Titulo: Lecturas de teoría sociológica clásica
Profesor: Mario Domínguez Sánchez
Departamento de Sociología V/Teoría Sociológica
Curso 2001-2002

 

TEMA 11.  El problema de la comunidad: Fréderic Le Play y Ferdinand Tönnies                   
TEMA 12.  La institucionalización de la sociología: Émile Durkheim
TEMA 13.  La sociología formal: Georg Simmel
TEMA 14.  La sociología comprensiva: Max Weber
TEMA 15.  Socialización e internalización: Sigmund Freud
TEMA 16.  La teoría clásica de las élites: Robert Michels
TEMA 17.  La escuela de Chicago I
                       Charles Horton Cooley: Organización social
                       William Isaac Thomas: El campesino polaco en Europa y América
TEMA 18.  La escuela de Chicago II: George Herbert Mead
TEMA 19.  El funcionalismo antropológico
                       Bronislaw Malinowski: Crimen y costumbre en la sociedad salvaje
                       A. R. Radcliffe Brown: Estructura y función en la sociedad primitiva

 

Tema 16. La teoría clásica de las élites: Robert Michels 

 

Los partidos políticos

2. La necesidad de liderazgo que experimenta la masa

Un distinguido dramaturgo francés que dedicó su tiempo libre a escribir estudios en prosa relativos a graves cuestiones sociales, Alejandro Dumas, hijo, observó una vez que todos los progresos humanos, en su comienzo, habían sido resistidos por el noventa y nueve por ciento de la humanidad. «Pero esto carece de importancia, si advertimos que el centésimo, al cual pertenecemos nosotros, desde el comienzo del mundo ha realizado todas las reformas para los otros noventa y nueve, que hoy las disfrutan, pero, sin embargo, siguen protestando contra las reformas que quedan por hacer.» En otro pasaje agrega: «Las mayorías son solo la ,prueba de lo que existe» en tanto que «las minorías suelen ser la simiente de lo que vendrá».[1]

No hay exageración al afirmar que entre los ciudadanos que gozan de derechos políticos, el número de los que tienen un interés vital por las cuestiones públicas es insignificante. En la mayor parte de los seres humanos, el sentido de una relación íntima entre lo bueno para el individuo y lo bueno para la colectividad está muy poco desarrollado. Casi toda la gente está privada de la capacidad de comprender las acciones y reacciones entre ese organismo que llamamos el Estado, y sus intereses privados, su prosperidad y su vida. Como lo expresa De Tocqueville, para ellos es mucho más importante considerar «si vale la pena que pase una carretera a través de su campo»,[2] que interesarse en la labor general de la administración pública. Los más, con Stirner, se conforman con gritar al Estado: «¡Apártate y no me quites el sol!» Stirner se burla de todos aquellos que, de acuerdo con la opinión de Kant, pregonan a la humanidad el deber sagrado» de interesarse en los asuntos públicos. «Dejemos que quienes tienen intereses personales en los cambios políticos se preocupen por ellos. Ni ahora ni en ningún momento futuro será un "deber sagrado" hacer que la gente se preocupe por el Estado, como tampoco es "deber sagrado' que lleguen a ser hombres de ciencia, artistas, etc. Únicamente el egoísmo puede incitar a la gente a interesarse en los asuntos públicos, y la incitará realmente... cuando las cosas lleguen a ser muchísimo peores.»[3]

En la vida de los partidos democráticos modernos podemos observar signos de similar indiferencia. Solo una minoría participa de las decisiones partidarias, y a veces esa minoría es de una pequeñez rayana en lo ridículo. Las resoluciones más importantes adoptadas por el más democrático de todos los partidos ‑el partido socialista- emanan siempre de un puñado de sus miembros. Es verdad que la renuncia al ejercicio de los derechos democráticos es voluntaria, excepto en aquellos casos ‑bastante comunes‑ en que la participación activa de la masa organizada, en la vida partidaria, aparece obstaculizada por las condiciones geográficas o topográficas. En general, la parte urbana de la organización es la que decide todo; las obligaciones de los miembros que viven en distritos campesinos o en remotas ciudades de provincia son muy limitadas; solo se espera de ellos que paguen sus suscripciones y voten durante las elecciones en favor de los candidatos elegidos por la organización de la gran ciudad. Aquí pesa la influencia de las consideraciones tácticas, tanto como la de las condiciones locales. La preponderancia de los hombres de :la ciudad sobre los dispersos miembros campesinos corresponde a la necesidad de rapidez en la decisión y velocidad en la acción, a las cuales hemos aludido en un capítulo anterior.

