Titulo: Lecturas de teoría
sociológica clásica
Profesor: Mario Domínguez Sánchez
Departamento de Sociología V/Teoría Sociológica
Curso 2001-2002
TEMA
11. El
problema de la comunidad: Fréderic Le Play y Ferdinand
Tönnies
TEMA 12. La
institucionalización de la sociología: Émile Durkheim
TEMA 13. La
sociología formal: Georg Simmel
TEMA 14. La
sociología comprensiva: Max Weber
TEMA 15. Socialización
e internalización: Sigmund Freud
TEMA 16. La
teoría clásica de las élites: Robert Michels
TEMA 17. La
escuela de Chicago I
Charles Horton
Cooley: Organización social
William Isaac
Thomas: El campesino polaco en Europa y América
TEMA 18. La
escuela de Chicago II:
George Herbert Mead
TEMA 19.
El funcionalismo
antropológico
Bronislaw
Malinowski: Crimen y costumbre en la sociedad
salvaje
A. R. Radcliffe
Brown: Estructura y función en la sociedad
primitiva
Tema 18. La
escuela de Chicago II
George
Herbert Mead
Espíritu,
persona y sociedad desde el punto de vista del conductismo
social
1.
La persona como objeto para sí
La
persona tiene la característica de ser un objeto para sí, y
esa característica la distingue de otros objetos y del
cuerpo. Es perfectamente cierto que el ojo puede ver el pie,
pero no ve al cuerpo como un todo. No podemos vernos la
espalda; podemos palpar ciertas partes de ella, si somos ágiles,
pero no podemos obtener una experiencia de todo nuestro
cuerpo. Existen, es claro, experiencias un tanto vagas y difíciles
de localizar, pero las experiencias corporales están para
nosotros organizadas en torno a una persona. El pie y la mano
pertenecen a la persona. Podemos vernos los pies,
especialmente si los miramos desde el lado contrario de un par
de binóculos de teatro, como cosas extrañas que tenemos
dificultad en reconocer como propias. Las partes del cuerpo
son completamente distinguibles desde la persona. Podemos
perder partes del cuerpo sin sufrir una seria invasión de la
persona. La mera capacidad para experimentar distintas partes
del cuerpo no se diferencia de la experiencia de una mesa. La
mesa presenta una distinta sensación de la que experimenta
una mano cuando palpa a la otra, pero es una experiencia de
algo con lo cual entramos definidamente en contacto. El cuerpo
no se experimenta a sí mismo como un todo, en el sentido en
que la persona, en cierto modo, entra en la experiencia de la
persona.
Lo
que quiero destacar es la característica de la persona como
objeto para sí. Esta característica está representada por
el termino «sí mismo», que es un reflexivo e indica lo que
puede ser al propio tiempo sujeto y objeto. Este tipo de
objeto es esencialmente distinto de otros objetos, y en el
pasado ha sido distinguido como consciente, término que
indica una experiencia con la propia persona, una experiencia
de la propia persona. Se suponía que la conciencia poseía de
algún modo esa capacidad de ser un objeto para sí misma. Al
proporcionar una explicación conductista de la conciencia
tenemos que buscar alguna clase de experiencia en la que el
organismo físico pueda llegar a ser un objeto para sí mismo.
¿Cómo
puede un individuo salir fuera le sí (experiencialmente) de
modo de poder convertirse en un objeto para sí? Éste es el
problema psicológico esencial del ser persona o conciencia de
sí, y su solución se encontrará recorriendo al proceso de
la conducta o actividad social en que la persona o el
individuo dado está implicado.
2.
La comunicación simbólica
El
individuo se experimenta a sí mismo como tal, no
directamente, sino sólo indirectamente, desde los puntos de
vista particulares de los otros miembros individuales del
mismo grupo social, o desde el punto de vista generalizado del
grupo social, en cuanto un todo, al cual pertenece. Porque
entra en su propia experiencia como persona o individuo, no
directa o inmediatamente, no convirtiéndose en sujeto de sí
mismo, sino sólo en la medida en que se convierte
primeramente en objeto para sí del mismo modo que otros
individuos son objetos para él o en su experiencia, y se
convierte en objeto para sí solo cuando adopta las actitudes
de los otros individuos hacia él dentro de un medio social o
contexto de experiencia y conducta en que tanto él como ellos
están involucrados.
