"La vida no es fácil, para ninguno de nosotros. Pero... ¡qué importa! Hay que perseverar y, sobre todo, tener confianza en uno mismo. Hay que sentirse dotado para realizar alguna cosa y que esa cosa hay que alcanzarla, cueste lo que cueste."
Marie Curie (1867-1934)
(Imagen) Marie Curie, una de las mejores investigadoras de la Historia de la Ciencia.
Trabajar en investigación no es tarea sencilla. Tras años de carrera, se suceden cuatro años de doctorado, seguidos de estancias postdoctorales, sin horarios fijos. A veces, por "nimiedades" como cambiar el medio de cultivo a unas bacterias o el ángulo de luz que reciben unas determinadas plantas, los investigadores pasan fines de semana y vacaciones enteras entre tubos de ensayo y matraces. Es un trabajo en el que se necesita mucho tesón, optimismo e ilusión. A veces el trabajo de meses o incluso años se va al traste por un error insignificante. A veces, por el contrario, las cosas salen bien y se logran publicar los resultados de una investigación de años en artículos de cinco folios. Sin embargo, en los tiempos que corren, investigar no es fácil, faltan becas y ayudas, pero a menudo, la vocación puede más que todas las trabas que se encuentran en el camino.
Sin embargo, no hace demasiado tiempo, la vida era, si cabe, aún más complicada. A la falta de medios y a la dureza del trabajo, se unía el reconocimiento nulo existente en la sociedad y en el mundo investigador hacia las científicas. Basta echar la vista atrás y poner tres ejemplos de mujeres que con su trabajo cambiaron en buena parte el desarrollo científico. Años después, su esfuerzo, ninguneado en un principio, sería recompensado con la concesión de dos Premios Nobel. La tercera, sin embargo, no tuvo tanta fortuna y falleció antes de ver reconocido su trabajo.
Barbara McClintock nació en 1902 en Hartford, Estados Unidos. Veinticinco años más tarde se doctoró en Botánica por la Universidad de Cornell, habiendo cursado diversas materias de genética, su verdadera pasión. A lo largo de los años, trabajó investigando los cambios que ocurren en los cromosomas (pequeños elementos con forma de bastoncillo donde están presentes los genes) durante la reproducción del maíz.
Barbara no tuvo las cosas fáciles. Antes de doctorarse en Botánica, intentó graduarse en Agronomía, pero no admitían mujeres. Sin embargo, mientras realizaba su tesis doctoral, decidió seguir estudiando la genética de plantas. Cuando acabó su trabajo, las cosas se complicaron aún más. En la Universidad no admitían mujeres como Catedráticas, por lo que estuvo un tiempo sin encontrar empleo, aunque finalmente puedo empezar a trabajar gracias a una ayuda del Instituto Carnegie.
Estudiando la genética del maíz, Barbara descubrió algo que cambiaría buena parte del conocimiento en Biología molecular: los transposones o, como se han denominado más delante de forma popular, los genes "saltarines". Nuevamente, las dificultades acecharon su carrera como científica. A pesar de que este descubrimiento lo realizó en los años cuarenta, sería ignorado durante largo tiempo, y no fue hasta 1983, cuando sus investigaciones serían reconocidas y galardonadas con el Premio Nobel de Medicina y Fisiología.
Sin embargo, y a pesar de ser injustamente ignorada durante muchos años, en gran parte debido a su condición de mujer, Barbara no culpó de ello a la comunidad científica. En los años ochenta, ya al final de su carrera, dijo que "parece injusto premiar con un Nobel a una persona por haber sido feliz a través de los años, no podía haber tenido una vida mejor".
El caso de Rosalind Franklin difiere bastante de nuestra primera protagonista. Rosalind nació en Reino Unido en 1920, doctorándose en un campo alejado del de Barbara McClintock, la química física. Sin embargo, años después de leer su tesis doctoral, comenzó a trabajar en una técnica que curiosamente revolucionará la Biología y la Genética del siglo XX: la difracción de rayos X. Esta metodología ha permitido, a lo largo de los años, el descubrimiento de estructuras fundamentales en investigación biológica, como el ADN o diversas proteínas de suma importancia.
Utilizando esta metodología, Franklin estudió el ADN (material del que están "fabricados" nuestros genes), realizando una fotografía que cambiaría la Historia de la investigación: la número 51. Esta fotografía, realizada por ella y transmitida, sin su permiso, por su colega Maurice Wilkins a James Watson y Francis Crick, sería uno de los pilares por los que estos últimos desentrañarían la estructura en doble hélice del ADN.
Sin embargo, y al contrario que nuestra primera protagonista, Rosalind no tuvo un reconocimiento años más tarde, sino que falleció a finales de los cincuenta a causa de un cáncer de ovario, probablemente causado por los altos niveles de radiación a los que se exponía en sus investigaciones. En 1962, cuatro años más tarde de su muerte, Watson, Crick y el propio Wilkins recibirían el Premio Nobel de Medicina y Fisiología, y a pesar de que la Academia de Ciencias sueca no puede conceder este título de forma póstuma, a menudo se pone el ejemplo de Franklin para mostrar la desigualdad de las mujeres investigadoras en la Historia, porque no fue hasta años después cuando se descubrió y reconoció su trabajo, fundamental para desenmarañar uno de los enigmas de la Biología molecular del siglo XX.
La última de nuestras protagonistas fue contemporánea de Rosalind Franklin, aunque sus investigaciones, por fortuna, sí que fueron reconocidas con el tiempo. Gertrude Belle Elion nació en Estados Unidos en 1918, obteniendo sus estudios por la Universidad de Nueva York en bioquímica y farmacología.
Debido a su condición de mujer, no pudo acceder a los estudios de doctorado. A pesar de que durante sus estudios universitarios no estaba demasiado motivada por el camino de la investigación, la repentina muerte de su abuelo a causa de un cáncer, hizo que decidiera dedicar su vida profesional a la carrera científica.
Para ello, consiguió el puesto de asistente de laboratorio al lado de un eminente investigador, el Dr. Hitchings, en la empresa farmacéutica Burroughs-Wellcome, hoy integrada en la multinacional GlaxoSmith-Kline. A su vez, compaginó este puesto siendo docente en un instituto, ya que no obtenía una enorme remuneración económica como para poder subsistir.
Durante sus años como investigadora, consiguió sintetizar varios fármacos que revolucionaron el mundo de la terapéutica, pues logró conseguir la primera molécula para el tratamiento de la leucemia, el primer agente inmunosupresor utilizado en el trasplante de órganos o el primer fármaco contra el SIDA, entre otros muchos descubrimientos.
A pesar de no poder realizar el doctorado al comienzo de su carrera investigadora, Gertrude recibió el reconocimiento de la comunidad científica al recibir el Premio Nobel de Medicina y Fisiología de 1988, siendo reconocida posteriormente como doctora honorífica por la Universidad George Washington.
El ejemplo de estas investigadoras, la discriminación que sufrieron en su trabajo por el simple hecho de ser mujeres, hace que debamos plantearnos una seria reflexión sobre la desigualdad manifiesta que ha existido a lo largo de la Historia de la Ciencia.
No debemos, sin embargo, pasar desapercibido su enorme ejemplo de lucha continua, esfuerzo, ilusión, paciencia, trabajo y tesón, resumido en una de las citas célebres de Elion: "La idea era hacer investigación, buscar nuevos caminos a conquistar, nuevas montañas que escalar".
Ojalá que su vida y sus trabajos sean un faro en la carrera profesional de todos aquellos que ven la ciencia con una mirada diferente.