Dentro de las grandes ciudades ocurre un proceso de selección espontánea, en virtud del cual se segregan de la masa organizada cierto número de miembros que participan con más diligencia que otros en la tarea de la organización. Este grupo interior se compone, como el de los piadosos asistentes a las iglesias, de dos categorías muy diferentes: la de quienes están animados por un claro sentido del deber, y la de quienes asisten por una mera cuestión de hábito. En todos los países el número de este círculo interior es relativamente pequeño. La mayoría de los miembros es tan indiferente a la organización como lo es la mayoría de los electores respecto del parlamento. Aun en países como Francia, donde la educación política colectiva es de antigua data, la mayoría renuncia a toda participación activa en las cuestiones tácticas y administrativas, y las deja en manos del pequeño grupo que tiene por costumbre asistir a las reuniones. Las grandes luchas que tienen lugar entre los líderes, en apoyo de uno u otro método táctico, luchas por la primacía dentro del partido, en realidad, aunque emprendidas en el nombre del marxismo, el reformismo o el sindicalismo, no solo están fuera de la comprensión de la masa, sino que la dejan totalmente indiferente. Es fácil observar en casi todos los países, que es muchísimo mayor la audiencia de las reuniones convocadas para discutir cuestiones del momento, ya sean políticas, sensacionales o sentimentales (tales como la protección, un ataque al gobierno, la revolución rusa, etc.), o las que debaten cuestiones de interés general (el descubrimiento del polo norte, la higiene personal, el espiritualismo), aun cuando estén reservadas a miembros del partido, que las reuniones destinadas a debatir cuestiones tácticas o teóricas, aunque éstas tengan importancia vital para la doctrina o para ;la organización. El autor sabe esto por experiencia personal en tres grandes ciudades típicas: París, Francfort del Main y Turín. A pesar de las diferencias de ambiente, en cada uno de estos tres centros era observable la misma indiferencia hacia los asuntos partidarios y el mismo ausentismo a las reuniones ordinarias. La gran mayoría de los miembros no asistía a las reuniones a menos que hablara en ellas algún orador de nota, o a menos que resonara algún grito de batalla muy notable que los atrajera, tales como A bas la vie chére!, en Francia, o «!Abajo el gobierno personalista!», en Alemania. También era posible lograr una reunión muy concurrida con proyecciones de cine o con una conferencia científica popular ilustrada con diapositivas. En resumidas palabras, los afiliados tienen una debilidad por todo lo que se dirige a sus ojos, y con tales espectáculos siempre será posible atraer a una multitud de papamoscas.

Cabe agregar que los asistentes regulares a las reuniones públicas y a los comités, en modo alguno son siempre proletarios, especialmente en lo que se refiere a los centros menores. Cuando terminan su jornada de trabajo, los proletarios solo piensan en descansar, y en meterse en la cama temprano. Quienes ocupan sus lugares en las reuniones son los pequeños burgueses, los que entran para vender sus diarios o postales, los empleados, los intelectuales jóvenes y que aún no se han hecho una posición dentro de su propio círculo, gente gustosa de que se la considere como auténticos proletarios, y miembros de la gloriosa clase del futuro.

