Director: Terrence Malick
Guión: Terrence Malick
Reparto: Brad Pitt, Jessica Chastain, Hunter McCracken, Sean Penn, Fiona Shaw, Crystal Mantecon, Pell James, Joanna Going, Kari Matchett, Michael Showers
País: Estados Unidos
Duración: 138 min
Valoración E-innova:
Tras seis largos años de sequía desde el estreno de El nuevo mundo (The New World, 2005), el prestigioso realizador tejano Terrence Malick regresa a la gran pantalla con una nueva y trascendental obra cinematográfica: El árbol de la vida; un filme substancialmente más ambicioso (si cabe) que sus anteriores largometrajes, con una profundidad y alcance conceptual pocas veces visto en una pantalla de cine, especialmente en los inciertos tiempos que corren, en los que el cine sufre de una desasosegante comercialidad y una inmutable repetición de la fórmula como nunca hasta ahora se había dado.
Con sólo cinco películas a sus espaldas, Malick es considerado unánimemente, tanto por los críticos cinematográficos como por la propia industria, uno de los grandes nombres propios del último cuarto de siglo cinematográfico. Hasta el estreno del presente filme, su filmografía se reducía a cuatro títulos: Malas tierras (Badlands, 1973), Días del cielo (Days of Heaven, 1978), La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998) y El nuevo mundo, estrenados de manera errática a lo largo de las tres últimas décadas pero, invariablemente, considerados como obras capitales del cine moderno por sus indudables aportaciones estilísticas y de contenido. No es vano, El árbol de la vida consiguió la prestigiosa Palma de Oro a la mejor película concedida por el Festival de Cannes en la edición del presente año.
Pero, ¿qué posee este filme para haber sido capaz de generar tal polémica y división de opiniones por parte del público? ¿Existen motivos que justifiquen la salida masiva de espectadores de la sala, la burla o incluso los pitos durante la proyección del metraje? La respuesta, como casi siempre, carece de la magia que nos gustaría que tuviera, y simplemente podría reducirse a la siguiente aseveración: El árbol de la vida es una película de Malick, con todo lo que ello conlleva. Partiendo de esta base, todo aquel que haya visto alguno de sus anteriores filmes, o que conozca el estilo visual y narrativo de su obra, encontrará que la película no deja de ser un típico ejercicio malickiano, si bien algo más excesivo (no demasiado) a los que nos tiene acostumbrados.
El desconocimiento total sobre la cinematografía de Malick puede ser un impedimento importante a la hora de enfrentarse a un producto de estas características. Puede serlo, pero no habría de serlo per se. El filme, pese a lo que se haya dicho, no deja de ser un filme comercial, pensado para ser estrenado en salas de cines, con una historia y un discurso perfectamente definidos. Se ha hablado de video-arte, de cine de arte y ensayo, de cine experimental... Conceptos que mucha gente emplea de manera indistinta pero que no pueden ser más opuestos. El árbol de la vida no es la cúspide de la comercialidad, no es el nuevo producto de J.J. Abrams, Michael Bay o Roland Emmerich, pero desde luego que no se fundamenta en un hermetismo formal y conceptual que impida su comprensión; no busca despistar ni esconde las cartas, más bien al contrario: las muestra todas, sin anestesia y, quizás por ello, pueda llegar a subyugar por momentos.
Con un estilo visual arrollador, una paradigmática realización, sutil y etérea, y un discurso inmenso pero perfectamente definido, Malick ofrece un deleite para los sentidos con su particular visión de ser humano y la naturaleza. Plagada de grandes angulares, la dirección del filme roza cotas de magnetismo insólitas para una historia tan aparentemente convencional como la que se nos muestra. No se fuerza la realidad, no se trasgreden las normas más elementales de realización en ningún momento y, sin embargo, ahí está ese continuo remanente de fascinación y atracción. Un portento a nivel visual, con decenas (cientos, más bien) de imágenes que se graban a fuego en la retina: una bandada de pájaros sobrevolando unos edificios acristalados, un volcán en erupción, un marco de una puerta en medio de una playa, una mano interrumpiendo el flujo de agua que emana de un grifo, etc. Análogamente, una perenne voz over nos conduce a través de ellas, fortaleciendo su ya de por sí evidente significado, que termina de ser apuntalado por una compleja (épica por momentos; minimalista por defecto; indistintamente genial) banda sonora.
Mención especial merecen dos momentos puntuales del filme. Dos grandes mosaicos visuales responsables de provocar los principales momentos de alejamiento de la convencionalidad, pero al mismo tiempo poseedores de las más altas cotas de magia cinematográfica. Pues no hay otra definición con la que calificar esos dos instantes de etérea poesía visual: el viaje astral por el universo, iniciado convenientemente por ese espeluznante ¿Dónde estabas? dirigido a Dios con motivo del fallecimiento de uno de los hijos de la familia O'Brien, y el largo epílogo de redención final.