La
importancia de lo que denominamos «comunicación» reside en
el hecho de que proporciona una forma de conducta en la que el
organismo o el individuo puede convertirse en un objeto para sí.
Es esa clase de comunicación lo que hemos venido analizando,
no la comunicación en el sentido del cloqueo de la gallina a
los pollitos, o el aullido del lobo a su manada, o el mugido
de una vaca, sino la comunicación en el sentido de los símbolos
significantes, comunicación que está dirigida no sólo a los
otros, sino también al individuo mismo. En la medida en que
ese tipo de comunicación es parte de una conducta, introduce
por lo menos a una persona. Por supuesto, uno puede oír sin
escuchar; uno puede ver cosas que no advierte, hacer cosas de
las que no tiene realmente conciencia. Pero cuando reacciona a
aquello mismo por medio de lo cual se está dirigiendo a otro,
y cuando tal reacción propia se convierte en parte de su
conducta, cuando no sólo se escucha a sí, sino que se
responde, se habla y se replica tan realmente como le replica
la otra persona, entonces tenemos una conducta en que los
individuos se convierten en objetos para sí mismos.
3.
La base genética de la persona
Ahora
se presenta el problema de cómo surge, en detalle, una
persona. Tenemos que destacar algo del fondo de esa génesis.
En primer lugar, está la conversación de gestos entre
animales, que involucra alguna clase de actividad cooperativa.
Ahí, el comienzo del acto de uno es un estímulo para que el
otro reaccione de cierto modo, en tanto que el comienzo de esa
reacción se torna a su vez un estímulo para que el primero
adapte su acción a la reacción en marcha. Tal es la
preparación para el acto completo, que al final conduce a la
conducta, que es el resultado de esa preparación. Sin
embargo, la conversación de gestos no entraña la referencia
del individuo, el animal, el organismo, a sí mismo. No es el
actuar de cierta manera lo que provoca una reacción en el
organismo mismo, aunque se trata de conducta con referencia a
la conducta de otros. Empero, hemos visto que existen ciertos
gestos que afectan al organismo del mismo modo que afectan a
otros organismos y pueden, por lo tanto, provocar en el
organismo reacciones de igual carácter que las provocadas en
el otro. Aquí, pues, tenemos una situación en la que el
individuo puede por lo menos provocar reacciones en sí y
replicar a ellas, con la condición de que los estímulos
sociales tengan sobre el individuo el efecto que es probable
tengan en el otro. Por ejemplo, tal es lo que está
involucrado en el lenguaje; de lo contrario, el lenguaje como
símbolo significante desaparecería, puesto que el individuo
no obtendría la significación de lo que dice.
Nuestros
símbolos son todos universales. No se puede decir nada que
sea absolutamente particular; cualquier cosa qué uno diga,
que tenga alguna significación, es universal. Se está
diciendo algo que provoca una reacción específica en alguien
siempre que el símbolo exista para ese alguien, en su
experiencia, como existe para uno. Existe el lenguaje hablado
y el lenguaje de las manos y puede haber también el lenguaje
de la expresión de las facciones. Uno puede expresar pena o
alegría y provocar ciertas reacciones.
El
pensamiento siempre involucra un símbolo que provoca en otro
la misma reacción que provoca en el pensador. Dicho símbolo
es un universal de raciocinio; es de carácter universal.
Siempre suponemos que el símbolo que empleamos provocará en
la otra persona la misma reacción, siempre que forme parte de
su mecanismo de conducta. Una persona que dice algo, se está
diciendo a sí misma lo que dice a los demás; de lo
contrario, no sabe de qué está hablando.
Otra
serie de factores básicos en la génesis de la persona está
representada por las actividades lúdicas y el deporte.
