El 19 de enero el FBI clausuró Megaupload, popular portal de internet de intercambio de archivos -hasta la fecha, la 13ª web más visitada del mundo. El FBI obedecía una orden del Departamento de Justicia estadounidense, motivada por una demanda presentada en el Estado de Virginia. Se dictaron órdenes de detención contra siete personas relacionadas con Megaupload: cuatro fueron arrestadas en Nueva Zelanda (entre ellos el fundador, Kit 'Dotcom' Schmitz), mientras que las otras tres se hallan huidas. Los cargos que se les imputan atañen violaciones de la propiedad intelectual e infracciones de los derechos de autor, crimen organizado, blanqueo de dinero y extorsión. En resumen, cada uno se enfrenta a un máximo de 50 años de cárcel por lucrarse distribuyendo contenidos sin la autorización de sus autores.
¿Un hito en la lucha contra la piratería o una puerta abierta a la censura?
La noticia del cierre de Megaupload sacudió la red inmediatamente y los comentarios a favor y en contra del portal se propagaron a una velocidad pasmosa. De un lado, los (autodenominados) defensores de la propiedad intelectual y de los derechos de autor observaban satisfechos cómo se producía el primer golpe realmente importante contra la piratería; del otro, los (también autodenominados) representantes de los internautas y, en su mayoría, adalides de la "cultura gratis", clamaron en contra del recorte de libertades que tal hecho constituía para los usuarios, y criticaban el serio precedente que se establecía y que podría significar un primer paso hacia el control efectivo de internet por parte de los gobiernos democráticos.
Las autoridades han afirmado que el cierre de la página no tiene conexión con la ley norteamericana anti-piratería, en trámites, SOPA (Stop Online Piracy Act); un día antes, webs como Wikipedia o Reddit realizaron un apagón voluntario en señal de protesta contra la aprobación de dicha ley. El apagón tuvo efecto: los trámites para dar el visto bueno a la ley se han visto frenados tanto en el Congreso como en el Senado -en este caso para la ley PIPA (Protect Intelectual Property Act), el equivalente de la ley SOPA en esa cámara. Aunque no son leyes iguales, las críticas a la SOPA y a la PIPA en EE.UU. han ido en la misma dirección que las que hemos escuchado y leído en España como reacción a la llamada ley Sinde: según sus detractores, estas leyes atentarían contra la libertad de expresión, otorgando un poder de intervención desmesurado a los gobiernos para poder cerrar webs y abriendo la puerta a la censura de contenidos en la red.
El fuego que estas leyes han originado se ha visto sin duda avivado por el cierre de Megaupload. Distanciándonos de la terminología legal y de la crítica -necesaria- al posible interés censor que se vislumbra en algunas de estas iniciativas gubernamentales, queremos reflexionar sobre el problema cultural que la piratería presenta. Comienza a circular la idea, cada vez con más fuerza, de que existen dos bandos enfrentados en los que hay que posicionarse: o a favor o en contra de la piratería, o conmigo, autor, o contra mí, internauta; no hay término medio. Nosotros, con este artículo, pretendemos alejarnos de esta falaz, irreal e imposible disyuntiva, confrontando las opiniones de más calado social al respecto y preguntándonos por el significado de la cultura en la actualidad, partiendo del caso de Megaupload.
Megaupload: ¿cultura compartida?
¿Cómo funcionaba Megaupload? La popular página alojaba en sus servidores determinados contenidos que el usuario podía descargar libre y gratuitamente, pero pasando por espacios publicitarios y con algunas limitaciones como la restricción de velocidad en las descargas y la imposibilidad de realizar varias de manera simultánea. Existía un tipo de cliente premium que, al pagar una cuota, escapaba a las limitaciones del servicio. Gracias a estos usuarios y a los ingresos de publicidad, Megaupload se convirtió en un negocio extremadamente rentable.
