Titulo: Lecturas de teoría
sociológica clásica
Profesor: Mario Domínguez Sánchez
Departamento de Sociología V/Teoría Sociológica
Curso 2001-2002
TEMA
11. El
problema de la comunidad: Fréderic Le Play y Ferdinand
Tönnies
TEMA 12. La
institucionalización de la sociología: Émile Durkheim
TEMA 13. La
sociología formal: Georg Simmel
TEMA 14. La
sociología comprensiva: Max Weber
TEMA 15. Socialización
e internalización: Sigmund Freud
TEMA 16. La
teoría clásica de las élites: Robert Michels
TEMA 17. La
escuela de Chicago I
Charles Horton
Cooley: Organización social
William Isaac
Thomas: El campesino polaco en Europa y América
TEMA 18. La
escuela de Chicago II:
George Herbert Mead
TEMA 19.
El funcionalismo
antropológico
Bronislaw
Malinowski: Crimen y costumbre en la sociedad
salvaje
A. R. Radcliffe
Brown: Estructura y función en la sociedad
primitiva
Tema 16. La
teoría clásica de las élites: Robert Michels
Los
partidos políticos
2.
La necesidad de liderazgo que experimenta la masa
Un
distinguido dramaturgo francés que dedicó su tiempo libre
a escribir estudios en prosa relativos a graves cuestiones
sociales, Alejandro Dumas, hijo, observó una vez que todos
los progresos humanos, en su comienzo, habían sido
resistidos por el noventa y nueve por ciento de la
humanidad. «Pero esto carece de importancia, si advertimos
que el centésimo, al cual pertenecemos nosotros, desde el
comienzo del mundo ha realizado todas las reformas para los
otros noventa y nueve, que hoy las disfrutan, pero, sin
embargo, siguen protestando contra las reformas que quedan
por hacer.» En otro pasaje agrega: «Las mayorías son solo
la ,prueba de lo que existe» en tanto que «las minorías
suelen ser la simiente de lo que vendrá».
No
hay exageración al afirmar que entre los ciudadanos que
gozan de derechos políticos, el número de los que tienen
un interés vital por las cuestiones públicas es
insignificante. En la mayor parte de los seres humanos, el
sentido de una relación íntima entre lo bueno para el
individuo y lo bueno para la colectividad está muy poco
desarrollado. Casi toda la gente está privada de la
capacidad de comprender las acciones y reacciones entre ese
organismo que llamamos el Estado, y sus intereses privados,
su prosperidad y su vida. Como lo expresa De Tocqueville,
para ellos es mucho más importante considerar «si vale la
pena que pase una carretera a través de su campo»,[2]
que interesarse en la labor general de la administración pública.
Los más, con Stirner, se conforman con gritar al Estado:
«¡Apártate y no me quites el sol!» Stirner se burla de
todos aquellos que, de acuerdo con la opinión de Kant,
pregonan a la humanidad el deber sagrado» de interesarse en
los asuntos públicos. «Dejemos que quienes tienen
intereses personales en los cambios políticos se preocupen
por ellos. Ni ahora ni en ningún momento futuro será un
"deber sagrado" hacer que la gente se preocupe por
el Estado, como tampoco es "deber sagrado' que lleguen
a ser hombres de ciencia, artistas, etc. Únicamente el egoísmo
puede incitar a la gente a interesarse en los asuntos públicos,
y la incitará realmente... cuando las cosas lleguen a ser
muchísimo peores.»[3]
En la
vida de los partidos democráticos modernos podemos observar
signos de similar indiferencia. Solo una minoría participa
de las decisiones partidarias, y a veces esa minoría es de
una pequeñez rayana en lo ridículo. Las resoluciones más
importantes adoptadas por el más democrático de todos los
partidos ‑el partido socialista- emanan siempre de un
puñado de sus miembros. Es verdad que la renuncia al
ejercicio de los derechos democráticos es voluntaria,
excepto en aquellos casos ‑bastante comunes‑ en
que la participación activa de la masa organizada, en la
vida partidaria, aparece obstaculizada por las condiciones
geográficas o topográficas. En general, la parte urbana de
la organización es la que decide todo; las obligaciones de
los miembros que viven en distritos campesinos o en remotas
ciudades de provincia son muy limitadas; solo se espera de
ellos que paguen sus suscripciones y voten durante las
elecciones en favor de los candidatos elegidos por la
organización de la gran ciudad. Aquí pesa la influencia de
las consideraciones tácticas, tanto como la de las
condiciones locales. La preponderancia de los hombres de :la
ciudad sobre los dispersos miembros campesinos corresponde a
la necesidad de rapidez en la decisión y velocidad en la
acción, a las cuales hemos aludido en un capítulo
anterior.