En la vida partidaria ocurre lo mismo que ocurre en el Estado. En ambos, la exigencia de apoyo monetario tiene fundamentos coercitivos, pero el sistema electoral no cuenta con sanciones establecidas. Existe un derecho electoral, pero no un deber electoral. Mientras este deber no se sobreponga al derecho, parece probable que solo una pequeña minoría seguirá haciendo uso del derecho renunciado voluntariamente por la mayoría, y que la minoría dictará siempre las leyes para la masa indiferente y apática. La consecuencia es que, en los agrupamientos políticos de la democracia, la participación en la vida partidaria adquiere un aspecto escalonado. La gran masa de electores constituye la extensa base; sobre ésta se superpone la masa enormemente menor de miembros enrolados en el comité local del partido, que representa quizás un décimo o quizá no más de una treintava parte de los electores; encima de éstos, a su vez, viene el número mucho más pequeño de los miembros que asisten regularmente a las reuniones; luego viene el grupo de funcionarios del partido; y por encima de todo, constituido en parte por las mismas personas del grupo anterior, el grupo de media docena de los miembros que constituyen el comité ejecutivo. El poder efectivo está aquí en razón inversa del número de quienes lo ejercen. El diagrama de la página siguiente representa la democracia práctica.[4]

Aunque circunstancialmente proteste, la mayoría está en realidad encantada de encontrar personas que se tomen la molestia de atender las cuestiones. En la masa, y aun en la masa organizada de los partidos laborales, existe una necesidad inmensa de dirección y guía. Esta necesidad se acompaña por un genuino culto de los líderes, considerados héroes. La despersonalización, esa roca contra la que han zozobrado tantas reformas importantes en todos los tiempos, tiende a aumentar ahora en lugar de disminuir, lo que se explica por la división del trabajo mal entendida en la sociedad civilizada moderna, lo que hace cada vez más imposible abarcar en una sola mirada la totalidad de la organización política del Estado y su mecanismo, cada vez más complicado. A esta despersonalización se agregan, especialmente en los partidos populares, diferencias profundas de cultura y educación entre los miembros, las que infunden una tendencia dinámica permanentemente creciente a esa necesidad de liderazgo que experimentan las masas.

Comisión

 

Funcionarios

 

Habitués a las reuniones

 

Miembros enrolados

       

La tendencia se manifiesta en los partidos políticos de todos los países. Es verdad que su intensidad varía entre una nación y otra, de acuerdo con las contingencias de carácter histórico, o con las influencias de la psicología facial. El pueblo alemán, en especial, exhibe un grado notable de necesidad de que alguien señale el camino e imparta órdenes. Esta peculiaridad, común a todas las clases, sin exceptuar al proletariado proporciona el terreno psicológico sobre el cual puede florecer una exuberante hegemonía directiva. Entre los alemanes existen todas las precondiciones necesarias para ese desarrollo: una predisposición psíquica a la subordinación, un profundo instinto de disciplina; es decir, la herencia total, (me hoy persiste de la influencia del sargento instructor prusiano, con todas sus ventajas y todos sus inconvenientes; además, una confianza en la autoridad que linda con la ausencia completa de facultades críticas. Únicamente los pobladores de la cuenca del Rin tienen una individualidad algo más manifiesta, que constituye, en cierta medida, la excepción de esta regla. Los riesgos para con el espíritu democrático, propio de esta peculiaridad del carácter germánico los conocía bien Karl Marx. Aunque él mismo era líder partidario en el más amplio sentido del término, y aunque estaba dotado en el más alto grado de las condiciones necesarias para el liderazgo, creyó necesario advertir a los obreros alemanes para que no alentaran una concepción demasiado rígida en la organización. En una carta de Marx a Schweitzer nos enteramos de que en Alemania, donde los trabajadores están fiscalizados burocráticamente desde que nacen, y tienen por eso una fe ciega en la autoridad constituida, lo más necesario es enseñarles a caminar solos.[5]

