más fácil y vivo
el lenguaje materno. En cambio, en aquella franca y declarada
hostilidad, puede concebirse que detrás hay siempre alguna
amistad y coincidencia. De hecho es sólo en la afinidad y
mezcla de sangre donde se representa el modo más directo la
unidad y, en consecuencia, la posibilidad de comunidad, de
voluntades humanas: por consiguiente, en la proximidad en el
espacio, y, por último, para los hombres, también la
proximidad espiritual. Por consiguiente hay que buscar en esta
gradación las raíces de todos los consensos. Y de esta
suerte formulamos las grandes leyes principales de la
comunidad: 1) Parientes y cónyuges se aman o se acostumbran fácilmente
entre sí: hablan y piensan entre sí a menudo y con gusto.
Del mismo modo, comparativamente, los vecinos y otros amigos.
2) Entre los que se aman, etc. hay consenso. 3) Los que se
aman y se entienden conviven y permanecen juntos y ordenan su
vida común. Califico de concordia o espíritu de familia (unión
y coincidencia cordial) una forma total de voluntad
determinante de comunidad, que ha pasado a ser tan natural
como el lenguaje mismo, y que, por consiguiente, abarca una
pluralidad de consensos, cuya medida da por medio de sus
normas. Consenso y concordia son también una misma cosa:
voluntad comunal en sus formas elementales; como consenso en
cada una de sus relaciones y efectos, como concordia en su
fuerza y naturaleza total.
10
Consenso
es, de esta suerte, la expresión más simple de la esencia interna
y la verdad de toda convivencia, cohabitación y acción
conjunta genuinas, y de ahí, en su significado primero y más
general: de la vida doméstica, y como el núcleo de ésta
está formado por la unión y unidad de varón y hembra para
la procreación y educación de descendientes, el matrimonio
especialmente tiene este sentido natural a título de relación
duradera. El acuerdo tácito, o como quiera que se llame,
acerca de deberes y facultades, acerca de lo bueno y lo malo,
puede compararse a una estipulación, a un contrato; pero sólo
para hacer resaltar en seguida y con tanta mayor energía su
contraste. En efecto, de esta suerte cabe decir también que
el sentido de las palabras es igual al signo convenido y
convencional; y que es igualmente lo contrario. Estipulación
y contrato es coincidencia que se hace, que se concierta;
promesa cambiada, que presupone también el lenguaje, y mutua
comprensión y aceptación de actos futuros ofrecidos,
susceptibles de expresarse en conceptos claros. Esta
estipulación puede dejar de hacerse cuando se da por
entendida como si efectivamente se hubiese llevado a cabo ya,
si su efecto ha de ser de ese tipo; per accidens puede
ser también tácita. Pero por esencia es silencioso el
consenso; porque su contenido es indecible, infinito,
incomprensible. Al igual que el lenguaje no puede ser
estipulado, aun cuando por medio del lenguaje se adopten para
los conceptos numerosos sistemas de signos, tampoco puede
concertarse la concordia aunque sí muchos tipos de acuerdos.
Consenso y concordia crecen y florecen, cuando se dan las
condiciones favorables, a base de gérmenes preexistentes.