Encontramos
en los niños los compañeros invisibles, imaginarios, que
muchos niños producen en su propia experiencia. De esa manera
organizan las reacciones que provocan en otras personas y
también en sí mismos. Por supuesto, este jugar con un compañero
imaginario no es más que una fase particularmente interesante
del juego corriente. El juego en ese sentido, especialmente la
etapa que precede a los deportes organizados, es un juego a
algo. El niño juega a ser una madre, un maestro, un policía;
es decir, adopta diferentes papeles, como decimos nosotros. En
lo que llamamos el juego de los animales tenemos algo que
sugiere eso: una gata juega con sus gatitos, y los perros
juegan entre sí. Dos perros que juegan, se atacan y se
defienden, en un proceso que, si fuese llevado realmente a
efecto, resultaría una verdadera riña. Existe una combinación
de reacciones que frena la profundidad del mordisco. Pero en
tal situación, los perros no adoptan un papel definido en el
sentido en que un niño adopta deliberadamente el papel de
otro. Esta tendencia por parte de los niños es la que nos
ocupa en el jardín de infantes, donde los papeles que los niños
asumen son convertido en bases para la educación. Cuando el
niño adopta un papel tiene en sí los estímulos que provocan
esa reacción o grupo de reacciones especiales. Por supuesto,
puede huir cuando es perseguido, como lo hace el perro, o
puede volverse y devolver el golpe, como lo hace el perro en
su juego. Pero eso no es lo mismo que jugar a algo. Los niños
se unen para «jugar a los indios». Esto significa que el niño
posee cierta serie de estímulos que provocan en él las
reacciones que provocarían en otros que responden a un indio.
En el período de los juegos, el niño utiliza sus propias
reacciones a esos estímulos que emplea para construir una
persona. La reacción que tiene tendencia a hacer ante esos
estímulos, organiza a éstos. Por ejemplo, juega que se está
ofreciendo algo, y lo compra; se entrega una carta y la
recibe; se habla a sí mismo como si hablase a un padre, a un
maestro; se arresta como si fuese un policía. Tiene una serie
de estímulos que provocan en él la clase de reacciones que
provocan en otros. Toma ese grupo de reacciones y las organiza
en cierto todo. Tal es la forma más sencilla de ser otro para
la propia persona. Ello involucra una situación temporal. El
niño dice algo en un papel y responde en otro papel, y
entonces su reacción en el otro papel constituye un estímulo
para él en el primer papel, y así continúa la conversación.
Surgen en él y en su otra personificación ciertas
estructuras organizadas que se replican y mantienen entre sí
la conversación de gestos.
Si
comparamos el juego con la situación en un deporte
organizado, advertimos la diferencia esencial de que el niño
que interviene en un deporte tiene que estar preparado para
adoptar la actitud de todos los otros involucrados en dicho
deporte, y que esos diferentes papeles deben tener una relación
definida unos con otros. Tomando un juego sencillo como el
escondite, todos, con excepción del que se oculta, son una
persona que persigue. Un niño no necesita más que la persona
que es perseguida y la que persigue. Si juega en el primer
sentido, continúa jugando, pero no se ha conquistado ninguna
organización básica. En esa primera etapa, pasa de un papel
a otro según se le dé el capricho. Pero en un deporte en que
están involucrados una cantidad de individuos, el niño que
adopta un papel tiene que estar dispuesto a adoptar el papel
de cualquier otro. Si se encuentra en la novena base de un
partido de béisbol, tiene que tener involucradas las
reacciones de cada posición en la propia. Tiene que saber qué
harán todos los demás a fin de poder seguir con su propio
juego. Tiene que adoptar todos esos papeles. No es preciso que
estén todos presentes en la conciencia al mismo tiempo, pero
en algunos momentos tiene que tener a tres o cuatro individuos
presentes en su propia actitud, como, por ejemplo, el que está
por arrojar la pelota, el que la recibirá, etc.. En el
deporte, pues, hay una serie de reacciones de los otros de tal
modo organizadas que la actitud de uno provoca la actitud
adecuada del otro.
Esta
organización es expresada en la forma de normas para el
juego. Los niños dedican un gran interés a las reglas. Las
improvisan en el acto, a fin de ayudarse a salvar
dificultades. Parte del placer del juego reside en establecer
esas reglas. Ahora bien, las reglas son la serie de reacciones
que provoca una actitud especial. Uno puede exigir una
determinada reacción a otros, si adopta cierta actitud. Estas
reacciones están también en uno mismo. Así se obtiene una
serie organizada de reacciones como aquellas a las que me he
referido, una serie un tanto más complicada que los papeles
que se descubren en el juego.