Megaupload no se responsabiliza de los contenidos almacenados; el argumento que se esgrime en su defensa es que el portal no enlaza directamente esos contenidos, solamente pone su servidor a disposición del usuario y éste decide qué hacer con los archivos que ha guardado. Aquí entran en juego las páginas de enlaces como SeriesYonkis.com o Cinetube.es, cuya función es poner en contacto a los demás usuarios con el contenido almacenado en Megaupload y que reciben asimismo otra porción de la tarta publicitaria. No obstante, hay un problema en el cierre de la web que tampoco podemos pasar por alto: ¿qué pasa con los usuarios que han utilizado el servicio legalmente y han subido contenidos propios o que no atentaban contra los derechos de autor? Lo cierto es que el consumidor que ha utilizado Megaupload para compartir archivos dentro de la legalidad o para almacenar los suyos propios se encuentra ahora indefenso. Sin embargo, cabe destacar que Megaupload premiaba a los internautas que subieran los contenidos más solicitados y, tras un tiempo determinado, eliminaba los archivos que permanecían sin descargarse. Es decir, que Megaupload no favorecía el almacenamiento, sino el tráfico de contenidos; entiéndase entonces la bicoca que suponía la piratería como motor del negocio.
En los últimos días se ha publicado en algunos medios la noticia de que tal vez el cierre de la compañía estuviera motivado por un servicio de descargas musicales perteneciente a Megaupload -MegaBox- que aspiraría en un futuro cercano a competir con las grandes discográficas, poniendo directamente en contacto al artista con el consumidor. Según Kim 'Dotcom', las multinacionales del sector habrían forzado el cierre de su empresa para evitar su posible competencia legal. Pese a todo, las intenciones, ya sean buenas o malas, no se están juzgando. Se juzgan los hechos, y resulta claro que hasta ahora el modelo con el que 'Dotcom' se había enriquecido durante años no era ni justo ni legal.
El intercambio de productos culturales que permitía Megaupload no tiene nada que ver con el préstamo entre particulares. Por supuesto que la ley permite que una persona deje una película, un libro o un disco a otra, pero Megaupload no compartía nada, sino que facilitaba el acceso a millones de usuarios a contenidos protegidos y que en ningún caso le pertenecían, obteniendo con ello pingües beneficios. No hablemos entonces de cultura compartida; más bien se trata de tráfico de cultura.
Un error de base: cultura gratis
Son demasiado numerosas las voces que claman a favor de la cultura gratis, pero en una sociedad como la actual, la cultura no es ni puede ser gratis. Pagar por la cultura permite no sólo la subsistencia del agente productor de la misma (sea músico, escritor o cineasta), sino que le facilita la posibilidad de poder especializarse, pudiéndose dedicar de ese modo a tiempo completo a sus tareas creativas; elemento este harto importante para, en principio, producir más y mejores obras -lo que aumenta nuestro acervo cultural, imprescindible para el desarrollo social.
El hecho de que la cultura no sea gratis no quiere por el contrario decir que no exista en nuestra sociedad el acceso libre y universal a la misma. Por fortuna, disponemos de innumerables bibliotecas públicas (universitarias, municipales, estatales), donde encontrar todo tipo de obras de carácter cultural. Su uso y disfrute no conlleva la remuneración directa e inmediata por el usuario (ya lo ha pagado vía impuestos) y su fondo de catálogo es lo suficientemente elevado como para necesitar varias docenas de vidas para consumir siquiera un pequeño porcentaje de las obras disponibles, ya se trate de libros, películas o discos. Por cierto, ¿no debería preocuparnos mucho más la conservación y el buen mantenimiento de estas bibliotecas? Quizás sea más aberrante y perjudicial para la sociedad el cierre de algunas bibliotecas que se ha producido en, por ejemplo, la comunidad de Madrid durante los últimos años, que el otro cierre, el de Megaupload.