Como la planta de la planta, así procede una casa (en cuanto
familia) de otra casa, y así surge el matrimonio de la
concordia y de la costumbre. Siempre los precede, condicionándolos
y provocándolos, no sólo una cosa más general afín a
ellos, sino también una cosa más general en ellos contenida,
y la forma de su manifestación. También existe luego en
grupos mayores esta unidad de la voluntad, como expresión
psicológica del vínculo del parentesco de sangre, aunque sólo
sea de un modo oscuro y aunque sólo en la ordenación orgánica
se comunique a los individuos. Al igual que, como posibilidad
real de entender lo hablado, la generalidad del lenguaje común
aproxima y enlaza a los espíritus humanos, hay también un
sentido común, y más aún sus formas de manifestación más
elevadas: uso común y creencia común, que penetran hasta
todos los miembros de un pueblo, significando, aunque en modo
alguno garantizando, la unidad y la paz de su vida; que en ese
sentido y partiendo de él, llenan con intensidad creciente
las ramas y proliferaciones de un tronco; del modo más
perfecto, por último, las casas emparentadas en aquella
temprana e importante formación de vida anterior a la
familia, donde tiene una realidad igual a ella. Pero de estos
grupos, y por encima de ello, se elevan, a modo de
modificaciones suyas determinadas por el suelo y la tierra,
complejos que en gradación general distinguiremos como A) la
tierra, B) el cantón o la comarca, y -la formación más
estrecha de este tipo- C) la aldea. Pero, en parte procedente
de la aldea y en parte extendiéndose a su lado, se desarrolla
la ciudad, cuya unión perfecta se mantiene no tanto por los
objetos naturales comunes como por el espíritu común; por su
existencia externa, no es más que una gran aldea, una
pluralidad de aldeas vecinas o una aldea rodeada de murallas;
pero luego, en cuanto conjunto que impera sobre el territorio
circundante, y constituyendo en unión con éste una nueva
organización del cantón y, en proporciones mayores, del país:
transformación o re‑formación de una tribu, de un
pueblo. Pero dentro de la ciudad, a su vez aparecen como
productos o frutos peculiares suyos: la hermandad de trabajo,
guilda o gremio; y la hermandad de culto, la cofradía, la
comunidad religiosa; esta es a la vez la última y más alta
expresión de que es capaz la idea de la comunidad. Pero de
esta suerte, también la ciudad toda, también una aldea,
pueblo, tribu o linaje, y finalmente una familia, puede
representarse y comprenderse, de igual modo, como clase
especial de guilda o de comunidad religiosa. Y viceversa: en
la idea de la familia, como expresión la más general de la
realidad de la comunidad, están contenidas todas estas múltiples
formaciones y de ella salen.
11
Vida
comunal es posesión y goce mutuos, y es posesión y goce de
bienes comunes. La voluntad de poseer y gozar es voluntad de
proteger y defender. Bienes comunes, y males comunes; amigos
comunes, y enemigos comunes. Males y enemigos no son objeto de
posesión y goce; no son objeto de la voluntad positiva sino
de la negativa, de la indignación y del odio, es decir de la
voluntad común de aniquilamiento. Los objetos del deseo, de
la apetencia, no son lo hostil, sino que se encuentran en la
posesión y goce ideados, aun cuando su obtención esté
supeditada a una actividad hostil. Posesión es, en sí y de
por sí, voluntad de conservación; y la posesión es el mismo
goce, es decir, satisfacción y cumplimiento de la voluntad,
como la inspiración del aire de la atmósfera. Así ocurre
con la posesión y participación que mutuamente se tienen los
seres humanos. Pero en cuanto el goce se distingue de la
posesión por actos especiales de uso, puede en todo caso
estar supeditado a una destrucción, como cuando se sacrifica
un animal para su consumo.
El
cazador y el pescador no tanto quieren poseer como sólo gozar
sus respectivos botines, aunque parte de su goce pueda ser
también de carácter duradero y por lo tanto tomar la forma
de posesión, como el uso de pieles y cualesquiera otros
objetos destinados a servir de provisión. Pero como actividad
que se repite, la caza misma está condicionada por la posesión,
aunque sea indeterminada, de un coto, y puede concebirse como
goce de éste. La condición general y su contenido tienen que
ser conservados y hasta ensanchados por el ser racional,
considerándolos como sustancia del árbol cuyos frutos se
cosechan, o del suelo que produce tallos utilizables. La misma
esencia corresponde igualmente al animal domesticado, nutrido
y cuidado, tanto si se lo quiere emplear como servidor
ayudante como para gozar de partes vivas y renovables de su
cuerpo. En este sentido se crían animales y, en consecuencia,
la clase o rebaño tiene con respecto al individuo el carácter
de cosa permanente y conservada, y por ende de posesión, de
la que se obtiene goce a base de la destrucción de ejemplares
a ella pertenecientes. Y la conservación de rebaños
significa, a su vez, una relación especial con la tierra, con
el terreno de pastos, que da su alimento al ganado. Pero en
territorios libres, se puede cambiar de cotos de caza y
pastizales, cuando éstos se agotan, y entonces los hombres
abandonan sus moradas en busca de otras mejores, llevándose
consigo sus bienes y haberes y al propio tiempo sus animales.