Esa indiferencia, que en tiempos normales la masa acostumbra a demostrar respecto de la vida política ordinaria, en algunos casos llega a tener importancia particular, y a ser un obstáculo para la extensión de la influencia del partido. La multitud puede abandonar a los líderes en el momento en que éstos están preparando una acción enérgica. Esto ocurre aun en lo relativo a la organización de las demostraciones de protesta. En el congreso socialista austríaco, de Salzburgo, en 1904, el doctor Ellenbogen se lamentaba: «Siempre me angustio cuando los líderes del partido emprenden cualquier tipo de acción. Parece imposible despertar el interés de los obreros aun en materias que uno pudiera haber esperado que comprendieran. En la agitación contra los nuevos esquemas militares, encontramos imposible organizar reuniones de magnitud respetable.»[6] En Sajonia, en 1895, ante el proyecto de restringir el sufragio, es decir, limitar los derechos políticos de miles de obreros, los líderes socialistas se esforzaron en vano por suscitar una agitación general. Los intentos resultaron estériles ante la apatía general de las masas. El lenguaje de la prensa era inflamado; se distribuyeron millones de panfletos; se convocaron ciento cincuenta reuniones de protesta en el lapso de pocos días. Todo esto careció de efecto. Falto una agitación genuina. Las reuniones, especialmente en los distritos suburbanos, tuvieron concurrencia muy escasa.[7] Los líderes, y también el comité central y los organizadores regionales, estaban abrumados de disgusto ante la calma e indiferencia de la masa, que hacía imposible toda agitación significativa.[8] El fracaso del movimiento se debió a un error de omisión por parte de los líderes. La masa no reconoció la importancia de .la pérdida que iba a sufrir, porque los líderes descuidaron señalarle todas sus consecuencias. Acostumbrada a ser dirigida, la masa necesita una labor considerable de preparación para poder ser puesta en movimiento. A falta de esto, y cuando los líderes, de manera imprevista, hacen señales que la masa no comprende, ésta no les presta atención.

La prueba más notable de la debilidad orgánica de la masa la vemos en la forma en que abandona el campo de batalla en fuga desordenada, cuando se ve sin líderes en él momento de la acción; parece no tener capacidad alguna de reorganización instintiva, y es inútil, hasta que aparecen nuevos capitanes capaces de reemplazar a los perdidos. El fracaso de innumerables huelgas y agitaciones políticas es fácil de explicar por la acción oportuna de las autoridades, que han encarcelado a los líderes. Esta experiencia es lo que ha dado origen a la opinión de que los movimientos populares son, en general productos artificiales, la obra de individuos aislados, calificados como agitadores (agitators, aufwiegler, hetzer, meneurs, sobillatori), y que basta suprimir a los agitadores para dominar la agitación. Esta opinión se ve especialmente favorecida por algunos conservadores de mente estrecha. Pero esa idea solo muestra la incapacidad de quienes dicen comprender la naturaleza íntima de las masas. En los movimientos colectivos, con raras excepciones, el proceso es natural y no «artificial». Por sobre todo es natural el propio movimiento, cuya cabeza ocupa el líder, no por propia iniciativa, por regla general, sino por la fuerza de las circunstancias. No menos natural es el derrumbe súbito de la agitación, tan pronto como al ejército es privado de sus jefes.

