ARTE EN CONTEXTO Y COMO EXPERIENCIA DIDÁCTICA Y DE CONVIVENCIA
Se hace muy común hoy en día el gusto por el "arte urbano". Después de unos orígenes bien intencionados, permisivos e ingenuos, actualmente, en muchas ocasiones, resulta algo sancionado o perseguido en su puesta en práctica. Aunque por el contrario, el sentimiento general que produce encontrar intervenciones en la calle es positivo. Y mucho mayor, hay que señalar, cuando se viaja como turista o transitamos un entorno que nos es ajeno, que no es nuestro barrio, o que son lugares que identificamos como "alternativos". Más allá de estas apreciaciones, quiero dirigir mi entrada a la experiencia que puede suponer trabajar en el espacio público, cambiar la manera en que nos relacionamos con él y cómo este cambia a través del arte y la interacción; reforzar también esta práctica convirtiéndola en una vivencia mucho más potente cuando consigue involucrar a otros en su producción.
El artista puede pasar varias sesiones, o quizá una única de no muchas horas, frente al soporte; pero existe una parte de la población que transitará a menudo, como una acción cotidiana, el espacio donde el artista eligió intervenir. Es por esto que el arte en la calle tiene más importancia de la que a veces se le adjudica. A diario se imponen imágenes en nuestras rutinas, y el arte nos ha demostrado que esta imposición puede ser agradable; que podemos elegir en cierta manera la estética y relación con nuestro entorno, e incluso ser partícipes de ella. Debería despertarse un sentimiento general que hiciese a la gente pensar en esto. Siendo obvias las preocupaciones y prioridades que cada ciudadano en particular pueda tener, la imagen del espacio común debería ser un tema sobre el que reflexionar más a menudo. Crear mayor consciencia general de una propiedad sobre el espacio público y por lo tanto una elección de su imagen.
Desde temprano, esto fue algo que personalmente me llamaba la atención; y fue justo esta inquietud la que me llevó a perder el miedo o nerviosismo de salir a la calle a trabajar. Entenderla más allá de un lugar de tránsito por el que pasear para llegar a diferentes lugares. La acción del que se lanza a exponer sus trabajos en exterior comienza normalmente como algo clandestino con la idea de, tan solo unas horas después, recibir un feedback espontáneo del viandante. Aunque hay que decir que la mayoría de intervenciones las recibimos por medio de la fotografía vía internet, incluso me atrevo a decir que más del 90% del arte urbano que conocemos ha sido a través de este medio.
Con el paso del tiempo, me he dado cuenta del valor del proceso en este tipo de trabajos. Dando por supuesto (y amando) el guiño que supone ante el público cualquier obra en la calle, cuando utilizas los muros y espacios públicos como soporte y enfrentas proyectos de gran envergadura comienzas a ser consciente de la relación que estos establecen con la gente que vive en la zona. Muchas veces te observan mientras trabajas, charlan contigo, comentan la jugada, te ofrecen un bocadillo y, si les invitas, seguro que se animan a ayudarte pintando o en lo que puedan. Mediante estas relaciones puedes conseguir transmitir tu amor por el arte y el uso de nuestro propio entorno. Ello me lleva a pensar que tiene un fuerte potencial docente. Se trata de algo que de primeras llama mucho la atención y que de segundas tiene un fuerte mensaje de convivencia, como adelantaba en el título. Formación en valores esenciales que no deberían olvidarse nunca y nos ayudan a vivir en sociedad, como puede ser el concepto de compartir. Compartir tiempo enfocando el trabajo colectivo hacia un resultado que perdurará en la vía pública semanas, meses, años... nadie sabe, pero un periodo importante seguro.
Según en qué zona, ciudad o país te encuentres encontrarás más accesibilidad al tipo de actividades a las que me refiero. La predisposición a pintar fachadas, por ejemplo, es muy diferente en una ciudad grande como Madrid o en otra menos "contaminada" por diferentes factores. En 2014 pude disfrutar de una residencia artística en Cochabamba, Bolivia. Mi experiencia allí fue buenísima, realmente pasé muchas barreras a las que no me había enfrentado todavía.
Por primera vez me lanzaba de esta forma a una cultura diferente por completo con tan solo un cubo de pintura en mano. Sin plan inicial, me subía a un trufi (una especie de híbrido entre bus y taxi) que me alejaba del barullo central. En unos minutos transitaba por carreteras sin asfaltar, de pronto la relación con el espacio cambiaba. El paisaje siempre era impactante y todo lo que veía se convertía en spots susceptibles de intervención.
Aunque la sorpresa real llegó cuando di el paso de ponerme a trabajar, de hablar con los lugareños. De pronto me sentía bienvenido y respaldado para pintar casi allá donde quisiera. Más que nunca, la pintura cobró un sentido dinamizador del espacio, resaltando además su gran cualidad de sanadora de lugares vacíos. Además, la actitud positiva del vecindario hizo que se crearan pequeños círculos alrededor de la acción y, por supuesto, vínculos con los más pequeños, que eran quienes realmente se atrevían a mancharse las manos conmigo. Durante varias sesiones, tanto en los lugares de las imágenes que ilustran este texto como en otros, la pintura creó momentos y ambientes mágicos donde predominaba una didáctica del espacio habitable y transitado. Todos aprendíamos a compartir. Yo ofrecía mis dibujos y a cambio recibía amabilidad y talleres espontáneos, pequeños momentos de agitación de la zona que espero no se olviden, por lo menos mientras quede la huella mural.
Jesús Moreno