Por otra parte, la idea de la cultura gratis llevada hasta sus últimas consecuencias desemboca invariablemente en una cultura producida por y para las élites. La diversidad y pluralidad que durante siglos de historia la humanidad ha alcanzado, en ausencia de una contraprestación para el agente cultural, está condenada indefectiblemente a la involución y marchitamiento toda vez que sólo las clases pudientes (aquellas cuya subsistencia no dependa de su trabajo cultural) sean las únicas capacitadas para dedicarse íntegramente a la producción cultural. Y es por esto, también, que las tan discutidas subvenciones cinematográficas tienen una importante razón de ser (lo que no impide que podamos criticar los procedimientos y mecanismos mediante los que se otorgan).
Nótese que la cultura gratis, por definición, carece del más mínimo sentido. Imposibilita su desarrollo y coarta la diversidad y calidad de la misma. La contraprestación del consumo cultural en las sociedades capitalistas contemporáneas es de tipo económico. De ese modo, la cultura, como la ropa o la comida, es un bien de consumo y como tal se encuentra dentro del mercado. Incomprensiblemente, un numeroso sector de la sociedad ve de manera natural pagar por unos pantalones o por un kilo de patatas, pero no por una película. Un error de base con el que mucho tenga que ver, probablemente, la educación. También tiene que ver con el hecho de que no podemos "descargarnos" ni comida ni viviendas, porque lo que internet favorece son los intercambios culturales. Lógicamente, este motivo no basta, ni mucho menos, para defender la gratuidad de la cultura, más bien al contrario, debería garantizarse su mejor protección.
Otro debate distinto es si la cultura es o no cara. Y la respuesta es que sí, es cara. No es normal pagar una media de 8 euros por una entrada de cine, teniendo además en cuenta el mal estado de las salas de exhibición de nuestro país y las pocas facilidades que éstas ofrecen a los espectadores. Un DVD o Blu-ray de estreno también es, a los ojos del consumidor, caro. Afortunadamente, cada vez tienen más éxito tiendas de segunda mano que venden películas a precios asequibles, y muchos periódicos han optado por promocionarse por medio de películas, libros y discos. Las tiendas especializadas y las grandes superficies deberían realizar más a menudo ofertas suficientemente atractivas para los usuarios, y seguro que incrementarían sus ventas.
Hasta aquí hemos expresado nuestro profundo malestar con el término "cultura gratis", haciendo hincapié especialmente en el adjetivo; conviene que nos detengamos ahora en el sustantivo.
¿Cultura? ¿Qué cultura?
El término cultura se emplea con demasiada ligereza. Tanta que, a veces, resulta hipócrita el uso que de él hacen algunos defensores de las descargas ilegales en internet.
Las películas son uno de los elementos estrella de las descargas de los usuarios a través de las distintas redes de compartimiento de archivos por internet, ya se trate del sistema Torrent, la red eMule, Kadmelia o la descarga directa, como era el caso de Megaupload. Pero conviene recordar que no son las obras de Yashujiro Ozu, Robert Bresson, Wim Wenders o Andrei Tarkovski las que lideran los rankings de filmes más descargados, sino que a la cabeza de las listas se sitúan, invariablemente, los últimos blockbusters hollywoodienses. Y con todo el debido respeto, ¿podemos meter en el mismo saco que a las obras de los cineastas citados, al último filme de Michael Bay o la última producción de Adam Sandler? Seguramente, ni siquiera el exitoso director ni el famoso cómico quieran ser incluidos en ese saco. Lo importante aquí no es que sean productos culturales, y lo mismo ocurre con otros productos musicales y literarios que podríamos considerar de baja calidad artística pero que llegan perfectamente a un público determinado en un corto espacio de tiempo. Su principal objetivo es entretener para conseguir el máximo beneficio posible, porque antes que productos artísticos, son productos industriales, de consumo. Aunque evidentemente es bueno defender y proteger una cultura basada en el entretenimiento, resulta sospechoso emplear el término "cultura" para referirse a estas obras, que no aportan más que un disfrute liviano y pasajero, cuando existen muchas otras que ofrecen algo más y que sí tienen (o pueden tener) una verdadera incidencia en el desarrollo de las artes y de las sociedades de nuestro tiempo.