La necesidad de guía que experimenta la masa, y su incapacidad para actuar cuando le falta una iniciativa de afuera y desde arriba, impone, sin embargo, una pesada carga a los jefes. Los líderes de los partidos democráticos modernos no 'llevan una vida de holganza. Sus cargos no son, en modo alguno, prebendas, y han adquirido su supremacía a costa de una tarea muy pesada. Su vida es de esfuerzo incesante. La característica infatigable, tenaz y persistente de agitación, del partido socialista, especialmente en Alemania, no decae jamás como consecuencia de fracasos accidentales, ni desaparece tampoco ante triunfos eventuales, y ha suscitado con justicia la admiración aun de los críticos y adversarios burgueses, lo que ningún otro partido ha logrado hasta ahora imitar. En las organizaciones democráticas la actividad del líder profesional es muy fatigosa, a menudo mina la salud, y por lo general (a pesar de la división del trabajo) es sumamente compleja. Debe sacrificar constantemente su propia vitalidad en la lucha, y cuando las razones de salud le obligan a alejarse de la actividad, no tiene la libertad de hacerlo. Nunca declinan las demandas sobre su persona. La masa tiene una pasión incurable por los oradores distinguidos, por los hombres de gran renombre, y si no puede obtenerlos insiste al menos en un diputado. En los aniversarios y otras celebraciones tan gratas a las masas democráticas, y generalmente durante las reuniones electorales, llueven sobre la organización central reclamos casi siempre del mismo tenor: «!Queremos un diputado!» Además, los líderes deben asumir toda clase de tarea literaria, y cuando son abogados deben dedicar su tiempo a los múltiples procedimientos legales que tienen importancia para el partido. Los líderes de las posiciones mas altas viven entorpecidos por los cargos honoríficos que llueven sobre ellos. Una de las características de los partidos democráticos modernos es la acumulación de cargos. En el partido socialista alemán no era raro que encontráramos a la misma persona en e'1 ayuntamiento, en la dieta, v como miembro del Reichstag o que, además de dos de estos cargos, fuera director de un periódico, secretario de un gremio o de una sociedad cooperativa. Cabe decir lo mismo de Bélgica, de Holanda y de Italia. Todo esto reporta honores al líder, le da poder sobre la masa, lo hace cada vez más indispensable; pero supone también un aumento continuo de trabajo, y puede causar la muerte prematura de quienes no tengan una constitución excep­cionalmente fuerte.

3. La gratitud política de las masas

Además de la indiferencia política de las masas y de su necesidad de guía, hay otro factor, de aspecto moral más importante, que contribuye a la supremacía del lí­der: es la gratitud que experimenta la multitud hacia quienes hablan o escriben en su defensa. Los líderes adquieren fama como defensores y consejeros del pue­blo; y mientras la masa concurre cotidianamente a su labor, indispensable desde el punto de vista económico, los líderes, por amor a la causa, a menudo deben sufrir persecución, prisión y exilio.

Estos hombres, que a menudo han adquirido una aureola de santidad y martirio, solo piden una retribución por sus servicios: gratitud. A veces este pedido de gratitud encuentra expresión escrita. Entre las propias masas el sentimiento de gratitud es muy grande. Si de vez en cuando encontramos excepciones a esta regla, si las masas exteriorizan la más negra ingratitud hacia sus líderes elegidos, podemos estar bien seguros de que en esas ocasiones hay un drama de celos bajo la superficie. Hay una lucha demagógica, fiera, enmascarada y obstinada, entre un líder y otro; y la masa tiene que intervenir en esta lucha, y decidir entre los adversarios. Al favorecer a un competidor manifiesta por fuerza «ingratitud» hacia él otro. Aparte de estos casos excepcionales, la masa alienta una gratitud sincera hacia sus líderes, y considera que esa gratitud es un deber sagrado. Por lo general este sentimiento de gratitud se manifiesta en la reelec­ción continua de los líderes que lo han merecido, con lo que el liderazgo por lo común se hace perpetuo. Constituye un sentimiento general de la masa, que sería «ingratitud» dejar de confirmar en sus funciones a cual­quier líder de larga actuación.


4. El culto de la veneración entre las masas

Los partidos socialistas a menudo se identifican con sus líderes hasta el punto de adoptar sus nombres. Así en Alemania desde 1863 hasta 1875 hubo lassallistas y marxistas; en tanto que en Francia, hasta hace muy poco, hubo broussistas, allemanistas, guesdistas y jauresistas. Dos son las causas por las cuales estos términos alusivos a personas tienden a caer en desuso en países tales como Alemania: en primer lugar, ha habido un aumento enorme en los afiliados, y especialmente en la fuerza electoral del partido; en segundo lugar, dentro del partido la dictadura ha cedido el sitio a la oligarquía, y los líderes de esta oligarquía están inspirados por sentimientos de celos mutuos. Como causa adicional podemos señalar la carencia general de líderes de habilidad reconocida, capaces de asegurar y mantener una autoridad absoluta e indiscutible.

