Titulo: Lecturas de teoría
sociológica clásica
Profesor: Mario Domínguez Sánchez
Departamento de Sociología V/Teoría Sociológica
Curso 2001-2002
TEMA
11. El
problema de la comunidad: Fréderic Le Play y Ferdinand
Tönnies
TEMA 12. La
institucionalización de la sociología: Émile Durkheim
TEMA 13. La
sociología formal: Georg Simmel
TEMA 14. La
sociología comprensiva: Max Weber
TEMA 15. Socialización
e internalización: Sigmund Freud
TEMA 16. La
teoría clásica de las élites: Robert Michels
TEMA 17. La
escuela de Chicago I
Charles Horton
Cooley: Organización social
William Isaac
Thomas: El campesino polaco en Europa y América
TEMA 18. La
escuela de Chicago II:
George Herbert Mead
TEMA 19.
El funcionalismo
antropológico
Bronislaw
Malinowski: Crimen y costumbre en la sociedad
salvaje
A. R. Radcliffe
Brown: Estructura y función en la sociedad
primitiva
Tema 15.
Socialización e internalización: Sigmund Freud
1 El yo
y el ello
La
investigación patológica ha orientado demasiado
exclusivamente nuestro interés hacia lo reprimido. Quisiéramos
averiguar más del yo desde que sabemos que también puede ser
inconsciente, en el verdadero sentido de este término. El único
punto de apoyo de nuestras investigaciones ha sido hasta ahora
el carácter de consciencia o inconsciencia. Pero hemos
acabado por ver cuán múltiples sentidos puede presentar este
carácter.
Todo
nuestro conocimiento se halla ligado a la conciencia. Tampoco
lo inconsciente puede sernos conocido si antes no lo hacemos
consciente. Pero, deteniéndonos aquí, nos preguntaremos cómo
es esto posible y qué quiere decir hacer consciente algo.
Sabemos
ya dónde hemos de buscar aquí un enlace. Hemos dicho que la
conciencia es la superficie del aparato anímico; esto es, la
hemos adscrito como función a un sistema que, especialmente
considerado, y no sólo en el sentido de la función, sino en
el de la organización anatómica, es el primero a partir del
mundo exterior. También nuestra investigación tiene que
tomar, como punto de partida, esta superficie perceptora.
Todas
las percepciones procedentes del exterior (percepciones
sensoriales) y aquellas otras procedentes del interior, a las
que damos el nombre de sensaciones y sentimientos, son
conscientes. Pero ¿y aquellos procesos internos que podemos
reunir, aunque sin gran exactitud, bajo el concepto de
procesos mentales, y que se desarrollan en el interior del
aparato como desplazamiento de energía psíquica a lo largo
del camino que conduce a la acción? ¿Llegan acaso a la
superficie en la que nace la conciencia? ¿O es la conciencia
la que llega hasta ellos? Es ésta una de las dificultades que
surgen cuando nos decidimos a utilizar la representación
espacial, tópica, de la vida anímica. Ambas posibilidades
son igualmente inconcebibles y habrán, por tanto, de dejar
paso a una tercera.
En
otro lugar hemos expuesto ya la hipótesis de que la verdadera
diferencia entre una representación inconsciente y una
representación preconsciente (un pensamiento) consiste en que
el material de la primera permanece oculto, mientras que la
segunda se muestra enlazada con representaciones verbales.
Emprenderemos aquí, por vez primera, la tentativa de indicar
caracteres de los sistemas Prec. e Inc. distintos de su relación
con la conciencia. Así, pues, la pregunta de cómo se hace
algo consciente deberá ser sustituida por la de cómo se hace
algo preconsciente, y la respuesta sería que por su enlace
con las representaciones verbales correspondientes.
Estas
representaciones verbales son restos mnémicos. Fueron en un
momento dado percepciones, y pueden volver a ser conscientes,
como todos los restos mnémicos. Antes de seguir tratando de
su naturaleza, dejaremos consignado que sólo puede hacerse
consciente lo que ya fue alguna vez una percepción
consciente, aquello que no siendo un sentimiento quiere
devenir consciente y desde el interior tiene que intentar
transformarse en percepciones exteriores, transformación que
consigue por medio de las huellas mnémicas.
Suponemos
contenidos los restos mnémicos en sistemas inmediatos al
sistema P.Cc., de manera que sus cargas pueden extenderse fácilmente
a los elementos del mismo. Pensamos aquí inmediatamente en la
alucinación y en el hecho de que todo recuerdo, aún el más
vivo, puede ser distinguido siempre, tanto de la alucinación
como de la percepción exterior; pero también recordamos que,
al ser reavivado un recuerdo, permanece conservada la carga en
el sistema mnémico, mientras que la alucinación, no
diferenciable de la percepción, sólo surge cuando la carga
no se limita a extenderse desde la huella mnémica al elemento
del sistema P., sino que pasa por completo a él.