Sólo el campo roturado, en el que con su trabajo el hombre
encierra semillas de plantas futuras, fruto de otras pasadas,
ata sus pies, se convierte en posesión de generaciones
sucesivas, y, en unión con las jóvenes fuerzas humanas
incesantemente renovadas, se presenta como tesoro inagotable,
aunque sólo adquiera ese carácter de un modo paulatino a
medida que se tiene mayor experiencia y con ella es posible
tratar mar racionalmente, aprovechar y cuidar ese tesoro. Y
con el campo se asienta también la casa: de mueble, como los
hombres, los animales y las cosas, se convierte en inmueble,
como el suelo y la tierra. El hombre queda afincado por doble
concepto: por el campo cultivado y a la vez por la casa
habitada, en consecuencia: por sus propias obras.
12
La
vida comunal se desarrolla en relación constante con el campo
y la casa. Ello se explica únicamente por sí solo, pues su
germen, y también su realidad, cualquiera que sea la
intensidad de ésta, es la naturaleza de las cosas. Comunidad
en general la hay entre todos los seres orgánicos; comunidad
racional humana, entre los hombres. Se distingue entre
animales que viven juntos y animales que viven separados -sociales
e insociables-. No hay inconveniente: Pero se olvida que en
este caso tenemos sólo grados y clases distintas de
convivencia, pues la de las aves de paso es distinta de las de
rapiña. Y se olvida que el permanecer juntos está en la
naturaleza de las cosas; a la separación le corresponde, por
decirlo así, la carga de la prueba. Esto quiere decir: causas
especiales provocan tarde o temprano una separación, una
división de grupos mayores en grupos menores; pero el grupo
mayor es anterior al menor, al igual que el crecimiento lo es
a la propagación (que se comprende a modo de crecimiento
supraindividual). Y cada grupo, a pesar de su división, tiene
una tendencia y una posibilidad de permanecer en los
fragmentos separados como en sus miembros; a seguir ejerciendo
efectos, a presentarse en miembros representativos. De ahí,
que si concebimos un esquema de la evolución como emitiendo líneas
desde un centro en direcciones distintas, el centro mismo
significa la unidad del conjunto, y hasta donde el conjunto se
refiera a sí mismo con voluntad semejante. Pero en los radios
se desarrollan puntos hasta convertirse en nuevos centros y
cuanta más energía necesiten para ensancharse en su
periferia y conservarse al propio tiempo, tanto más se
sustraen al centro anterior, que ahora, no pudiendo referirse
ya de igual modo a un centro originario, forzosamente resultará
más débil e incapaz de ejercer efectos en otros lados. Sin
embargo, imaginemos que la unidad y unión se conservan y se
mantiene la fuerza y tendencia, como un ser y conjunto se
expresan en las relaciones del centro principal con los
centros secundarios derivados de él directamente. Todo centro
es representado por un ipsum, calificado de principal
con respecto a sus miembros. Pero como principal no es el
todo, y se va pareciendo más a éste cuando reúne a su
alrededor los centros a él subordinados en las figuras de sus
principales. Idealmente, están siempre en el centro del que
se derivan: de ahí que realicen su misión natural cuando se
aproximan materialmente a él, reuniéndose con él en un
sitio. Y esto es necesario cuando las circunstancias requieren
una acción común y de mutuo auxilio, sea hacia dentro, sea
hacia afuera. Y también se apoya en esto una fuerza y
autoridad que, como quiera que se comunique, se extiende al
cuerpo y a la vida de todos. Y asimismo, la posesión de todos
los bienes está principalmente en el todo y en su centro, en
cuanto se le comprende como tal todo. De él derivan la suya
los centros inferiores, y la sostienen de modo más positivo
por el uso y el goce; a su vez, otros con respecto a otros por
debajo de ellos. Y así este examen desciende hasta la última
unidad de la familia de la casa, y hasta su posesión, uso y
goce comunes; en ella, la autoridad ejercida luego en último
lugar es la que afecta directamente a los individuos ipsistas,
y sólo éstos pueden todavía derivar para sí, como últimas
unidades, libertad y propiedad procedentes de aquélla. Todo
conjunto mayor es como una casa que se hubiese disuelto; y
aunque ésta hubiese venido a ser algo menos perfecto, hay que
pensar que en ella existen los inicios de todos los órganos y
funciones que contiene la perfecta. El estudio de la casa es
el estudio de la comunidad, como el estudio de la célula orgánica
es el estudio de la vida.