El antroposociólogo inglés Frazer sostiene que el mantenimiento del orden y la autoridad del Estado depende en gran medida de las ideas supersticiosas de las masas, y que, en su opinión, esto es un mal medio para un buen fin. Entre esas nociones supersticiosas, Frazer llama la atención hacia la creencia, tan frecuente entre el pueblo, de que sus líderes pertenecen a un orden de humanidad' más alta qué ellos mismos.[9] En realidad, el fenómeno es notorio en la historia de los partidos socialistas durante los últimos cincuenta años. La supremacía de los líderes sobre la masa depende no sólo de 'los factores ya analizados, sino también de la difundida reverencia supersticiosa a los líderes, sobre la base de su superioridad en cultura formad, por 'la cual sienten mucho mayor respeto, por lo general, que por la verdadera valía intelectual.

La adoración de los conductores por los conducidos es latente, por lo común. Se revela por signos apenas perceptibles, tales como el tono de veneración con que suele ser pronunciado el nombre del ídolo, la perfecta docilidad con que obedecen al menor de sus signos, y la indignación que despierta todo ataque crítico a su personalidad. Pero donde la individualidad del líder es realmente excepcional, y también en períodos de vibrante emoción, el fervor latente se manifiesta notoriamente con la violencia de un paroxismo agudo. En junio de 1864 los sanguíneos pobladores de la cuenca del Rin recibieron a Lassalle como a un dios. Había guirnaldas colgadas a través de las calles. Damas de honor le arrojaban flores. Interminables filas de carruajes seguían a la carroza del «presidente», con entusiasmo irresistible y desbordante, y recibían con aplausos frenéticos las palabras del héroe del triunfo, a menudo extravagantes y con tono charlatán, pues hablaba más bien como si quisiera desafiar a la crítica, y no provocar aplausos. Fue en verdad una marcha triunfal. No faltó nada: arcos de triunfo, himnos de bienvenida, recepciones solemnes con delegaciones extranjeras. Lassalle era ambicioso a lo grande, y, como Bismarck lo dijera de él en circunstancias posteriores, poco le faltó a sus pensamientos para preguntarse si el futuro imperio germánico, en el que estaba muy interesado, debía ser gobernado por una dinastía de Hohenzollern o de Lassalle. No debemos sorprendernos de que toda esta adulación excitara la imaginación de Lassalle a tal punto, que poco después fuera capaz de prometer a su novia que algún día entraría a la capital como presidente de la república alemana sentado en una carroza tirada por seis caballos blancos.

En Sicilia, en 1892, cuando se constituyeron los primeros gremios de obreros agrícolas, llamados fasci, los miembros tenían una fe casi sobrenatural en sus líderes. En la ingenua confusión de las cuestiones sociales y las prácticas religiosas, a menudo llevaban en las procesiones el crucifijo junto a la bandera roja y los carteles con frases de las obras de Marx. Escoltaban a los líderes con música, antorchas y faroles japoneses, en la marcha hacia las reuniones. Muchos, embriagados con el sentimiento de adoración, se prosternaban ante sus líderes, como en épocas anteriores se habían prosternado ante sus obispos.[10] Un periodista burgués preguntó una vez a un viejo campesino, miembro de un fascio socialista, si los proletarios no creían que Giuseppe De Felice Giuffrida, Garibaldi Bosco, y los otros estudiantes o abogados jóvenes que, aunque de origen burgués trabajaban por los fasci, estuvieran haciendo eso con el único propósito de asegurarse su propia elección como consejeros y diputados del condado. «¡De Felice y Bosco son ángeles bajados del cielo!», fue la respuesta rápida y elocuente del campesino (Rossi, op. cit. pág, 34).