Los restos
verbales proceden esencialmente de percepciones acústicas,
circunstancia que adscribe al sistema Prec. un origen
sensorial especial. Al principio podemos dejar a un lado, como
secundarios, los componentes visuales de la representación
verbal adquiridos en la lectura, e igualmente, sus componentes
de movimiento, los cuales desempeñan tan sólo -salvo para el
sordomudo- el papel de signos auxiliares. La palabra es, pues,
esencialmente el resto mnémico de la palabra oída.
No
debemos, sin embargo, olvidar o negar, llevados por una
tendencia a la simplificación, la importancia de los restos
mnémicos ópticos -de las cosas-, ni tampoco la posibilidad
de un acceso a la conciencia de los procesos mentales por
retorno a los restos visuales, posibilidad que parece
predominar en muchas personas. El estudio de los sueños y el
de las fantasías preconscientes observadas por J. Varendonck
puede darnos una idea de la peculiaridad de este pensamiento
visual. En él sólo se hace consciente el material concreto
de las ideas, y, en cambio, no puede darse expresión alguna
visual a las relaciones que las caracterizan especialmente. No
constituye, pues, sino un acceso muy imperfecto a la
conciencia, se halla más cerca de los procesos inconscientes
que el pensamiento verbal, y es, sin duda, más antiguo que éste,
tanto ontogénica como filogénicamente.
Así,
pues, para volver a nuestro argumento, si es éste el camino
por el que lo inconsciente se hace preconsciente, la
interrogación que antes nos dirigimos sobre la forma en que
hacemos (pre) consciente algo reprimido, recibirá la
respuesta siguiente: Hacemos (pre) consciente lo reprimido,
interpolando, por medio de la labor analítica, miembros
intermedios preconscientes. Por tanto, ni la conciencia
abandona su lugar ni tampoco lo Inc. se eleva hasta lo Cc.
La
relación de la percepción exterior con el yo es evidente. No
así la de la percepción interior. Sigue, pues, la duda de si
es o no acertado situar exclusivamente la conciencia en el
sistema superficial P.Cc.
La
percepción interna rinde sensaciones de procesos que se
desarrollan en los diversos estratos del aparato anímico,
incluso en los más profundos. La serie "placer-displacer"
nos ofrece el mejor ejemplo de estas sensaciones, aún poco
conocidas, más primitivas y elementales que las procedentes
del exterior y susceptibles de emerger aún en estados de
disminución de la conciencia. Sobre su gran importancia y su
base metapsicológica hemos hablado ya en otro contexto.
Pueden proceder de distintos lugares y poseer así cualidades
diversas y hasta contrarias.
Las
sensaciones de carácter placiente no presentan de por sí
ningún carácter perentorio. No así las displacientes, que
aspiran a una modificación y a una descarga, razón por la
cual interpretamos el displacer como una elevación y el
placer como una disminución de la carga de energía.
Si
en el curso de los procesos anímicos consideramos aquello que
se hace consciente en calidad de placer y displacer como un
"algo" cualitatitativa y cuantitativamente especial,
surge la cuestión de si este "algo" puede hacerse
consciente permaneciendo en su propio lugar, o, por el
contrario, tiene que ser llevado antes al sistema P.
La
experiencia clínica testimonia en favor de esto último y nos
muestra que dicho "algo" se comporta como un impulso
reprimido. Puede desarrollar energías sin que el yo advierta
la coerción, y sólo una resistencia contra tal coerción o
una interrupción de la reacción de descarga lo hacen
consciente en el acto como displacer. Lo mismo que las
tensiones provocadas por la necesidad, puede también
permanecer inconsciente el dolor, término medio entre la
percepción externa y la interna, que se conduce como una
percepción interna aun en aquellos casos en los que tiene su
causa en el mundo exterior. Resulta, pues, que también las
sensaciones y los sentimientos tienen que llegar al sistema P.
para hacerse conscientes, y cuando encuentran cerrado el
camino de dicho sistema, no logran emerger como tales
sensaciones o sentimientos. Sintéticamente y en forma no del
todo correcta, hablamos entonces de sensaciones inconscientes,
equiparándolas, sin una completa justificación, a las
representaciones inconscientes. Existe, en efecto, la
diferencia de que para llevar a la conciencia una representación
inconsciente es preciso crear antes miembros de enlace, cosa
innecesaria en las sensaciones, las cuales progresan
directamente hacia ella. O dicho de otro modo: la diferenciación
de Cc. y Prec. carece de sentido por lo que respecta a las
sensaciones, que no pueden ser sino conscientes o
inconscientes. Incluso cuando se hallan enlazadas a
representaciones verbales no deben a éstas su acceso a la
conciencia, sino que llegan a ella directamente.