Dentro
de las grandes ciudades ocurre un proceso de selección
espontánea, en virtud del cual se segregan de la masa
organizada cierto número de miembros que participan con más
diligencia que otros en la tarea de la organización. Este
grupo interior se compone, como el de los piadosos
asistentes a las iglesias, de dos categorías muy
diferentes: la de quienes están animados por un claro
sentido del deber, y la de quienes asisten por una mera
cuestión de hábito. En todos los países el número de
este círculo interior es relativamente pequeño. La mayoría
de los miembros es tan indiferente a la organización como
lo es la mayoría de los electores respecto del parlamento.
Aun en países como Francia, donde la educación política
colectiva es de antigua data, la mayoría renuncia a toda
participación activa en las cuestiones tácticas y
administrativas, y las deja en manos del pequeño grupo que
tiene por costumbre asistir a las reuniones. Las grandes
luchas que tienen lugar entre los líderes, en apoyo de uno
u otro método táctico, luchas por la primacía dentro del
partido, en realidad, aunque emprendidas en el nombre del
marxismo, el reformismo o el sindicalismo, no solo están
fuera de la comprensión de la masa, sino que la dejan
totalmente indiferente. Es fácil observar en casi todos los
países, que es muchísimo mayor la audiencia de las
reuniones convocadas para discutir cuestiones del momento,
ya sean políticas, sensacionales o sentimentales (tales
como la protección, un ataque al gobierno, la revolución
rusa, etc.), o las que debaten cuestiones de interés
general (el descubrimiento del polo norte, la higiene
personal, el espiritualismo), aun cuando estén reservadas a
miembros del partido, que las reuniones destinadas a debatir
cuestiones tácticas o teóricas, aunque éstas tengan
importancia vital para la doctrina o para ;la organización.
El autor sabe esto por experiencia personal en tres grandes
ciudades típicas: París, Francfort del Main y Turín. A
pesar de las diferencias de ambiente, en cada uno de estos
tres centros era observable la misma indiferencia hacia los
asuntos partidarios y el mismo ausentismo a las reuniones
ordinarias. La gran mayoría de los miembros no asistía a
las reuniones a menos que hablara en ellas algún orador de
nota, o a menos que resonara algún grito de batalla muy
notable que los atrajera, tales como A bas la vie chére!,
en Francia, o «!Abajo el gobierno personalista!», en
Alemania. También era posible lograr una reunión muy
concurrida con proyecciones de cine o con una conferencia
científica popular ilustrada con diapositivas. En resumidas
palabras, los afiliados tienen una debilidad por todo lo que
se dirige a sus ojos, y con tales espectáculos siempre será
posible atraer a una multitud de papamoscas.
Cabe
agregar que los asistentes regulares a las reuniones públicas
y a los comités, en modo alguno son siempre proletarios,
especialmente en lo que se refiere a los centros menores.
Cuando terminan su jornada de trabajo, los proletarios solo
piensan en descansar, y en meterse en la cama temprano.
Quienes ocupan sus lugares en las reuniones son los pequeños
burgueses, los que entran para vender sus diarios o
postales, los empleados, los intelectuales jóvenes y que aún
no se han hecho una posición dentro de su propio círculo,
gente gustosa de que se la considere como auténticos
proletarios, y miembros de la gloriosa clase del futuro.
En
la vida partidaria ocurre lo mismo que ocurre en el Estado.