Cabe admitir que no todos los obreros hubieran respondido así a esa pregunta, pues el populacho siciliano ha tenido siempre una tendencia peculiar al culto de los héroes. Pero en todo el sur de Italia, y en alguna medida en Italia central, las masas reverencian a los líderes aun hoy con ritos de carácter semirreligioso. En Calabria, Enrico Ferri fue, durante un tiempo, adorado como santo tutelar contra la corrupción del gobierno. También en Roma, donde sobrevive todavía la tradición de las formas clásicas del paganismo, Ferri fue aclamado en un salón público, en nombre de todas las quirites proletarias, como «el más grande entre los grandes». El motivo de esta demostración fue que Ferri había roto una ventana como signo de protesta contra una censura pronunciada por el presidente de la cámara (1901).[11] En Holanda, en el año 1886 cuando Domela Nieuwenhuis era liberado de la prisión, recibió del pueblo, como él mismo lo registrara, grandes honores que jamás habían sido rendidos a un soberano, y los salones donde habló estaban profusamente adornados con flores. Esta actitud por parte de la masa no es peculiar de los países atrasados ni de períodos remotos: constituye una supervivencia atávica de psicologías primitivas. Una prueba de esto la tenemos en el culto idólatra de hoy en el departamento de Nord (la región de mayor adelanto industrial de Francia) al profeta marxista Jules Guesde. Además, en ciertos lugares de Inglaterra encon­tramos que las clases trabajadoras brindan a sus líderes recepciones que nos recuerdan los días de Lassalle.

La adoración de los jefes sobrevive a la muerte. Los mayores entre ellos son canonizados. Después de la muerte de Lassalle, la Allgemeiner Deutscher Arbeiterverein, de la cual había sido monarca absoluto, se dividió en dos secciones, la «fracción de la condesa Hatzfeld» o «línea femenina», como los adversarios marxistas latildaron con sarcasmo, y la «línea masculina» conducida por J. B. von Schweitzer. Aunque luchaban enconadamente entre sí, estos grupos coincidían, no solo en él respeto al culto que rendían a la memoria de Lassalle, sino también en su observación fiel de todos los puntos de su programa. Tampoco escapó Karl Marx a esta suerte de canonización socialista, y él fanático celo con que algunos de sus prosélitos lo defienden hasta hoy, recuerda mucho el culto de héroe rendido a Lassalle.

Del mismo modo que los cristianas daban y siguen dando a sus hijos los nombres de los fundadores de su religión, san Pedro y san Pablo, así también los padres socialistas de ciertos lugares de Europa central bautizan a sus hijos Lassallo y a sus hijas Marxina, como emblema de la nueva fe. Además, a menudo los fanáticos tienen que pagar un precio alto por su devoción, en disputas con parientes enojados, y con funcionarios recalcitrantes del Registro Civil, y a veces aun en la forma de grandes perjuicios materiales, tales como la pérdida del empleo. Aunque esta práctica algunas veces no es más que una manifestación de snobismo intelectual, de la cual no está del todo libre el ambiente de la clase trabajadora, a menudo es el signo exterior de un idealismo profundo y sincero. Cualquiera sea la causa, demuestra la adoración que siente la masa por los líderes, adoración que trasciende los límites de un mero sentido de obligación por servicios prestados. A veces este sentimiento de culto de los héroes se transforma en algún valor práctico para comerciantes especuladores, de manera tal que vemos en los periódicos (especialmente en América, Italia y en los pueblos eslavos del sur) anuncios de «licores Karl Marx» y «botones Karl Marx»; y ofrecen en venta esos artículos al público en las reuniones. El carácter infantil de la psicología proletaria está claramente ilustrado por el hecho de que esas actividades de especulación resultan a menudo muy lucrativas.