El caso es que bajo el loable paraguas de la cultura se tiende a situar todo tipo de productos que, lejos de definirse por su carácter cultural, se explican mejor por su dimensión industrial. La gran mayoría de las obras distribuidas ilegalmente en la red son, como decimos, entretenimiento puro y duro. La gente no descarga, al menos de manera masiva, la bibliografía completa de Dostoievski, ni la obra musical de Vivaldi, ni la filmografía de Dreyer.
Del mismo modo, no son los archivos con más calidad de imagen y sonido los que la gran mayoría de usuarios se descarga, sino que los que más éxito tienen son los conocidos como screeners, copias de ínfima calidad grabadas en las propias salas de cine con una cámara de video. ¿Qué cultura queda aquí, en estas copias de pésimas condiciones? ¿De verdad queremos y podemos defender que consumir un screener de Spiderman 3 (2007) es bueno y provechoso en términos estrictamente culturales?
Una industria anquilosada
En varios párrafos nos hemos referido indirectamente a otro agente implicado, a la industria, que dice ser la gran damnificada. Son las pérdidas de ingresos ocasionadas por la piratería de sus productos (una prueba más de que éstos son antes industriales que culturales) las que han motivado que las autoridades tomaran cartas en el asunto.
El flujo económico que se inicia con la creación y comercialización de la obra audiovisual, y que finaliza con el regreso en forma de contraprestación económica para el autor, está, a todas luces, corrompido. Muchos son los intermediarios que se llevan una parte del pastel cultural, dejando para el autor, responsable primero de la obra en cuestión, un estrecho margen de beneficios. Algunos de estos intermediarios son necesarios. Otros no, y como señalábamos anteriormente, el producto se encarece para perjuicio del consumidor. Pero el problema es que el desarrollo de las comunicaciones y las tecnologías están eliminando de manera cada vez más evidente a estos cuantiosos intermediarios, cosa que los grandes conglomerados del sector del entretenimiento no están dispuestos a permitir que suceda.
Como decimos, más que las legítimas quejas de los autores, han pesado en el desarrollo de los acontecimientos las presiones de la industria, lideradas por las grandes asociaciones y conglomerados del entretenimiento (MPAA y RIAA, entre muchas otras), defensoras de mantener a cualquier precio el caduco modelo de negocio actual. Frente a ellas, otros sectores y algunos particulares, esgrimen la idea de que la cultura ha de ser inevitablemente gratis por el bien del pueblo. Tras este demagógico argumento ya comentado, se esconden, no obstante, otros poderosos intereses. ¿Cómo habría podido enriquecerse ilegalmente Kim 'Dotcom' y sus compañeros sin la inestimable ayuda de titánicas empresas dispuestas a pagar lo que sea por colocar su publicidad en las páginas más visitadas de internet?
La vorágine informativa a la que nos hemos visto sometidos durante las últimas semanas no hace sino promover la radicalización de posturas tan enfrentadas como insostenibles, pero empezamos a vislumbrar que la guerra que se libra actualmente no está motivada por los usuarios y por sus diferentes opiniones sobre la cultura y las contraprestaciones que ésta debería generar, sino por otras entidades, gigantes, mastodónticas, muy alejadas de los consumidores: las industrias del sector audiovisual, por un lado, y empresas con desmedidos intereses publicitarios junto a las webs afectadas, por otro. En medio de ambas, con un estrecho margen de maniobra, están los gobiernos, interesados en contentar a (casi) todos -¿para ejercer mecanismos de control sobre la población, obtener beneficios y conseguir réditos electorales o simplemente porque su obligación es solucionar los conflictos sociales? Quí lo sá...