Vemos
ahora claramente el papel que desempeñan las representaciones
verbales. Por medio de ellas quedan convertidos los procesos
mentales interiores en percepciones. Es como si hubiera de
demostrar el principio de que todo conocimiento procede de la
percepción externa. Dada una sobrecarga del pensamiento, son
realmente percibidos los pensamientos -como desde fuera- y
tenidos así por verdaderos.
Después
de esta aclaración de las relaciones entre la percepción
externa e interna y el sistema superficial P-Cc., podemos
pasar a formarnos una idea del yo. Lo vemos emanar, como de su
nódulo, del sistema P. y comprender primeramente lo Prec.,
inmediato a los restos mnémicos. Pero el yo es también, como
ya sabemos, inconsciente.
Ha
de sernos muy provechoso, a mi juicio,. seguir la invitación
de un autor, que por motivos personales declara en vano no
tener nada que ver con la ciencia, rigurosa y elevada. Me
refiero a G. Groddeck, el cual afirma siempre que aquello que
llamamos nuestro yo se conduce en la vida pasivamente y que,
en vez de vivir, somos "vividos" por poderes ignotos
e invencibles. Todos hemos experimentado alguna vez esta
sensación, aunque no nos haya dominado hasta el punto de
hacernos excluir todas las demás, y no vacilamos en asignar a
la opinión de Groddeck un lugar en los dominios de la
ciencia. Por mi parte, propongo tenerla en cuenta, dando el
nombre de yo al ente que emana del sistema P, y es primero
preconsciente, y el de ello, según lo hace Groddeck, a lo psíquico
restante ‑inconsciente‑, en lo que dicho yo se
continúa.
Pronto
hemos de ver si esta nueva concepción ha de sernos útil para
nuestros fines descriptivos. Un individuo es ahora, para
nosotros, un ello psíquico desconocido e inconsciente, en
cuya superficie aparece el yo, que se ha desarrollado
partiendo del sistema P., su nódulo. El yo no vuelve por
completo al ello, sino que se limita a ocupar una parte de su
superficie, esto es, la constituida por el sistema P., y
tampoco se halla precisamente separado de él, pues confluye
con él en su parte inferior.
Pero
también lo reprimido confluye con el ello hasta el punto de
no constituir sino una parte de él. En cambio, se halla
separado del yo por las resistencias de la represión, y sólo
comunica con él a través del ello. Reconocemos en el acto
que todas las diferenciaciones que la Patología nos ha
inducido a establecer se refieren tan sólo a los estratos
superficiales del aparato anímico, únicos que conocemos.
Todas
estas circunstancias quedan gráficamente representadas en el
dibujo siguiente, cuya significación es puramente
descriptiva. Como puede verse en él, y según el testimonio
de la anatomía del cerebro, lleva el yo, en uno solo de sus
lados, un "receptor acústico".
Fácilmente
se ve que el yo es una parte del ello modificada por la
influencia del mundo exterior, transmitido por el P
‑Cc., o sea, en cierto modo, una continuación de la
diferenciación de las superficies. El yo se esfuerza en
transmitir a su vez al ello, por el principio del placer, que
reina sin restricciones en el ello, por el principio de la
realidad. La percepción es para el yo lo que para el ello el
instinto. El yo representa lo que pudiéramos llamar la razón
o la reflexión, opuestamente al ello, que contiene las
pasiones.
La
importancia funcional del yo reside en el hecho de regir
normalmente los accesos a la movilidad. Podemos, pues,
compararlo, en su relación con el ello, al jinete que rige y
refrena la fuerza de su cabalgadura, superior a la suya, con
la diferencia de que el jinete lleva esto a cabo con sus
propias energías, y el yo, con energías prestadas. Pero así
como el jinete se ve obligado alguna vez a dejarse conducir a
donde su cabalgadura quiere, también el yo se nos muestra
forzado en ocasiones a transformar en acción la voluntad del
ello, como si fuera la suya propia.
En
la génesis del yo, y en su diferenciación del ello, parece
haber actuado aún otro factor distinto de la influencia del
sistema P. El propio cuerpo, y, sobre todo, la superficie del
mismo, es un lugar del cual pueden partir simultáneamente
percepciones, externas e internas. Es objeto de la visión,
como otro cuerpo cualquiera; pero produce al tacto dos
sensaciones, una de las cuales puede equipararse a una
percepción interna. La Psicofisiología ha aclarado ya
suficientemente la forma en la que el propio cuerpo se destaca
del mundo de las percepciones. También el dolor parece
desempeñar en esta cuestión un importante papel, y la forma
en que adquirimos un nuevo conocimiento de nuestros órganos
cuando padecemos una dolorosa enfermedad constituye quizá el
prototipo de aquella en la que llegamos a la representación
de nuestro propio cuerpo.