En ambos, la exigencia de apoyo monetario tiene fundamentos
coercitivos, pero el sistema electoral no cuenta con
sanciones establecidas. Existe un derecho electoral, pero no
un deber electoral. Mientras este deber no se sobreponga al
derecho, parece probable que solo una pequeña minoría
seguirá haciendo uso del derecho renunciado voluntariamente
por la mayoría, y que la minoría dictará siempre las
leyes para la masa indiferente y apática. La consecuencia
es que, en los agrupamientos políticos de la democracia, la
participación en la vida partidaria adquiere un aspecto
escalonado. La gran masa de electores constituye la extensa
base; sobre ésta se superpone la masa enormemente menor de
miembros enrolados en el comité local del partido, que
representa quizás un décimo o quizá no más de una
treintava parte de los electores; encima de éstos, a su
vez, viene el número mucho más pequeño de los miembros
que asisten regularmente a las reuniones; luego viene el
grupo de funcionarios del partido; y por encima de todo,
constituido en parte por las mismas personas del grupo
anterior, el grupo de media docena de los miembros que
constituyen el comité ejecutivo. El poder efectivo está
aquí en razón inversa del número de quienes lo ejercen.
El diagrama de la página siguiente representa la democracia
práctica.[4]
Aunque
circunstancialmente proteste, la mayoría está en realidad
encantada de encontrar personas que se tomen la molestia de
atender las cuestiones. En la masa, y aun en la masa
organizada de los partidos laborales, existe una necesidad
inmensa de dirección y guía. Esta necesidad se acompaña
por un genuino culto de los líderes, considerados héroes.
La despersonalización, esa roca contra la que han zozobrado
tantas reformas importantes en todos los tiempos, tiende a
aumentar ahora en lugar de disminuir, lo que se explica por
la división del trabajo mal entendida en la sociedad
civilizada moderna, lo que hace cada vez más imposible
abarcar en una sola mirada la totalidad de la organización
política del Estado y su mecanismo, cada vez más
complicado. A esta despersonalización se agregan,
especialmente en los partidos populares, diferencias
profundas de cultura y educación entre los miembros, las
que infunden una tendencia dinámica permanentemente
creciente a esa necesidad de liderazgo que experimentan las
masas.
Comisión
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Funcionarios
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Habitués
a
las reuniones
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Miembros
enrolados
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|
La
tendencia se manifiesta en los partidos políticos de todos
los países. Es verdad que su intensidad varía entre una
nación y otra, de acuerdo con las contingencias de carácter
histórico, o con las influencias de la psicología facial.
El pueblo alemán, en especial, exhibe un grado notable de
necesidad de que alguien señale el camino e imparta órdenes.
Esta peculiaridad, común a todas las clases, sin exceptuar
al proletariado proporciona el terreno psicológico sobre el
cual puede florecer una exuberante hegemonía directiva.
Entre los alemanes existen todas las precondiciones
necesarias para ese desarrollo: una predisposición psíquica
a la subordinación, un profundo instinto de disciplina; es
decir, la herencia total, (me hoy persiste de la influencia
del sargento instructor prusiano, con todas sus ventajas y
todos sus inconvenientes; además, una confianza en la
autoridad que linda con la ausencia completa de facultades
críticas. Únicamente los pobladores de la cuenca del Rin
tienen una individualidad algo más manifiesta, que
constituye, en cierta medida, la excepción de esta regla.
Los riesgos para con el espíritu democrático, propio de
esta peculiaridad del carácter germánico los conocía bien
Karl Marx. Aunque él mismo era líder partidario en el más
amplio sentido del término, y aunque estaba dotado en el más
alto grado de las condiciones necesarias para el liderazgo,
creyó necesario advertir a los obreros alemanes para que no
alentaran una concepción demasiado rígida en la organización.
En una carta de Marx a Schweitzer nos enteramos de que en
Alemania, donde los trabajadores están fiscalizados burocráticamente
desde que nacen, y tienen por eso una fe ciega en la
autoridad constituida, lo más necesario es enseñarles a
caminar solos.[5]
Esa
indiferencia, que en tiempos normales la masa acostumbra a
demostrar respecto de la vida política ordinaria, en
algunos casos llega a tener importancia particular, y a ser
un obstáculo para la extensión de la influencia del
partido. La multitud puede abandonar a los líderes en el
momento en que éstos están preparando una acción enérgica.
