Todos los autoritarismos que he citado, por el mero hecho de ejercerlos los que en sí mismos y ante los demás se sienten, se viven y se muestran como débiles y frágiles, gozan en sus manifestaciones públicas del privilegio de la presunción de verdad.
Es decir; la gente admite como un acto de fe sus planteamientos ideológicos, teológicos o prejuiciosos, no sometiéndolos a la crítica de la razón ni de la opinión.