El
yo es, ante todo, un ser corpóreo, y no sólo un ser
superficial, sino incluso la proyección de una superficie. Si
queremos encontrarle una analogía anatómica, habremos de
identificarlo con el "homúnculo cerebral" de los
anatómicos, que se halla cabeza abajo sobre la corteza
cerebral, tiene los pies hacia arriba, mira hacia atrás y
ostenta, a la izquierda, la zona de la palabra.
La
relación del yo con la conciencia ha sido ya estudiada por
nosotros repetidas veces, pero aún hemos de describir aquí
algunos hechos importantes. Acostumbrados a no abandonar nunca
el punto de vista de una valoración ética y social, no nos
sorprende oír que la actividad de las pasiones más bajas se
desarrolla en lo inconsciente, y esperamos que las funciones
anímicas encuentren tanto más seguramente acceso a la
conciencia cuanto más elevado sea el lugar que ocupen en
dicha escala de valores. Pero la experiencia psicoanalítica
nos demuestra que la esperanza es infundada. Por un lado
tenemos pruebas de que incluso una labor intelectual, sutil y
complicada, que exige, en general, intensa reflexión, puede
ser también realizada preconscientemente sin llegar a la
conciencia. Este fenómeno se da, por ejemplo, durante el
estado de reposo y se manifiesta en que el sujeto despierta
sabiendo la solución de un problema matemático o de otro género
cualquiera vanamente buscada durante el día anterior.
Pero
hallamos aún otro caso más singular. En nuestro análisis
averiguamos que hay personas en las cuales la autocrítica y
la conciencia moral -o sea funciones anímicas-, a las que se
concede un elevado valor, son inconscientes y producen, como
tales, importantísimos efectos.
Así,
pues, la inconsciencia de la resistencia en el análisis no es
en ningún modo la única situación de ese género. Pero el
nuevo descubrimiento, que nos obliga, a pesar de nuestro mejor
conocimiento crítico, a hablar de un sentimiento inconsciente
de culpabilidad, nos desorienta mucho más, planteándonos
nuevos enigmas, sobre todo cuando observamos que en un gran número
de neuróticos desempeña dicho sentimiento un papel económicamente
decisivo y opone considerables obstáculos a la curación. Si
queremos ahora volver a nuestra escala de valores, habremos de
decir que no sólo lo más bajo, sino también lo más
elevado, puede permanecer inconsciente. De este modo parece
demostrársenos lo que antes dijimos del yo, o sea que es ante
todo un ser corpóreo.
2.
El yo y el super‑yo (ideal de yo)
Si
el yo no fuera sino una parte del ello modificada por la
influencia del sistema de las percepciones, o sea, el
representante del mundo exterior, real en lo anímico, nos
encontraríamos ante un estado de cosas harto sencillo. Pero
hay aún algo más.
Los
motivos que nos han llevado a suponer la existencia de una
fase especial del yo, o sea una diferenciación dentro del
mismo yo, a la que damos el nombre de super-yo o ideal del yo,
han quedado ya expuestos en otros lugares. Estos motivos
continúan en pie. La novedad que precisa una aclaración es
la que esta parte del yo presenta una conexión menos firme
con la conciencia.
Para
llegar a tal aclaración hemos de volver antes sobre nuestros
pasos. Explicamos el doloroso sufrimiento de la melancolía,
estableciendo la hipótesis de una reconstrucción en el yo
del objeto perdido; esto es, la sustitución de una carga de
objeto por una identificación. Pero no llegamos a darnos
cuenta de toda la importancia de este proceso ni de lo
frecuente y épico que era. Ulteriormente hemos comprendido
que tal sustitución participa considerablemente en la
estructuración del yo y contribuye, sobre todo, a la formación
de aquello que denominamos su carácter.
Originariamente,
en la fase primitiva oral del individuo, no es posible
diferenciar la cara de objeto de la identificación. Más
tarde sólo podemos suponer que las caras de objeto parten del
yo, el cual siente como necesidades las aspiraciones eróticas.
El yo, débil aún al principio, recibe noticia de las cargas
de objeto, y las aprueba o intenta rechazarlas por medio del
proceso de la represión.