Esto ocurre aun en lo relativo a la organización de las
demostraciones de protesta. En el congreso socialista austríaco,
de Salzburgo, en 1904, el doctor Ellenbogen se lamentaba: «Siempre
me angustio cuando los líderes del partido emprenden
cualquier tipo de acción. Parece imposible despertar el
interés de los obreros aun en materias que uno pudiera
haber esperado que comprendieran. En la agitación contra
los nuevos esquemas militares, encontramos imposible
organizar reuniones de magnitud respetable.»[6]
En Sajonia, en 1895, ante el proyecto de restringir el
sufragio, es decir, limitar los derechos políticos de miles
de obreros, los líderes socialistas se esforzaron en vano
por suscitar una agitación general. Los intentos resultaron
estériles ante la apatía general de las masas. El lenguaje
de la prensa era inflamado; se distribuyeron millones de
panfletos; se convocaron ciento cincuenta reuniones de
protesta en el lapso de pocos días. Todo esto careció de
efecto. Falto una agitación genuina. Las reuniones,
especialmente en los distritos suburbanos, tuvieron
concurrencia muy escasa.[7]
Los líderes, y también el comité central y los
organizadores regionales, estaban abrumados de disgusto ante
la calma e indiferencia de la masa, que hacía imposible
toda agitación significativa.[8]
El fracaso del movimiento se debió a un error de omisión
por parte de los líderes. La masa no reconoció la
importancia de .la pérdida que iba a sufrir, porque los líderes
descuidaron señalarle todas sus consecuencias. Acostumbrada
a ser dirigida, la masa necesita una labor considerable de
preparación para poder ser puesta en movimiento. A falta de
esto, y cuando los líderes, de manera imprevista, hacen señales
que la masa no comprende, ésta no les presta atención.
La
prueba más notable de la debilidad orgánica de la masa la
vemos en la forma en que abandona el campo de batalla en
fuga desordenada, cuando se ve sin líderes en él momento
de la acción; parece no tener capacidad alguna de
reorganización instintiva, y es inútil, hasta que aparecen
nuevos capitanes capaces de reemplazar a los perdidos. El
fracaso de innumerables huelgas y agitaciones políticas es
fácil de explicar por la acción oportuna de las
autoridades, que han encarcelado a los líderes. Esta
experiencia es lo que ha dado origen a la opinión de que
los movimientos populares son, en general productos
artificiales, la obra de individuos aislados, calificados
como agitadores (agitators, aufwiegler, hetzer, meneurs,
sobillatori), y que basta suprimir a los agitadores para
dominar la agitación. Esta opinión se ve especialmente
favorecida por algunos conservadores de mente estrecha. Pero
esa idea solo muestra la incapacidad de quienes dicen
comprender la naturaleza íntima de las masas. En los
movimientos colectivos, con raras excepciones, el proceso es
natural y no «artificial». Por sobre todo es natural el
propio movimiento, cuya cabeza ocupa el líder, no por
propia iniciativa, por regla general, sino por la fuerza de
las circunstancias. No menos natural es el derrumbe súbito
de la agitación, tan pronto como al ejército es privado de
sus jefes.
La
necesidad de guía que experimenta la masa, y su incapacidad
para actuar cuando le falta una iniciativa de afuera y desde
arriba, impone, sin embargo, una pesada carga a los jefes.
Los líderes de los partidos democráticos modernos no
'llevan una vida de holganza. Sus cargos no son, en modo
alguno, prebendas, y han adquirido su supremacía a costa de
una tarea muy pesada. Su vida es de esfuerzo incesante. La
característica infatigable, tenaz y persistente de agitación,
del partido socialista, especialmente en Alemania, no decae
jamás como consecuencia de fracasos accidentales, ni
desaparece tampoco ante triunfos eventuales, y ha suscitado
con justicia la admiración aun de los críticos y
adversarios burgueses, lo que ningún otro partido ha
logrado hasta ahora imitar. En las organizaciones democráticas
la actividad del líder profesional es muy fatigosa, a
menudo mina la salud, y por lo general (a pesar de la división
del trabajo) es sumamente compleja. Debe sacrificar
constantemente su propia vitalidad en la lucha, y cuando las
razones de salud le obligan a alejarse de la actividad, no
tiene la libertad de hacerlo. Nunca declinan las demandas
sobre su persona. La masa tiene una pasión incurable por
los oradores distinguidos, por los hombres de gran renombre,
y si no puede obtenerlos insiste al menos en un diputado. En
los aniversarios y otras celebraciones tan gratas a las
masas democráticas, y generalmente durante las reuniones
electorales, llueven sobre la organización central reclamos
casi siempre del mismo tenor: «!Queremos un diputado!»