Aquí,
hay solamente una serie de reacciones que se siguen las unas a
las otras indefinidamente. En tal etapa decimos que el niño
no tiene todavía una persona completamente desarrollada. El
niño reacciona en forma suficientemente inteligente a los estímulos
inmediatos que llegan hasta él, pero estos estímulos no están
organizados. No organiza su vida como querríamos que lo
hiciera, es decir, como un todo. No hay más que una serie de
reacciones del tipo de las del juego. El niño reacciona a
ciertos estímulos, pero no es una persona completa. En su
deporte tiene que tener una organización de esos papeles; de
lo contrario, no puede jugar. El deporte representa el paso en
la vida del niño, desde la adopción del papel de otros en el
juego hasta la parte organizada que es esencial para la
conciencia de sí en la acepción completa del término.
4.
El juego, el deporte y el «otro» generalizado
La
diferencia fundamental que existe entre el deporte y el juego
está en que, en el primero, el niño tiene que tener la
actitud de todos los demás que están involucrados en el
juego mismo. Las actitudes de las demás jugadas que cada
participante debe asumir, se organizan en una especie de
unidad y es precisamente la organización lo que controla la
reacción del individuo. Antes usamos la ilustración de una
persona jugando al béisbol. Cada uno de sus propios actos es
determinado por su expectativa de las acciones de los otros
que están jugando. Lo que hace es fiscalizado por el hecho de
que él es todos los demás integrantes del equipo, por lo
menos en la medida en que esas actitudes afectan su reacción
particular. Tenemos entonces un «otro» que es una organización
de las actitudes de los que están involucrados en el mismo
proceso.
La
comunidad o grupo social organizados que proporciona al
individuo su unidad de persona pueden ser llamados «el otro
generalizado». La actitud del otro generalizado es la actitud
de toda la comunidad. Así, por ejemplo, en el caso de un
grupo social como el de un equipo de pelota, el equipo es el
otro generalizado, en la medida en que interviene -como
proceso organizado o actividad social- en la experiencia de
cualquiera de los miembros individuales de él.
Si
el individuo humano dado quiere desarrollar una persona en el
sentido más amplio, no es suficiente que adopte simplemente
las actitudes de los otros individuos humanos hacia él y de
ellos entre sí dentro del proceso social humano, e incorpore
ese proceso social como un todo a su experiencia individual,
meramente en esos términos. Además, del mismo modo que
adopta las actitudes de los otros individuos hacia él y de
ellos entre sí, tiene que adoptar sus actitudes hacia las
distintas fases o aspectos de la actividad social común o
serie de empresas sociales en las que, como miembros de una
sociedad organizada o grupo social, están todos ocupados; y
entonces, generalizando esas actitudes individuales de esa
sociedad organizada o grupo social, tomándolas como un todo,
tiene que actuar con relación a diferentes empresas sociales
que en cualquier momento dado dicha sociedad ejecuta, o con
relación a las distintas fases mayores del proceso social
general que constituye la vida de tal sociedad y de la cual
dichas empresas son manifestaciones específicas. Esa
incorporación de las actividades amplias de cualquier todo
social dado, o sociedad organizada, al campo experiencial de
cualquiera de los individuos involucrados o incluidos en ese
todo es, en otras palabras, la base esencial y prerrequisito
para el pleno desarrollo de la persona de ese individuo; sólo
en la medida en que adopte las actitudes del grupo social
organizado al cual pertenece, hacia la actividad social
organizada, cooperativa, o hacia la serie de actividades en la
cual ese grupo está ocupado, sólo en esa medida desarrollará
una persona completa o poseerá la clase de persona completa
que ha desarrollado. Y, por otra parte, los complejos procesos
y actividades cooperativos y funciones institucionales de la
sociedad humana organizada son, también, posibles sólo en la
medida en que cada uno de los individuos involucrados en ellos
o pertenecientes a esa sociedad puedan adoptar las actitudes
generales de todos esos otros individuos con referencia a esos
procesos y actividades y funciones institucionales, y al todo
social de relaciones e interacciones experienciales de ese
modo constituidas -y puedan dirigir su conducta de acuerdo con
ello-.