Cuando
tal objeto sexual ha de ser abandonado, surge frecuentemente
en su lugar aquella modificación del yo. Ignoramos aún las
circunstancias detalladas de esta sustitución. Es muy posible
que el yo facilite o haga posible, por medio de esta
introyección ‑que es una especie de regresión al
mecanismo de la fase oral‑, el abandono del objeto. O
quizá constituya fiesta identificación la condición precisa
para que el ello abandone sus objetos. De todos modos, es éste
un proceso muy frecuente en las primeras fases del desarrollo,
y puede llevarnos a la concepción de que el carácter del yo
es un residuo de las cargas de objeto abandonadas y contiene
la historia de tales elecciones de objeto. Desde luego,
habremos de reconocer que la capacidad de resistencia a las
influencias emanadas de la historia de las elecciones eróticas
de objeto varía mucho de unos individuos a otros,
constituyendo una escala, dentro de la cual el carácter del
sujeto admitirá o rechazará más o menos tales influencias.
En las mujeres de gran experiencia erótica creemos poder
indicar fácilmente los residuos que sus cargas de objeto han
dejado en su carácter. También puede exigir una
simultaneidad de la carga de objeto y la identificación, o
sea, una modificación del carácter antes del abandono del
objeto. En este caso, la modificación del carácter puede
sobrevivir a la relación con el objeto y conservarla en
cierto sentido.
Desde
otro punto de vista, observamos también que esta transmutación
de una elección erótica del objeto en una modificación del
yo es para el yo un medio de dominar al ello y hacer más
profundas sus relaciones con él, si bien a costa de una mayor
docilidad por su parte. Cuando el yo toma los rasgos del
objeto, se ofrece, por decirlo así, como tal al ello e
intenta compensarle la pérdida experimentada, diciéndole:
"Puedes amarme, pues soy parecido al objeto
perdido".
La
transformación de la libido objetiva en libido narcisista,
que aquí tiene efecto, trae consigo un abandono de los fines
sexuales, una desexualización, o sea, una especie de
sublimación, e incluso nos plantea la cuestión, digna de un
penetrante estudio, de si no será acaso éste el camino
general conducente a la sublimación, realizándose siempre
todo proceso de este género por la mediación del yo, que
transforma primero la libido objetiva sexual en libido
narcisista, para proponerle luego un nuevo fin. Más adelante
nos preguntaremos asimismo si esta modificación no puede
también tener por consecuencia otros diversos destinos de los
instintos; por ejemplo, una disociación de los diferentes
instintos, fundidos unos con otros.
No
podemos eludir una disgresión, consistente en fijar nuestra
atención por algunos momentos en las identificaciones
objetivas del yo. Cuando tales identificaciones llegan a ser
muy numerosas, intensas e incompatibles entre sí, se produce
fácilmente un resultado patológico. Puede surgir, en efecto,
una disociación del yo, excluyéndose las identificaciones
unas a otras por medio de resistencias. El secreto de los
casos llamados de personalidad múltiple reside, quizá, en
que cada una de tales identificaciones atrae a sí
alternativamente la, conciencia. Pero aún sin llegar a este
extremo surgen entre las diversas identificaciones, en las que
el yo queda disociado, conflictos que no pueden ser siempre
calificados de patológicos.
Cualquiera
que sea la estructura de la ulterior resistencia del carácter
contra las influencias de las cargas de objeto abandonadas,
los efectos de las primeras identificaciones, realizadas en la
más temprana edad, son siempre generales y duraderos. Esto
nos lleva a la génesis del ideal del yo, pues detrás de él
se oculta la primera y más importante identificación del
individuo, o sea, la identificación con el padre. Esta
identificación no parece constituir el resultado o desenlace
de una carga de objeto, pues es directa e inmediata y anterior
a toda carga de objeto. Pero las elecciones de objeto
pertenecientes al primer periodo sexual, y que recaen sobre el
padre y la madre, parecen tener como desenlace normal tal
identificación e intensificar así la identificación
primaria.
De
todos modos, son tan complicadas estas relaciones, que se nos
hace preciso describirlas más detalladamente. Esta complicación
depende de dos factores: de la disposición triangular de la
relación de Edipo y de la bi-sexualidad constitucional del
individuo.
El
caso más sencillo toma en el niño la siguiente forma: el niño
lleva a cabo muy tempranamente una carga de objeto, que recae
sobre la madre y tiene su punto de partida en el seno materno.
Del padre se apodera el niño por identificación. Ambas
relaciones marchan paralelamente durante algún tiempo, hasta
que, por la intensificación de los deseos sexuales orientados
hacia la madre y por la percepción de que el padre es un obstáculo
opuesto a la realización de tales deseos, surge el complejo
de Edipo. La identificación con el padre toma entonces un
matiz hostil y se transforma en el deseo de suprimir al padre
para sustituirle cerca de la madre. A partir de aquí se hace
ambivalente con respecto al padre y la tierna aspiración
hacia la madre considerada como objeto integran para el niño
el contenido del complejo de Edipo simple, positivo.