Las masas experimentan una necesidad profunda de Prosternarse, no solo ante grandes ideales, sino también ante individuos que personifican a sus ojos aquellos ideales. Su adoración por estas divinidades temporales es tanto más ciega cuanto más rústicas son sus vidas. Hay una verdad considerable en las frases paradojales de Bernard Shaw, quien define a la democracia como una colección de idólatras, para distinguirla de la aristocracia, que es una colección de ídolos.[12] Esta necesidad de rendir culto suele ser el único elemento permanente que sobrevive a todos los cambios de ideas de las masas. Los obreros industriales de Sajonia han pasado durante los últimos años del protestantismo ferviente al socialismo. Es posible que en el caso de algunos de ellos la evolución se haya acompañado de una inversión completa de todas sus valoraciones morales e intelectuales anteriores; pero es seguro que aunque hayan eliminado de sus reliquias domésticas la imagen tradicional de Lutero, esto ha sido solo para reemplazarla por la de Bebel. En Emilia, donde el campesinado experimentó una evolución similar, la oleografía de la Santísima Virgen ha cedido su lugar a otra de Prampolini; y en el sur de Italia, la fe en el milagro anual de la licuefacción de la sangre de san Genaro, ha declinado ante una fe en el milagro del poder sobrehumano de Enrico Ferri, «el azote de la camorra». Entre las ruinas del viejo mundo moral de las masas queda intacta la columna triunfal de la necesidad religiosa. A menudo se comportan con sus líderes de la misma manera que eL escultor de la antigua Grecia, quien después de modelar a Júpiter Tonante, se prosternaba en adoración ante la obra de sus propias manos. La megalomanía puede aparecer en el objeto de tal adoración.[13] La presunción desmedida, que no carece de su lado cómico, asoma a menudo en líderes populares modernos no depende únicamente de que sean hombres hijos de sus propias obras, sino también de la atmósfera de adulación donde viven y respiran. Este desborde de propia estimación por parte de los líderes adquiere una poderosa influencia de sugestión que confirma la admiración de las masas por sus líderes, y resulta así una fuente de poder acrecentado.

 

 

Robert Michels (1915/1969): Los partidos políticos. Buenos Aires, Amorrortu, pp. 94-109.



[1] Traducido de Alejandro Dumas, hijo, Les femmes qui tuent et les femmes qui votent, París: Calman Lévy, 1880, págs. 54 y 214.

[2] Traducido de Alexis de Tocqueville, op. cit., vol. 1, pág. 167.

[3] Max Stirner (Kaspar Schmidt), Der Einzige und sein Eigentum, Leipzig: Reclam, 1892, pág. 272.

[4] Esta figura no representa la relación de acuerdo con una escala, pues esto requeriría una página entera. Es sólo un diagrama.

[5] Carta de Karl Marx a J B. von Schweitzer, fechada en Londres el 13 de octubre de 1868; publicada, con comentarios, por E. Bernstein, Neue Zeit, XV, 1897, pág. 9. El propio Bernstein carece compartir las opiniones de Marx. (Cf. E. Bernstein, "Gewerschafts demokratie" Sozial Monatshefte, 1909, pág. 83.).

[6] Protokoll der Verhandlungen. . . , Viena: J. Brand, 1904, pág. 90.

[7] Edmund Fischer, “Der Wilderstand des deutschen Volkes gegen Wahlentrechtungen”, Sozial. Monatshefte, VIII (X), fasc. 10.

[8] Edmund Fischer, «Die Sächsische Probe", Sozial Monatshefte, VIII (X), fasc. 12.

[9] J. G. Frazer, Psyche's Task, Londres: Macmillan, 1909, pág. 56.

[10] Adolfo Rossi, Die Bewegung in Sicilien, Stuttgart: Dietz, 1894, págs. 8 y 35.

[11] Enrico Ferri, “La questione meridionale”, Asino, Roma, 1902, pág 4.

[12] Bernard Shaw, The Revolutionist's Handbook.

[13] George Sand escribe: «He procurado toda mi vida ser modesta. Declaro que no querría vivir quince días en la compañía de quince personas que estuvieran convencidas de que no puedo cometer un error. Quizá podría terminar por convencerme a mí misma.» (Traducido de George Sand, Journal d'un voyageur pendant la guerre, París: M. Lévy Fréres, 1871, págs. 216‑17.).

 

 

Tema siguiente:  TEMA 17: La escuela de Chicago I