Además, los líderes deben asumir toda clase de tarea
literaria, y cuando son abogados deben dedicar su tiempo a
los múltiples procedimientos legales que tienen importancia
para el partido. Los líderes de las posiciones mas altas
viven entorpecidos por los cargos honoríficos que llueven
sobre ellos. Una de las características de los partidos
democráticos modernos es la acumulación de cargos. En el
partido socialista alemán no era raro que encontráramos a
la misma persona en e'1 ayuntamiento, en la dieta, v como
miembro del Reichstag o que, además de dos de estos cargos,
fuera director de un periódico, secretario de un gremio o
de una sociedad cooperativa. Cabe decir lo mismo de Bélgica,
de Holanda y de Italia. Todo esto reporta honores al líder,
le da poder sobre la masa, lo hace cada vez más
indispensable; pero supone también un aumento continuo de
trabajo, y puede causar la muerte prematura de quienes no
tengan una constitución excepcionalmente fuerte.
3.
La gratitud política de las masas
Además
de la indiferencia política de las masas y de su necesidad
de guía, hay otro factor, de aspecto moral más importante,
que contribuye a la supremacía del líder: es la gratitud
que experimenta la multitud hacia quienes hablan o escriben
en su defensa. Los líderes adquieren fama como defensores y
consejeros del pueblo; y mientras la masa concurre
cotidianamente a su labor, indispensable desde el punto de
vista económico, los líderes, por amor a la causa, a
menudo deben sufrir persecución, prisión y exilio.
Estos
hombres, que a menudo han adquirido una aureola de santidad
y martirio, solo piden una retribución por sus servicios:
gratitud. A veces este pedido de gratitud encuentra expresión
escrita. Entre las propias masas el sentimiento de gratitud
es muy grande. Si de vez en cuando encontramos excepciones a
esta regla, si las masas exteriorizan la más negra
ingratitud hacia sus líderes elegidos, podemos estar bien
seguros de que en esas ocasiones hay un drama de celos bajo
la superficie. Hay una lucha demagógica, fiera, enmascarada
y obstinada, entre un líder y otro; y la masa tiene que
intervenir en esta lucha, y decidir entre los adversarios.
Al favorecer a un competidor manifiesta por fuerza «ingratitud»
hacia él otro. Aparte de estos casos excepcionales, la masa
alienta una gratitud sincera hacia sus líderes, y considera
que esa gratitud es un deber sagrado. Por lo general este
sentimiento de gratitud se manifiesta en la reelección
continua de los líderes que lo han merecido, con lo que el
liderazgo por lo común se hace perpetuo. Constituye un
sentimiento general de la masa, que sería «ingratitud»
dejar de confirmar en sus funciones a cualquier líder de
larga actuación.
4.
El culto de la veneración entre las masas
Los
partidos socialistas a menudo se identifican con sus líderes
hasta el punto de adoptar sus nombres. Así en Alemania desde
1863 hasta 1875 hubo lassallistas y marxistas; en tanto que en
Francia, hasta hace muy poco, hubo broussistas, allemanistas,
guesdistas y jauresistas. Dos son las causas por las cuales
estos términos alusivos a personas tienden a caer en desuso
en países tales como Alemania: en primer lugar, ha habido un
aumento enorme en los afiliados, y especialmente en la fuerza
electoral del partido; en segundo lugar, dentro del partido la
dictadura ha cedido el sitio a la oligarquía, y los líderes
de esta oligarquía están inspirados por sentimientos de
celos mutuos. Como causa adicional podemos señalar la
carencia general de líderes de habilidad reconocida, capaces
de asegurar y mantener una autoridad absoluta e indiscutible.