Al
llegar a la destrucción del complejo de Edipo tiene que ser
abandonada la carga de objeto de la madre, y en su lugar surge
una identificación con la madre o queda intensificada la
identificación con el padre. Este último resultado es el que
consideramos como normal, y permite la conservación de la
relación cariñosa con la madre. El naufragio del complejo de
Edipo afirmaría así la masculinidad en el carácter del niño.
En forma totalmente análoga puede terminar el complejo de
Edipo en la niñez por una intensificación de su identificación
con la madre (o por el establecimiento de tal identificación),
que afirma el carácter femenino del sujeto.
Estas
identificaciones no corresponden a nuestras esperanzas, pues
no introducen en el yo al objeto abandonado; pero también
este último desenlace es frecuente y puede observarse con
mayor facilidad en la niña que en niño. El análisis nos
muestra muchas veces que la niña, después de haberse visto
obligada a renunciar al padre como objeto erótico,
exterioriza los componentes masculinos de su bisexualidad
constitucional y se identifica no ya con la madre, sino con el
padre, o sea con el objeto perdido. Esta identificación
depende, naturalmente, de la necesidad de sus disposiciones
masculinas, cualquiera que sea la naturaleza de éstas.
El
desenlace del complejo de Edipo en una identificación con el
padre o con la madre parece, pues, depender en ambos sexos de
la energía relativa de las dos disposiciones sexuales. Esta
es una de las formas en las que la bisexualidad interviene en
los destinos del complejo de Edipo. La otra forma es aún más
importante. Experimentamos la impresión de que el complejo de
Edipo simple no es, ni con mucho, el más frecuente, y, en
efecto, una investigación más penetrante nos descubre casi
siempre el complejo de Edipo completo, que es un complejo
doble, positivo y negativo, dependiente de la bisexualidad
originaria del sujeto infantil. Quiere esto decir que el niño
no presenta tan sólo una actitud ambivalente con respecto al
padre y una elección tierna de objeto con respecto a la
madre, sino que se conduce al mismo tiempo como una niña,
presentando la actitud cariñosa femenina para con su padre y
la actitud correlativa, hostil y celosa para con su madre.
Esta intervención de la bisexualidad es la que hace tan difícil
llegar al conocimiento de las elecciones de objeto e
identificaciones primitivas y tan complicada su descripción.
Pudiera suceder también que la ambivalencia, comprobada en la
relación del sujeto infantil con los padres, dependiera
exclusivamente de la bisexualidad, no siendo desarrollada de
la identificación, como antes expusimos, por la rivalidad.
A
mi juicio, obraremos acertadamente aceptando, en general, y
sobre todo en los neuróticos, la existencia del complejo de
Edipo completo. La investigación psicoanalítica nos muestra
que en un gran número de casos desaparece uno de los
componentes de dicho complejo, quedando sólo huellas apenas
visibles. Queda así establecida una serie, en uno de cuyos
extremos se halla el complejo de Edipo normal, positivo, y en
el otro, el invertido, negativo, mientras que los miembros
intermedios nos revelan la forma completa de dicho complejo,
con distinta participación de sus dos componentes. En el
naufragio del complejo de Edipo se combinan de tal modo sus
cuatro tendencias integrantes, que dan nacimiento a una
identificación con el padre y a una identificación con la
madre. La identificación con el padre conservará el objeto
materno del complejo positivo y sustituirá simultáneamente
al objeto paterno del complejo invertido. Lo mismo sucederá, mutatis
mutandis, con la identificación con la madre. En la
distinta intensidad de tales identificaciones se reflejará la
desigualdad de las dos disposiciones sexuales.
De
este modo podemos admitir como resultado general de la fase
sexual dominada por el complejo de Edipo la presencia en el yo
de un residuo consistente en el establecimiento de estas dos
identificaciones enlazadas entre sí. Esta modificación del
yo conserva su significación especial y se opone al contenido
restante del yo en calidad ideal del yo o super-yo.
Pero
el super-yo no es simplemente un residuo de las primeras
elecciones de objeto del ello, sino también una enérgica
formación reactiva contra las mismas. Su relación con el yo
no se limita a la advertencia: "Así -como el padre-
debes ser", sino que comprende también la prohibición:
"Así -como el padre- no debes ser: no debes hacer todo
lo que él hace, pues hay algo que le está exclusivamente
reservado". Esta doble faz del ideal del yo depende de su
anterior participación en la represión del complejo de
Edipo, e incluso debe su génesis a tal represión. Este
proceso represivo no fue nada sencillo. Habiendo reconocido en
los padres, especialmente en el padre, el obstáculo opuesto a
la realización de los deseos integrados en dicho complejo,
tuvo que robustecerse el yo para llevar a cabo su represión,
creando en sí mismo tal obstáculo. La energía necesaria
para ello hubo de tomarla prestada del padre, préstamo que
trae consigo importantísimas consecuencias. El super-yo
conservará el carácter del padre, y cuanto mayores fueron la
intensidad del complejo de Edipo y la rapidez de su represión
(bajo las influencias de la autoridad, la religión, la enseñanza
y las lecturas), más severamente reinará después sobre el
yo como conciencia moral, o quizá como sentimiento
inconsciente de culpabilidad. En páginas ulteriores
expondremos de dónde sospechamos que extrae el super‑yo
la fuerza necesaria para ejercer tal dominio, o sea, el carácter
coercitivo que se manifiesta como imperativo categórico.