Es
en la forma del otro generalizado como los procesos sociales
influyen en la conducta de los individuos involucrados en
ellos y que los llevan a cabo, es decir, que es en esa forma
como la comunidad ejerce su control sobre el comportamiento de
sus miembros individuales; porque de esa manera el proceso o
comunidad social entra, como factor determinante, en el
pensamiento del individuo. En el pensamiento abstracto el
individuo adopta la actitud del otro generalizado hacia sí
mismo, sin referencia a la expresión que dicho otro
generalizado pueda asumir en algún individuo determinado; y
en el pensamiento concreto adopta esa actitud en la medida en
que es expresada en las actitudes hacia su conducta por parte
de aquellos otros individuos junto con quienes está
involucrado en la situación o el acto social dados. Pero sólo
adoptando la actitud del otro generalizado hacia él -en una u
otra de esas maneras- le es posible pensar, porque sólo así
puede darse el pensamiento. Y sólo cuando los individuos
adoptan la actitud o actitudes del otro generalizado hacia sí
mismos, sólo entonces se hace posible la existencia de un
universo de raciocinio, como el sistema de significaciones
sociales o comunes que el pensamiento presupone.
El
individuo humano consciente de sí, pues, adopta o asume las
actitudes sociales organizadas del grupo social o comunidad
dada (o de una parte de ella) a la que pertenece, hacia los
problemas sociales de distintas clases que enfrentan a dicho
grupo o comunidad en cualquier momento dado y que surgen en
conexión con las correspondientes empresas sociales o tareas
cooperativas organizadas en las que dicho grupo o comunidad,
como tal, está ocupado. Y, como participante individual en
esas tareas sociales o empresas cooperativas, gobierna, de
acuerdo con ellas, su propia conducta.
El
deporte tiene una lógica, cosa que torna posible tal
organización de la persona: es preciso obtener un objetivo
definido; las acciones de los distintos individuos están
todas relacionadas entre sí con referencia a ese objetivo, de
modo que no entran en conflicto; uno no está en conflicto
consigo mismo en la actitud de otro hombre del mismo equipo.
Si uno tiene la actitud de la persona que arroja la pelota,
puede tener también la reacción de atrapar la pelota. Ambas
están relacionadas de manera de contribuir al objetivo del
deporte mismo. Están interrelacionadas en una forma unitaria,
orgánica. Existe, pues, una unidad definida, que es
introducida en la organización de otras personas, cuando
llegamos a la etapa del deporte, en comparación con la
situación del juego, en la que hay una simple sucesión de un
papel tras otro, situación que es, por supuesto, característica
de la personalidad del niño. El niño es una cosa en un
momento y otra en otro, y lo que es en un momento dado no
determina lo que será en el siguiente. Eso constituye, a la
vez, el encanto de la niñez y su imperfección. No se puede
contar con el niño; no se puede suponer que todas las cosas
que él haga determinarán lo que hará en un momento dado. No
está organizado en un todo. El niño no tiene carácter
definido, personalidad definida.
El
deporte, constituye, así, un ejemplo de la situación de la
que surge una personalidad organizada. En la medida en que el
niño adopta la actitud del otro y permite que esa actitud del
otro determine lo que hará con referencia a un objetivo común,
en esa medida se convierte en un miembro orgánico de la
sociedad. Se incorpora la moral de esa sociedad y se convierte
en un miembro esencial de ella. Pertenece a ella en el grado
en que permite que la actitud del otro, que él adopta, domine
su propia expresión inmediata. Una especie de proceso
organizado está aquí involucrado.
Lo
que ocurre en el deporte ocurre continuamente en la vida del
niño. Éste adopta continuamente las actitudes de los que le
rodean, especialmente los papeles de los que en algún sentido
le dominan y de los que depende. Al principio entiende la
función del proceso en una forma abstracta. Ella pasa del
juego al deporte en un sentido real. El niño tiene que
participar en el deporte. La moral del deporte se apodera del
niño con mayor fuerza que la moral más amplia de la
comunidad. El niño entra en el deporte y éste expresa una
situación social en la que puede intervenir por completo: su
moral puede tener mayor atracción para él que la de la
familia a la cual pertenece o la de la comunidad en la que
vive. Hay toda clase de organizaciones sociales, algunas de
las cuales son bastante duraderas, otras temporarias, y en
ellas el niño penetra y juega una especie de deporte. Es un
período en que le agrada «pertenecer», e ingresa en
organizaciones que nacen y desaparecen. Se convierte en algo
que puede funcionar en el todo organizado, y de tal manera
tiende a determinarse en su relación con el grupo al que
pertenece. Ese proceso constituye una notable etapa en el
desarrollo de la moral del niño. Le convierte en un miembro,
consciente de sí, de la comunidad a la cual pertenece.