El
antroposociólogo inglés Frazer sostiene que el mantenimiento
del orden y la autoridad del Estado depende en gran medida de
las ideas supersticiosas de las masas, y que, en su opinión,
esto es un mal medio para un buen fin. Entre esas nociones
supersticiosas, Frazer llama la atención hacia la creencia,
tan frecuente entre el pueblo, de que sus líderes pertenecen
a un orden de humanidad' más alta qué ellos mismos.[9]
En realidad, el fenómeno es notorio en la historia de los
partidos socialistas durante los últimos cincuenta años. La
supremacía de los líderes sobre la masa depende no sólo de
'los factores ya analizados, sino también de la difundida
reverencia supersticiosa a los líderes, sobre la base de su
superioridad en cultura formad, por 'la cual sienten mucho
mayor respeto, por lo general, que por la verdadera valía
intelectual.
La adoración
de los conductores por los conducidos es latente, por lo común.
Se revela por signos apenas perceptibles, tales como el tono
de veneración con que suele ser pronunciado el nombre del ídolo,
la perfecta docilidad con que obedecen al menor de sus signos,
y la indignación que despierta todo ataque crítico a su
personalidad. Pero donde la individualidad del líder es
realmente excepcional, y también en períodos de vibrante
emoción, el fervor latente se manifiesta notoriamente con la
violencia de un paroxismo agudo. En junio de 1864 los sanguíneos
pobladores de la cuenca del Rin recibieron a Lassalle como a
un dios. Había guirnaldas colgadas a través de las calles.
Damas de honor le arrojaban flores. Interminables filas de
carruajes seguían a la carroza del «presidente», con
entusiasmo irresistible y desbordante, y recibían con
aplausos frenéticos las palabras del héroe del triunfo, a
menudo extravagantes y con tono charlatán, pues hablaba más
bien como si quisiera desafiar a la crítica, y no provocar
aplausos. Fue en verdad una marcha triunfal. No faltó nada:
arcos de triunfo, himnos de bienvenida, recepciones solemnes
con delegaciones extranjeras. Lassalle era ambicioso a lo
grande, y, como Bismarck lo dijera de él en circunstancias
posteriores, poco le faltó a sus pensamientos para
preguntarse si el futuro imperio germánico, en el que estaba
muy interesado, debía ser gobernado por una dinastía de
Hohenzollern o de Lassalle. No debemos sorprendernos de que
toda esta adulación excitara la imaginación de Lassalle a
tal punto, que poco después fuera capaz de prometer a su
novia que algún día entraría a la capital como presidente
de la república alemana sentado en una carroza tirada por
seis caballos blancos.
En
Sicilia, en 1892, cuando se constituyeron los primeros gremios
de obreros agrícolas, llamados fasci, los miembros tenían
una fe casi sobrenatural en sus líderes. En la ingenua
confusión de las cuestiones sociales y las prácticas
religiosas, a menudo llevaban en las procesiones el crucifijo
junto a la bandera roja y los carteles con frases de las obras
de Marx. Escoltaban a los líderes con música, antorchas y
faroles japoneses, en la marcha hacia las reuniones. Muchos,
embriagados con el sentimiento de adoración, se prosternaban
ante sus líderes, como en épocas anteriores se habían
prosternado ante sus obispos.[10]
Un periodista burgués preguntó una vez a un viejo campesino,
miembro de un fascio socialista, si los proletarios no creían
que Giuseppe De Felice Giuffrida, Garibaldi Bosco, y los otros
estudiantes o abogados jóvenes que, aunque de origen burgués
trabajaban por los fasci, estuvieran haciendo eso con el único
propósito de asegurarse su propia elección como consejeros y
diputados del condado. «¡De Felice y Bosco son ángeles
bajados del cielo!», fue la respuesta rápida y elocuente del
campesino (Rossi, op. cit. pág, 34).