Esta
génesis del super‑yo constituye el resultado de dos
importantísimos factores biológicos: de la larga indefensión
y dependencia infantil del hombre y de su complejo de Edipo,
al que hemos relacionado ya con la interrupción del
desarrollo de la libido por el periodo de la latencia, o sea,
con la división en dos fases de la vida sexual humana. Esta
última particularidad, que creemos específicamente humana,
ha sido definida por una hipótesis psicoanalítica como una
herencia correspondiente a la evolución hacia la cultura
impuesta por la época glacial. La génesis del
super‑yo, no es, ciertamente, nada casual, pues
representa los rasgos más importantes del desarrollo
individual y de la especie. Creando una expresión duradera de
la influencia de los padres eterniza la existencia de aquellos
momentos a los que la misma debe su origen.
Se
ha acusado infinitas veces al psicoanálisis de desatender la
parte moral, elevada y suprapersonal del hombre. Pero este
reproche es injusto, tanto desde el punto de vista histórico
como desde el punto de vista metodológico. Lo primero, porque
se olvida que nuestra disciplina adscribió desde el primer
momento a las tendencias morales y estéticas del yo el
impulso a la represión. Lo segundo, porque no se quiere
reconocer que la investigación psicoanalítica no podía
aparecer, desde el primer momento, como un sistema filosófico
provisto de una completa y acabada construcción teórica,
sino que tenía que abrirse camino paso a paso por medio de la
descomposición analítica de los fenómenos, tanto normales
como anormales, hacia la inteligencia de las complicaciones anímicas.
Mientras nos hallábamos entregados al estudio de lo reprimido
en la vida psíquica, no necesitábamos compartir la
preocupación de conservar intacta la parte más elevada del
hombre. Ahora que osamos aproximarnos al análisis del yo,
podemos volvernos a aquellos que, sintiéndose heridos en su
conciencia moral, han propugnado la existencia de algo más
elevado en el hombre y responderles: "Ciertamente, y este
elevado ser es el ideal del yo o super‑yo, representación
de la relación del sujeto con sus progenitores". Cuando
niños, hemos conocido, admirado y temido a tales seres
elevados y, luego, los hemos acogido en nosotros mismos.
El
ideal del yo es, por tanto, el heredero del complejo de Edipo,
y con ello, la expresión de los impulsos más poderosos del
ello, y de los más importantes destinos de su libido. Por
medio de su creación se ha apoderado el yo del complejo de
Edipo y se ha sometido simultáneamente al ello. El super-yo,
abogado del mundo interior, o sea, del ello, se opone al yo,
verdadero representante del mundo exterior o de la realidad.
Los conflictos entre el yo y el ideal reflejan, pues, en último
término, la antítesis de lo real y lo psíquico, del mundo
exterior y el interior.
Todo
lo que la Biología y los destinos de la especie humana han
creado y dejado en el ello es tomado por el yo en la formación
de su ideal y vivido de nuevo en él individualmente. El ideal
del yo presenta, a consecuencia de la historia de su formación,
una amplia relación con las adquisiciones filogénicas del
individuo, o sea, con su herencia arcaica. Aquello que en la
vida psíquica individual ha pertenecido a lo más bajo es
convertido por la formación del ideal en lo más elevado del
alma humana, conforme siempre a nuestra escala de valores.
Pero sería un esfuerzo inútil querer localizar el ideal del
yo, aunque sólo fuera de un modo análogo a como hemos
localizado el yo, o adaptarlo a una de las comparaciones por
medio de las cuales hemos intentado reproducir la relación
entre el yo y el ello.
No
es difícil mostrar que el ideal del yo satisface todas
aquellas exigencias que se plantean en la parte más elevada
del hombre. Contiene, en calidad de sustitución de la
aspiración hacia el padre, el nódulo del que han partido
todas las religiones. La convicción de la comparación del yo
con su ideal da origen a la religiosa humanidad de los
creyentes. En el curso sucesivo del desarrollo queda
transferido a los maestros y a aquellas otras personas que
ejercen autoridad sobre el sujeto el papel de padre, cuyos
mandatos y prohibiciones conservan su eficiencia en el yo
ideal y ejercen ahora, en calidad de conciencia, la censura
moral.
