El profesor bajó las escaleras de acceso al Aula Magna y allí estaban los alumnos, bien alineados, aunque habían dejado algunas de las primeras filas sin cubrir, con ese intento un tanto infantil e irracional de que, quizá, alejados, podían copiar o soplarse algo. Les hizo cubrir esos puestos a los de las últimas filas, y entonces la vio. Tras la mudanza, ella estaba en la que se había convertido la última fila.
Era una muchacha que, por las razones que fueran, no había frecuentado las clases con regularidad. Alguna vez sí que había notado su presencia, porque era muy difícil no reparar en ella: tenía un rostro angelical, unos rasgos muy finos bajo una pelambrera oscura, con algo de flequillo. Su cabello era abundante, aunque cortado por detrás. Su cara desprendía belleza, serenidad, dulzura y quizá una expresión de melancolía resignada, y algo parecido a la inocencia, debido al aspecto aniñado de sus facciones. Al menos, así, en la distancia, le parecía al profesor, que estaba realizando el último examen con sus alumnos antes de la jubilación.
Porque aquella era una de sus últimas tareas como profesor en activo en un centro en el que había dado clases durante décadas. Era un momento en que, para el resto del mundo, pasaría desapercibido, pero que para él tenía un significado trascendental. Así son las cosas: cada uno vive sus momentos más importantes en soledad, mientras que el mundo sigue tercamente rodando, indiferente, hasta que todo lo traga el olvido.
El sol temprano, mañanero, entraba sesgado por los altos ventanales del Aula Magna y daba a las objetos ese brillo de lo inefable y de lo difícilmente repetible, pues, aunque se produzca todas las mañanas, cada día ni el tono ni el brillo son iguales a los del día anterior. Al tiempo que los alumnos, inclinados sobre sus folios, comenzaban a escribir, siguiendo lo indicado en la hoja de preguntas que el profesor les había entregado, se sentía la vida, el profesor percibía la vida en sus esencias. Era un momento especial bajo los rayos del sol que irrumpían en el aula. El profesor lanzaba miradas furtivas al rostro de aquella muchacha, con la mayor discreción posible, no fuera a ser que se percatara de ello y se sintiera molesta o se pusiera nerviosa. Procuraba mirarla a hurtadillas, cuando ella estaba escribiendo.
Y el profesor recordó a Gustav Aschenbach, el personaje de La muerte en Venecia, de Thomas Mann, novela tan magistralmente llevada al cine por Luchino Visconti con su Muerte en Venecia. Recordó el efecto que a Gustav, escritor y buscador incansable de la belleza, le produce el descubrimiento de un efebo llamado Tadzio en un hotel del Lido. Se sentía muy identificado con el protagonista de La muerte en Venecia. Lo que el profesor estaba sintiendo en esos momentos era algo muy parecido: una mezcla de gozo y melancolía. Gozo por la visión de la belleza -o por lo que al profesor le parecía bello, que no tenía por qué serlo también para los demás-. Melancolía por lo inasible o inalcanzable de lo bello y por la crueldad del paso del tiempo, por la acumulación de los años, que hacía de él un simple espectador de lo que aparecía ante sus ojos. Pensó que debía ser extraordinario vivir con una muchacha así y encontrarse con esa cara todas las mañanas, al despertarse. Simplemente eso: abrir los ojos y hallar ese rostro cerca, todos los días.
Pero a pesar de la melancolía que lo embargaba, era hermosa esa visión, y justificaba el mundo y la vida con toda su carga de miserias y sombras. La visión del rostro de esa muchacha era ya un placer eterno. Recordó al poeta romántico inglés John Keats y ese verso magnífico de su poema Endimión: A thing of beauty is a joy forever, una cosa bella es un placer eterno, verso que el profesor había puesto como salvapantallas en sus ordenadores. Ni el paso despiadado del tiempo, ni la vejez, ni la enfermedad, ni la muerte ni el olvido podían nada contra aquel momento, también inefable e irrepetible.