Cabe
admitir que no todos los obreros hubieran respondido así a
esa pregunta, pues el populacho siciliano ha tenido siempre
una tendencia peculiar al culto de los héroes. Pero en todo
el sur de Italia, y en alguna medida en Italia central, las
masas reverencian a los líderes aun hoy con ritos de carácter
semirreligioso. En Calabria, Enrico Ferri fue, durante un
tiempo, adorado como santo tutelar contra la corrupción del
gobierno. También en Roma, donde sobrevive todavía la
tradición de las formas clásicas del paganismo, Ferri fue
aclamado en un salón público, en nombre de todas las
quirites proletarias, como «el más grande entre los grandes».
El motivo de esta demostración fue que Ferri había roto una
ventana como signo de protesta contra una censura pronunciada
por el presidente de la cámara (1901).[11]
En Holanda, en el año 1886 cuando Domela Nieuwenhuis era
liberado de la prisión, recibió del pueblo, como él mismo
lo registrara, grandes honores que jamás habían sido
rendidos a un soberano, y los salones donde habló estaban
profusamente adornados con flores. Esta actitud por parte de
la masa no es peculiar de los países atrasados ni de períodos
remotos: constituye una supervivencia atávica de psicologías
primitivas. Una prueba de esto la tenemos en el culto idólatra
de hoy en el departamento de Nord (la región de mayor
adelanto industrial de Francia) al profeta marxista Jules
Guesde. Además, en ciertos lugares de Inglaterra encontramos
que las clases trabajadoras brindan a sus líderes recepciones
que nos recuerdan los días de Lassalle.
La adoración de los jefes
sobrevive a la muerte. Los mayores entre ellos son
canonizados. Después de la muerte de Lassalle, la Allgemeiner
Deutscher Arbeiterverein, de la cual había sido monarca
absoluto, se dividió en dos secciones, la «fracción de la
condesa Hatzfeld» o «línea femenina», como los adversarios
marxistas latildaron con sarcasmo, y la «línea masculina»
conducida por J. B. von Schweitzer. Aunque luchaban
enconadamente entre sí, estos grupos coincidían, no solo en
él respeto al culto que rendían a la memoria de Lassalle,
sino también en su observación fiel de todos los puntos de
su programa. Tampoco escapó Karl Marx a esta suerte de
canonización socialista, y él fanático celo con que algunos
de sus prosélitos lo defienden hasta hoy, recuerda mucho el
culto de héroe rendido a Lassalle.
Del mismo
modo que los cristianas daban y siguen dando a sus hijos los
nombres de los fundadores de su religión, san Pedro y san
Pablo, así también los padres socialistas de ciertos lugares
de Europa central bautizan a sus hijos Lassallo y a sus hijas
Marxina, como emblema de la nueva fe. Además, a menudo los
fanáticos tienen que pagar un precio alto por su devoción,
en disputas con parientes enojados, y con funcionarios
recalcitrantes del Registro Civil, y a veces aun en la forma
de grandes perjuicios materiales, tales como la pérdida del
empleo. Aunque esta práctica algunas veces no es más que una
manifestación de snobismo intelectual, de la cual no está
del todo libre el ambiente de la clase trabajadora, a menudo
es el signo exterior de un idealismo profundo y sincero.
Cualquiera sea la causa, demuestra la adoración que siente la
masa por los líderes, adoración que trasciende los límites
de un mero sentido de obligación por servicios prestados. A
veces este sentimiento de culto de los héroes se transforma
en algún valor práctico para comerciantes especuladores, de
manera tal que vemos en los periódicos (especialmente en América,
Italia y en los pueblos eslavos del sur) anuncios de «licores
Karl Marx» y «botones Karl Marx»; y ofrecen en venta esos
artículos al público en las reuniones. El carácter infantil
de la psicología proletaria está claramente ilustrado por el
hecho de que esas actividades de especulación resultan a
menudo muy lucrativas.
Las
masas experimentan una necesidad profunda de Prosternarse, no
solo ante grandes ideales, sino también ante individuos que
personifican a sus ojos aquellos ideales. Su adoración por
estas divinidades temporales es tanto más ciega cuanto más rústicas
son sus vidas. Hay una verdad considerable en las frases
paradojales de Bernard Shaw, quien define a la democracia como
una colección de idólatras, para distinguirla de la
aristocracia, que es una colección de ídolos.[12]
Esta necesidad de rendir culto suele ser el único elemento
permanente que sobrevive a todos los cambios de ideas de las
masas. Los obreros industriales de Sajonia han pasado durante
los últimos años del protestantismo ferviente al socialismo.