La
tensión entre las aspiraciones de la conciencia y los
rendimientos del yo es percibida como sentimiento de
culpabilidad. Los sentimientos sociales reposan en
identificaciones con otros individuos basados en el mismo
ideal del yo.
La
religión, la moral y el sentimiento social -contenidos
principales de la parte más elevada del hombre- constituyeron
primitivamente una sola cosa. Según la hipótesis que
expusimos en Tótem y tabú, fueron desarrollados filogénicamente
del complejo paterno; la religión y la moral, por el
sojuzgamiento del complejo de Edipo propiamente dicho, y los
sentimientos sociales, por el obligado vencimiento de la
rivalidad ulterior entre los miembros de la joven generación.
En todas estas adquisiciones moral les parece haberse
adelantado el sexo masculino, siendo transmitido después, por
herencia cruzada, al femenino. Todavía actualmente nacen en
el individuo los sentimientos sociales por superposición a
los sentimientos de rivalidad del sujeto con sus hermanos. La
imposibilidad de satisfacer estos asentimientos hostiles hace
surgir una identificación con los rivales. Observaciones
realizadas en sujetos homosexuales justifican la sospecha de
que también esta identificación es un sustitutivo de la
elección cariñosa de objeto, que reemplaza a la disposición
agresiva hostil.
Al
hacer intervenir la filogénesis se nos plantean nuevos
problemas, cuya solución quisiéramos eludir; pero hemos de
intentarla, aunque tememos que tal tentativa ha de revelar la
insuficiencia de nuestros esfuerzos. ¿Fue el yo o el ello de
los primitivos lo que adquirió la moral y la religión, privándolas
del complejo paterno? Si fue el yo, ¿por qué no hablamos
sencillamente de una herencia dentro de él? Y si fue el ello,
¿cómo conciliar tal hecho con su carácter? ¿Será, quizá,
equivocado extender la diferenciación antes realizada en yo,
ello y super‑yo a épocas tan tempranas? Por último, ¿no
sería acaso mejor confesar honradamente que toda nuestra
concepción de los procesos del yo no aclara en nada la
inteligencia de la filogénesis ni puede ser aplicada a este
fin?
Daremos
primero respuesta a lo más fácil. No sólo en los hombres
primitivos, sino en organismos aún más sencillos nos es
preciso reconocer la existencia de un yo y un ello, pues esta
diferenciación es la obligada manifestación de la influencia
del mundo exterior. Hemos derivado precisamente el super-yo de
aquellos sucesos que dieron origen al totemismo. La
interrogación de si fue el yo o el ello lo que llego a hacer
las adquisiciones citadas queda, pues, resuelta en cuanto
reflexionamos que ningún suceso exterior puede llegar al ello
sino por mediación del yo, que representa en él al mundo
exterior. Pero no podemos hablar de una herencia directa
dentro del yo. Se abre aquí el abismo entre el individuo real
y el concepto de la especie. Tampoco debemos suponer demasiado
rígida la diferencia entre el yo y el ello, olvidando que el
yo no es sino una parte del ello especialmente diferenciada.
Los sucesos del yo parecen, al principio, no ser susceptibles
de constituir una herencia; pero cuando se repiten con
frecuencia e intensidad suficientes en individuos de
generaciones sucesivas, se transforman, por decirlo así, en
sucesos del ello, cuyas impresiones quedan conservadas
hereditariamente. De este modo abriga el ello en sí
innumerables existencias del yo, y cuando el yo extrae del
ello su super-yo, no hace, quizá, sino resucitar antiguas
formas del yo.
La
histeria de la génesis del super-yo nos muestra que los
conflictos antiguos del yo, con las cargas objeto del ello,
pueden continuar transformados en conflictos con el super-yo,
heredero del ello. Cuando el yo no ha conseguido por completo
el sojuzgamiento del complejo de Edipo, entra de nuevo en
actividad su energía de carga, procedente del ello, actividad
que se manifiesta en la formación reactiva del ideal del yo.
La amplia comunicación del ideal del yo con los sentimientos
instintivos inconscientes nos explica el enigma de que el
ideal pueda permanecer en gran parte inconsciente e
inaccesible al yo. El combate que hubo de desarrollarse en los
estratos más profundos del aparato anímico -y al que la rápida
sublimación e identificación impidieron llegar a su
desenlace- se continúa ahora en una región más elevada.
SIGMUND
FREUD (1973): El yo y el
ello, Alianza, Madrid, pp. 13-31.
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teoría clásica de las élites: Robert Michels
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