En cualquier caso, si lo que queremos es un modelo sostenible que realmente retribuya de forma justa a las partes implicadas en el intrincado sistema de relaciones culturales, creemos que se ha de avanzar hacia un punto intermedio, alejado sustancialmente de las posturas analizadas hasta ahora.
Posibles modelos futuros de negocio
Existen algunas alternativas a la descarga descontrolada de contenidos de internet que poco a poco se van abriendo camino. A nivel musical, Spotify ha abierto un modelo de negocio interesante y esperanzador. Basándose en la adquisición de enormes catálogos musicales de las grandes discográficas del mundo, Spotify ofrece a los usuarios de manera gratuita diez horas al mes de todas estas canciones a cambio del consumo de publicidad.
Sin embargo, no es sino a través de la opción Premium como la compañía sueca obtiene el grueso de sus ingresos; esto es, los usuarios, previo pago de una suscripción mensual de alrededor de 10€, pueden disfrutar de todo el catálogo de canciones disponible en el softwate de manera ininterrumpida, sin publicidad y con la mejor calidad de audio posible. Una tarifa plana gracias a la cual el usuario puede escuchar libremente un sinfín de canciones por las que, además, está pagando. Existe una retribución, un feedback que posibilita que el modelo de negocio, aún en pañales, todo sea dicho, no sea tan asimétrico e insolidario como con las descargas directas o el uso de redes P2P es.
Lo cierto es que, lejos de ser un negocio boyante, Spotify todavía no ha sido capaz de cuadrar las cuentas para convertir el modelo musical que promueve en un modelo no ya rentable, sino simplemente económicamente viable; no obstante, el camino a seguir ha quedado en cierto modo acotado.
En lo referente al cine, existen un cada vez más amplio número de webs que ofrecen filmes de manera online a cambio de una determinada cantidad económica que puede oscilar entre uno y cuatro euros por unidad, dependiendo de la calidad o novedad de la misma. Igualmente, el núcleo del negocio radica en los bonos o tarifas planas por uno o más meses, mediante los cuales, previo pago de una cantidad fija, el usuario tiene acceso a la práctica totalidad del catálogo ofertado, pudiendo visionar todos los largometrajes que quiera y cuando quiera. Netflix, Filmin, Voddler, Waaki o Cineclick son algunas de estas empresas.
Desgraciadamente, todos estos sistemas, al menos en nuestro país, se encuentran aún muy alejados de lo que podrían dar de sí. El modelo de negocio es hoy en día minúsculo, del mismo modo que el catálogo de películas ofrecido no cubre el amplio espectro necesario para poder comenzar a ser tomado en consideración por un amplio sector de población más allá del estrictamente cinéfilo.
Además de potenciar la actividad de las empresas y compañías concretas mencionadas aquí que intentan ofrecer opciones atractivas para el consumidor teniendo en cuenta la realidad de la sociedad actual y las facilidades de internet, lo cierto es que todos deberíamos esforzarnos en generar un debate amplio, profundo y rico, sobre la cultura y las medidas de protección y promoción de la misma. Este artículo quizás no sea todo lo optimista que nos gustaría, dado que la idea más relevante que se desprende del mismo es que los usuarios tienen una influencia bastante más reducida en el devenir de los acontecimientos de lo que cabría suponer, al menos tras atender a la mayoría de informaciones publicadas y a los debates generados por el cierre de Megaupload. Pero, en tanto que ciudadanos, somos capaces de salir de las trincheras y abandonar una guerra que en realidad no es nuestra. Si hacemos eso, habremos hecho mucho. Internet abre nuevas oportunidades y permite interacciones jamás soñadas. Los nuevos modelos de negocio que se atisban y los intercambios que la red favorece convierten en ridículas las posibilidades de la "vieja" industria y, por ende, del modelo económico en el que ésta se mueve. Aprovechémoslo.