Es posible que en el caso de algunos de ellos la evolución se
haya acompañado de una inversión completa de todas sus
valoraciones morales e intelectuales anteriores; pero es
seguro que aunque hayan eliminado de sus reliquias domésticas
la imagen tradicional de Lutero, esto ha sido solo para
reemplazarla por la de Bebel. En Emilia, donde el campesinado
experimentó una evolución similar, la oleografía de la Santísima
Virgen ha cedido su lugar a otra de Prampolini; y en el sur de
Italia, la fe en el milagro anual de la licuefacción de la
sangre de san Genaro, ha declinado ante una fe en el milagro
del poder sobrehumano de Enrico Ferri, «el azote de la
camorra». Entre las ruinas del viejo mundo moral de las masas
queda intacta la columna triunfal de la necesidad religiosa. A
menudo se comportan con sus líderes de la misma manera que eL
escultor de la antigua Grecia, quien después de
modelar a Júpiter Tonante, se prosternaba en adoración ante
la obra de sus propias manos. La megalomanía puede aparecer
en el objeto de tal adoración.[13]
La presunción desmedida, que no carece de su lado cómico,
asoma a menudo en líderes populares modernos no depende únicamente
de que sean hombres hijos de sus propias obras, sino también
de la atmósfera
de adulación donde viven y respiran. Este desborde de propia
estimación por parte de los líderes adquiere una poderosa
influencia de sugestión que confirma la admiración de las
masas por sus líderes, y resulta así una fuente de poder
acrecentado.
Robert
Michels (1915/1969): Los partidos políticos. Buenos Aires,
Amorrortu, pp. 94-109.
Traducido
de Alejandro Dumas, hijo, Les femmes qui tuent et les
femmes qui votent, París: Calman Lévy, 1880, págs. 54
y 214.
[2]
Traducido
de Alexis de Tocqueville, op. cit., vol. 1, pág. 167.
[3]
Max
Stirner (Kaspar Schmidt), Der Einzige und sein Eigentum,
Leipzig: Reclam, 1892, pág. 272.
Esta figura no
representa la relación de acuerdo con una escala, pues
esto requeriría una página entera. Es sólo un diagrama.
[5]
Carta
de Karl Marx a J B. von Schweitzer, fechada en Londres el
13 de octubre de 1868; publicada, con comentarios, por E.
Bernstein, Neue Zeit, XV, 1897, pág. 9. El propio
Bernstein carece compartir las opiniones de Marx. (Cf.
E. Bernstein, "Gewerschafts demokratie" Sozial
Monatshefte, 1909, pág. 83.).
Protokoll
der Verhandlungen. . . , Viena: J. Brand, 1904, pág. 90.
Edmund
Fischer, “Der Wilderstand des deutschen Volkes gegen
Wahlentrechtungen”, Sozial. Monatshefte, VIII
(X), fasc. 10.
[8]
Edmund
Fischer, «Die Sächsische Probe", Sozial
Monatshefte, VIII (X), fasc. 12.
[9]
J.
G. Frazer, Psyche's Task, Londres: Macmillan, 1909, pág.
56.
[10]
Adolfo
Rossi, Die Bewegung in Sicilien, Stuttgart: Dietz,
1894, págs. 8
y 35.
[11]
Enrico
Ferri, “La questione meridionale”, Asino, Roma, 1902,
pág 4.
[12]
Bernard
Shaw, The Revolutionist's Handbook.
George Sand escribe: «He procurado toda mi vida ser
modesta. Declaro que no querría vivir quince días en la
compañía de quince personas que estuvieran convencidas
de que no puedo cometer un error. Quizá podría terminar
por convencerme a mí misma.» (Traducido
de George Sand, Journal d'un voyageur pendant la guerre,
París: M. Lévy Fréres, 1871, págs. 216‑17.).
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