Oh, sí, valía la pena vivir solo por un instante como este, que provocaba en el profesor un aluvión de reflexiones y sensaciones entrecruzadas, en las que se daban la mano el arte, la literatura y la belleza, el sentido de la existencia, la vida y la muerte. Después de todo ¿qué había sido su vida, sino un deseo de transmitir a sus alumnos el interés por la literatura y el placer de la literatura y el arte? En los momentos más duros, siempre le quedaba la literatura. Y ahora también pensaba en Dante y en su soneto XXVI de la Vita Nuova, que tanto impresionó a Dámaso Alonso siendo joven, y en sus últimos versos, con aquella magnífica aliteración: ...e par che de la sua labbia si mova / un spirito soave pien d'amore / che va dicendo al anima: Sospira (y de sus labios parece salir un suave espíritu lleno de amor, que va diciendo al alma: Suspira). Una muchacha, Beatrice, casi una niña, inspiró a Dante estos y otros versos. Una muchacha como podría ser esta misma que ahora el profesor observaba a distancia y discretamente. Puro neoplatonismo, reflejo de lo divino, idealización absoluta de la figura femenina, pedestal en el que el poeta coloca a su amada mediante un proceso que hunde sus raíces en la lírica provenzal. Vida y literatura, una vez más, se daban la mano con la contemplación del rostro de aquella chica que se inclinaba sobre las hojas del examen.
El profesor volvió a la realidad, y ahora se preguntaba cómo sería la vida de aquella muchacha. Qué haría los fines de semana, cómo serían sus amigas y amigos, y si tendría novio, y cómo sería su novio, y si este sabría tratarla con lo suficiente dulzura. Y ella misma ¿cómo sería? ¿Se correspondería la belleza que mostraba ese rostro con una belleza interior? ¿Hasta qué punto a una chica de esta época le estaba permitido zafarse de la vulgaridad y la frivolidad que suelen ser tan frecuentes en nuestra sociedad y que a todos nos envuelve? ¿Sería una chica verdaderamente interesante? ¿Amaría, odiaría, envidiaría? ¿Qué llama albergaba su corazón? ¿Qué sentido le daba a la existencia? Y así, con lucubraciones y divagaciones por el estilo, planeaba el pensamiento del profesor, hasta que llegó el momento en el que la muchacha terminó su examen y se acercó al profesor para entregárselo.
Y entonces ella habló, y al hablar la expresión de inocencia infantil desapareció. Al tiempo que hablaba, su barbilla se ensanchó, juntándose en parte con el cuello, dando un aspecto más adulto a su cara. Quería saber que si podía darle la ficha, que hasta entonces no le había entregado. El profesor le dijo que sí y le preguntó que por qué no había podido venir con frecuencia a clase. Y ella explicó que porque daba clases particulares y porque tenía que ocuparse de una persona de su familia. El profesor observó algo en lo que antes no había reparado: que la muchacha lucía un pequeño piercing en los labios, y pensó en lo doloroso que tenía que ser insertarse algo así en la carne, o, si no lo era, al menos siempre resultaba doloroso ver algo parecido. Y la muchacha se despidió, y se dirigió a la salida, y desapareció.
El profesor pensó que lo más probable y natural era que nunca jamás la volvería a ver, pero que aquella visión, en un día como ese, el de su último examen antes de jubilarse, era como el resumen simbólico de muchas cosas, de muchos años, de gozos y sinsabores, de tristezas y alegrías, de ilusiones y desencantos, de amores y desamores, y, por supuesto, de vida y literatura... Esa mañana había experimentado un proceso de idealización de aquella alumna, pero daba lo mismo que ella fuera de una manera u otra. Mejor así, no saber nada más de ella. Porque, como ya había dicho Bécquer en una de sus rimas, «...mientras, callando, / guarde oscuro el enigma, / siempre valdrá, a mi ver, lo que ella calla / más que lo que cualquiera otra me diga».
Miró por encima el examen de la muchacha y observó algunos errores, evidentes vías de agua en la nave del conocimiento. No tenía mayor importancia. Como se jubilaba, hacía tiempo que había decidido dar aprobado general a todos los que se presentaran.
Cuando el último de los alumnos hubo entregado su examen, el profesor recogió sus cosas y se encaminó a la puerta de salida, no sin echar antes una reposada mirada al aula vacía. El sol estaba más alto a esas horas, había dejado de entrar por las ventanas y los objetos ya no lucían con el mismo brillo.