13
Ya
indicamos algunos rasgos esenciales de la vida doméstica, que
volvemos a encontrar ahora reunidos con otros nuevos. La casa
consta de tres estratos o esferas, que se mueven como
alrededor del mismo centro. El estrato interior es al propio
tiempo el más antiguo: el dueño y la mujer o mujeres, cuando
conviven en el mismo nivel de dignidad. Siguen los
descendientes; y éstos, aún habiendo contraído matrimonio,
pueden seguir permaneciendo en esta esfera. El estrato
exterior está formado por los miembros servidores: criados
y criadas, que se comportan a modo de estrato el más
reciente, siendo excrecencias de materia más o menos afín,
que sólo cuando son asimilados por el espíritu y voluntad
comunes y se adaptan por su propia voluntad a él y se sienten
en él satisfechos, pertenecen a la comunidad con otro carácter
que el de objetos y obligadamente. Análoga es la situación
de las mujeres conquistadas, raptadas, en el exterior, con
respecto a sus maridos; y al igual que entre ellos surgen los
hijos como procreados, los hijos, en cuanto descendientes y
dependientes, forman una categoría y clase intermedia entre
el dominio y servidumbre. De estos elementos integrantes el último
es, desde luego, el menos imprescindible; pero es al propio
tiempo la forma necesario que han de adoptar enemigos o extraños
para poder participar en la vida de una casa; a no ser que
como huéspedes se admita a extraños a participar en un goce
que por su naturaleza no es duradero, pero que de momento se
aproxima tanto más a una participación en el dominio cuanto
mayor es la veneración y amor con que se recibe al huésped;
cuanto menos se lo considera, tanto más se asemeja su condición
a la servidumbre. El estado de servidumbre puede resultar semejante
al de la infancia, pero, por otra parte, pasar al concepto de
esclavo, cuando en el modo de tratar se hace caso omiso de la
dignidad del hombre. Un prejuicio tan arraigado como infundado
declara que la servidumbre es en sí y de por sí indigna como
contraria a la igualdad de la especie humana. En realidad, un
hombre puede conducirse espontáneamente como esclavo en las más
diversas situaciones, bien por temor, adquirido por hábito
o superstición, bien por fría consideración de su interés
y por cálculo, y entonces se coloca con respecto a otros
hombre en una situación de humillación análoga a la que
la arrogancia y brutalidad de un dueño tiránico o ávido
determinan para las personas colocadas bajo su dependencia aunque
formalmente se hallen con respecto a él en relaciones
contractuales libres, sin que por ello se abstenga de
oprimirlas y torturarlas. En ninguno de estos casos existe una
relación necesaria con la condición del siervo, aunque sea
muy probable. Si por su condición moral son esclavos tanto la
persona objeto de malos tratos como el rastacuero, no así el
siervo que comparte las penas y alegrías de la familia, que
presta a su dueño la veneración propia de un hijo adulto, y
goza de la confianza de un auxiliar y hasta de un consejero;
éste es por su condición moral un hombre libre aunque no lo
sea por su estatuto jurídico. Pero el estado jurídico de
esclavitud es por esencia contrario a derecho, porque el
derecho quiere y debe ser algo conforme a la razón, y por lo
tanto, exige que se haga una distinción entre personas y
cosas, y en todo caso que el ser racional sea reconocido como
persona.
FERDINAND
TÖNNIES (1947): Comunidad y sociedad. Losada, Buenos
Aires, pp. 25-48.
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