5.
El «yo» y el «mí»
Hemos
analizado en detalle las bases sociales de la persona, e
insinuado que la persona no consiste simplemente en la pura
organización de las actitudes sociales. Ahora podemos
plantear explícitamente la duda en cuanto a la naturaleza del
«yo» consciente del «mí» social. No pretendo plantearla
cuestión metafísica de cómo una persona puede ser a la vez
«yo» y «mí», sino investigar la significación de tal
distinción desde el punto de vista de la conducta misma. ¿En
qué punto de la conducta aparece el «yo» frente al «mí»?
Si uno determina cuáles su posición en la sociedad y se
siente poseedor de ciertas funciones y privilegios, todo ello
es definido con referencia a un «yo», pero el «yo» no es
un «mí» y no puede convertirse en un «mí». Puede que
haya en nosotros dos personas, una mejor y otra peor, pero
eso, una vez más, no es el «yo» frente al «mí», porque
ambos son personas. Aprobamos a una y desaprobamos a la otra,
pero cuando hacemos surgir a una u otra, están presentes,
para tal aprobación, en su calidad de «mí». El «yo» no
aparece en el proscenio. Hablamos con nosotros mismos, pero no
nos vemos. El «yo» reacciona a la persona que surge gracias
a la adopción de las actitudes de otros. Mediante la adopción
de dichas actitudes, hemos introducido el «mí» y
reaccionamos a él como a un «yo».
La
forma más sencilla de encarar el problema sería haciéndolo
en términos de la memoria. Hablo conmigo mismo, y recuerdo lo
que dije y quizás el contenido emocional que acompañaba lo
que dije. El « yo» de este momento está presente en el «mí»
del momento siguiente. Y aquí, una vez más, no puedo
volverme con suficiente rapidez como para atraparme a mí
mismo. Me convierto en un «mí» en la medida en que recuerdo
lo que dije.
Si
se pregunta, pues, dónde aparece el «yo» directamente, en
la experiencia de uno, la respuesta es que aparece como una
figura histórica. El ayo» del «mí» es lo que uno era hace
un segundo. Es otro «yo» que tiene que adoptar ese papel. No
se puede obtener la reacción inmediata del «yo» en el
proceso. El «yo» es, en cierto sentido, aquello con lo cual
nos identificamos. Su incorporación a la experiencia
constituye uno de los problemas de la mayor parte de nuestra
experiencia consciente; no es dado directamente en la
experiencia.
El
«yo» es la reacción del organismo a las actitudes de los
otros; el «mí» es la serie de actitudes organizadas de los
otros que adopta uno mismo. Las actitudes de los otros
constituyen el «mí» organizado, y luego uno reacciona hacia
ellas como un «yo». Examinaremos ahora con mayores detalles
estos conceptos.
No
hay «yo» ni «mí» en la conversación de gestos; el acto
completo no ha sido llevado a cabo aún, pero la preparación
tiene lugar en ese campo del gesto. Ahora bien, en la medida
en que el individuo despierta en sí las actitudes de los
otros, surge un grupo de reacciones organizadas. Y el que
logre tener conciencia de sí se debe a la capacidad del
individuo para adoptar las actitudes de esos otros en la
medida en que éstos pueden ser organizados. La adopción de
todas esas series de actitudes organizadas le proporciona su
«mí»; ésa es la persona de la cual tiene conciencia. Puede
lanzar la pelota a algún otro miembro gracias a la exigencia
que le presentan otros miembros del equipo. Ésa es la persona
que existe inmediatamente para él en su conciencia. Tiene las
actitudes de ellos, sabe lo que ellos quieren y cuáles serán
las consecuencias de cualquier acto de él, y ha asumido la
responsabilidad de la situación. Pues bien, la presencia de
esas series de actitudes organizadas constituye ese «mí» al
cual reacciona como un «yo».
Pero
ni él ni ningún otro sabe cuál será dicha reacción. Quizás
haga una jugada brillante o cometa un error. La reacción a
esa situación, tal como aparece en su experiencia inmediata,
es incierta, y ello es lo que constituye el «yo».