El discurso de Malick queda perfectamente delimitado: la grandeza de Dios no puede ser discutida en sentido alguno; a decir verdad, la cuestión de fondo no es la de plantearse o no su existencia, sino la de ir un paso más allá; la de mostrar el verdadero lugar que el ser humano ocupa dentro del universo, dentro del macroentorno del que estamos rodeados. Todo nuestro mundo, nuestras sociedades, nuestras filosofías, ciencias, éxitos y fracasos no son sino una ínfima porción, extraordinariamente diminuta e insignificante en comparación con el cosmos. Somos la nada de la nada de la nada. Nuestra realidad se limita a un diminuto planeta de una estrella perdida entre las más de 300.000 millones que componen la Vía Láctea, una más de las 500.000 millones de galaxias que componen el universo conocido... Cifras incoherentes para el raciocinio humano tras las que se esconde la terrible verdad de nuestra infinita soledad.
Incluso un terrible drama como es la muerte de un ser querido, de un hijo/hermano, pierde su significación ante un telón de fondo como el que se nos presenta: un cosmos repleto de belleza, paz y armonía: esféricos planetas recortados ante la luz de las estrellas, satélites naturales, estructuras volcánicas expulsando lava violentamente, unidades celulares en movimiento... Se nos muestra la complejidad del universo y el milagro de la vida, el preciosismo de la realidad, la imponderable naturaleza, dinosaurios ya extintos... Retazos de belleza de una profundidad inabordable; verdades imposibles camufladas en fragmentarios soplos de realidad; vida y muerte, sentido y realidad; el todo y la nada dados de la mano en una impagable sucesión de imágenes. Exista Dios o no exista, Malick pretende mostrar que ello no habría de condicionarnos: la realidad está ahí para quien quiera verla. La inmensidad de la misma, la complejidad de la vida, lo inmedible de los sentimientos humanos. ¿De verdad se requiere de una entidad suprema para valorar semejantes prodigios antirracionales? ¿Hace falta verificar la existencia de en un Dios todopoderoso para creer en la naturaleza? Conocer el origen y la grandeza de la vida no la convierte en algo más o menos valioso pues esta, por sí misma, es suficientemente capaz de mostrarse como lo que es: única e inapreciable. Y esa es la otra cara del discurso de Malick: después de avasallarnos durante varias decenas de minutos con imponentes imágenes del cosmos y del microcosmos, nos conduce de nuevo ante algo concreto y muy específico. Nos introduce de lleno en el núcleo familiar de los O'Brien y, a través del crecimiento de sus hijos, nos muestra una historia familiar y conmovedora de una pequeña parcela de la realidad.
Después de mostrarnos nuestra insignificancia como especie, nuestra más absoluta soledad dentro de la creación universal, Malick potencia su mensaje dando a entender que, pese a esa nimiedad que somos, pese a ese cero a la izquierda infinito que ocupamos en cifras astronómicas, la vida humana no tiene precio. Su valor es directamente proporcional a su escasez en el cosmos. El ciclo queda así cerrado y delimitado, el particular árbol de la vida de Malick logra por fin su sentido; un sentido que quedará supremamente completado en la magistral secuencia onírica final, probablemente uno de los clímax más poderosos que la historia del cine jamás ha dado.
Con un nivel emocional que ralla en el paroxismo, la catarsis final que sufre el personaje interpretado por Sean Penn es compartida por el espectador, que asiste atónito a un admirable despliegue visual que se manifiesta en poesía, en pura preciosidad y en inequívoca muestra de un dictatorial dominio de la imaginería visual por parte de Malick, de un montaje intrincado y bello a la par que fascinante y legendario. Un broche de oro a una de las más grandes historias épicas que el cine moderno ha producido: un ejercicio de estilo desbordante; un discurso donde la ambición sólo puede ser comparable a la trascendencia que emana de cada fotograma; donde espacio y tiempo se ven reducidos a un mero flujo de imágenes y sonidos manipulados escrupulosamente por la férrea mano de Malick, que nos conduce diligentemente a través de un océano de trascendencia ilimitada. El tormento del hijo de los O'Brian, Jack, encuentra por fin la redención que durante tanto tiempo anheló: la conciliación con su autoritario padre y consigo mismo. Un bello epílogo final que en el fondo no está sino mostrando la extrema fragilidad de la vida humana y sus emociones.
Terrence Malick ha apuntado más alto que nunca, pero puede permitírselo. Como antaño hicieran los grandes, Malick acaba de presentar su particular 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968); su genuina Solaris (Solyaris, 1972); su personal Ordet (1955), poniendo su nombre junto al de otros egregios del cine como Kubrick, Tarkovski o Dreyer. Y acaba de dar un golpe sobre la mesa como pocos se recuerdan a nivel cinematográfico: en plena carencia de ideas en Hollywood, en medio de una continua sucesión de innecesarias e intrascendentes secuelas, remakes, precuelas y adaptaciones de todo tipo y condición, Malick ha logrado estrenar (con la inestimable ayuda de Brad Pitt, productor de la cinta) una obra que no puede ser comparada prácticamente con nada de lo que semanalmente llega a nuestros cines. El árbol de la vida consigue destacar, más si cabe, por la extremada adulteración que sufre el cine actual. Hoy en día se califica como cine a cualquier medianía que se estrena en las salas. El valor de la palabra se encuentra tan devaluado y denostado, que poco menos que resulta insuficiente al referirnos a obras como la que nos ocupa: imagen y sonido al servicio de grandes objetivos, sin complejos, sin barreras, sin limitaciones; denso, con trascendencia, con ambición, con una enorme carga emocional. Cine en estado puro. No merece la pena establecer comparaciones. Malick ha inaugurado su propia división; y solamente compite contra una persona: consigo mismo.