El
«yo» es la acción del individuo frente a la situación
social que existe dentro de su propia conducta, y se incorpora
a su experiencia sólo después de que ha llevado a cabo el
acto. Entonces tiene conciencia de éste. Tuvo que hacer tal y
cual cosa, y la hizo. Cumple con su deber y puede contemplar
con orgullo lo ya hecho. El «mí» surge para cumplir tal
deber: tal es la forma en que nace en su experiencia. Tenía
en sí todas las actitudes de los otros, provocando ciertas
reacciones; ese era el «mí» de la situación, y su reacción
es el «yo». Quiero llamar en especial la atención sobre el
hecho de que esta reacción del «yo» es algo más o menos
incierto. El movimiento hacia el futuro es el paso, por así
decirlo, del ego, del «yo». Es algo que no está dado en el
«mí».
Tómese
la situación de un hombre de ciencia resolviendo un problema
acerca del cual posee ciertos datos que provocan ciertas
reacciones. Parte de esa serie de datos exige que les aplique
tal y cual ley, en tanto que otras sedes de datos exigen otra
ley. Los datos están presentes con sus inferencias. Sabe qué
significa tal y cual coloración, y cuando tiene los datos
ante sí, ellos representan ciertas reacciones por su parte;
pero ahora están ya en conflicto los unos con los otros. Si
tiene una reacción, no puede tener la otra. No sabe qué hará,
ni lo sabe nadie. La acción de la persona se produce en
reacción a esas series de datos en conflicto, en forma de un
problema, que le presentan a él, en cuanto hombre de ciencia,
exigencias en conflicto. Tiene que verlo desde distintos
puntos de vista. Esa acción del «yo» es algo cuya
naturaleza no podemos predecir por anticipado.
El
«Yo», pues, en esta relación entre el «yo» y el «mí»,
es algo que, por decirlo así, reacciona a una situación
social que se encuentra dentro de la experiencia del
individuo. Es la respuesta que el individuo hace a la actitud
que otros adoptan hacia él, cuando él adopta una actitud
hacia ellos. Ahora bien, las actitudes que él adopta hacia
ellos están presentes en su propia experiencia, pero su
reacción a ellas contendrá un elemento de novedad. El «yo»
proporciona la sensación de libertad, de iniciativa. La
situación existe para nosotros, para que actuemos en forma
consciente de nosotros. Tenemos conciencia de nosotros, y de
lo que es la situación, pero jamás entra en la experiencia
la manera exacta en que actuaremos, hasta después de que
tiene lugar la acción.
Tal
es la base del hecho de que el «yo» no aparezca en la
experiencia en el mismo sentido que el «mí». El «mí»
representa una organización definida de la comunidad,
presente en nuestras propias actitudes y provocando una reacción,
pero la reacción es algo que simplemente sucede. No hay
certidumbre en relación con ella. Existe para el acto una
necesidad moral, pero no una necesidad mecánica. Cuando tiene
lugar, nos damos cuenta de que ha sido hecho. La explicación
anterior nos proporciona, creo, la posición relativa del «yo»
y el «mí» en la situación, y los motivos para la separación
de ambos en la conducta. Los dos están separados en el
proceso, pero deben estar juntos, en el sentido de ser partes
de un todo. Están separados y sin embargo, les corresponde
estar juntos. La separación del «yo» y el «mí» no es
ficticia. No son idénticos, porque, como he dicho, el «yo»
es algo nunca enteramente calculable. El «mí» exige cierta
clase de «yo», en la medida en que cumplimos con las
obligaciones que se dan en la conducta misma, pero el «yo»
es siempre algo distinto de lo que exige la situación misma.
De modo que siempre hay esa distinción, si así se prefiere,
entre el «yo» y el «mí». El «yo» provoca al «mí» y
al mismo tiempo reacciona a él. Tomados juntos, constituyen
una personalidad, tal como ella aparece en la experiencia
social. La persona es esencialmente un proceso social que se
lleva a cabo, con esas dos fases distinguibles. Si no tuviese
dichas dos fases, no podría existir la responsabilidad
consciente, y no habría nada nuevo en la experiencia.
George
Herbert Mead (1934/1968): Espíritu, persona y sociedad desde
el punto de vista del conductismo social. Introducción de
Charles W. Morris. Editorial Paidós, Buenos Aires, pp. 168-171,
176-189, 200-205.
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