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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Sábado, 14 de diciembre de 2024

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Subida al Castillo de Jadraque

Viaje en monólogo.

Ahora es el momento de concluir una nueva etapa de viajes a pie, esos nuevos viajes interiores que comenzaron en septiembre de 2008 y que terminan en un día como el de hoy, de mediados de enero de 2012, nada mejor que buscar algo emblemático como una subida al castillo de Jadraque, el llamado Castillo del Cid, de aquel Mendoza, Conde del Cid, de finales del XV, pero qué más da, también Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, siglos antes, no anduvo muy lejos de estas tierras, esa construcción que, como una especie de faro, de punto de referencia, se avista desde muchos kilómetros a la redonda, siempre asoma, cuando menos se lo espera, el castillo de Jadraque, por algún rincón de la zona, asentado en el más orteguiano y perfecto cerro del mundo, dicen que ya en época de los romanos debió haber ahí una torre de vigilancia, nunca le habías dedicado una crónica al castillo, es hora de hacerlo, para cerrar un ciclo de tres años y cuatro meses de nuevas caminatas, sales de Jirueque hacia el mediodía y la escarcha ha desaparecido o solo quedan de ella pequeñas gotas sobre la tierra y las hierbas, hay numerosas parcelas de campos en barbecho, con sus terrones aireándose, mostrando con fuerza su color arcilloso, de terracota, los árboles están pelados, aunque en algunos lugares todavía conservan esas hojas secas que deberían haber caído durante el otoño, sucede algo extraño, pues las hojas secas de los árboles conviven con las yemas que comienzan a despuntar, y llegas al Rebolloso, con su molino en ruinas, casi fantasmal, y luego debes subir la cuesta que en su día subió Jovellanos, un gran ilustrado, antes de llegar a Jadraque, donde pintaría una saleta, dice en sus Diarios que tras dejar Cirueque (sic) a la izquierda luego se asciende por una «larga y penosa cuesta», citas de memoria, y al final se avista Jadraque, y eso es lo que tú estás haciendo ahora, lo mismo que Jovellanos, por senderos ya nunca más inciertos, y tratas de imaginarte cómo sería este paisaje a principios del XIX, al llegar a la villa de Jadraque callejeas para acortar y ahorrarte revueltas y curvas,  para desembocar cuanto antes en los Cuatro Caminos, desde allí ya solo queda un corto trecho hasta tomar el camino que sube hasta el castillo, este camino parte junto a una fuente que ahora está seca, pero de la que manaba agua cuando tú eras pequeño, en aquellos veranos, la fuente tiene dos nombres según las épocas, la edad y la memoria de los jadraqueños, al parecer, en tiempos se llamó la Fuente del Piojo, para pasar después a llamarse Fuente de la Rosa, la segunda denominación sin duda sirve para conjurar lo desagradable de la primera, pero si te dieran a elegir, te resultaría más gráfico y llamativo lo de la Fuente del Piojo, que además es la que figura en los mapas, y comienza tu ascensión por el cerro más perfecto del mundo, eso dicen, pero siempre hay alguien que comenta que ha visto otro cerro todavía más perfecto, aunque a ti te sirve la hipérbole de Ortega, está bien, es casi una greguería, del camino parte un sendero empinado, que asciende hasta la cara norte de la edificación, y es ése el que escoges, el suelo está húmedo por las pasadas lluvias y por la cencellada, tienes que pisar con prudencia para no resbalar, por lo que clavas con firmeza tu bastón telescópico de senderista, mientras subes haces fotos del castillo, procurando que no se vea mucho la zona reforzada con gruesos y sofisticados puntales, y que están puestos ahí para evitar derrumbes en la base y los muros, porque el castillo de Jadraque está algo así como con muletas, con una dolencia, es triste ver una edificación tan querida, airosa y emblemática con las obras de su reconstrucción detenidas y parte de su fábrica apuntalada, recorres lo que se puede visitar, y ante la magnífica panorámica de todo el valle del Henares y de la sierra norte de la provincia, de la melancolía y el pesimismo pasas a un moderado optimismo, deseas, con todas tus fuerzas, que el castillo de Jadraque se recupere pronto y se complete su restauración, y quieres creer que así será, quieres estar seguro de que llegará un día en que se saldrá del túnel, en que se reconstruirá definitivamente, reconoce que, además, estos días estás en un estado de ánimo especial, con una sensibilidad a flor de piel, vamos, tú siempre has sido así, pero cada racha de la vida trae nuevos episodios, y unos te afectan más y otros menos, y unas veces se está más sereno por dentro y otras más revuelto, de manera que los ojos, la mirada del caminante, no es siempre la misma, aunque desde fuera lo parezca, porque en tus correrías senderiles por la zona no sólo importa lo que objetivamente está ahí, en el camino, en el paisaje, en los pueblos, en los parajes y en las personas, sino la impresión, las reflexiones, los sentimientos y los recuerdos que todo eso te produce en consonancia con tu estado de ánimo, y mientras fotografías la sombra que el propio castillo proyecta en la falda norte del cerro, bajo un sol de mediodía, piensas que el castillo de Jadraque es, en estos momentos, con su dolencia estructural, casi una metáfora de lo que suele ser la vida misma, la de los seres humanos, un proyecto vital sempiternamente inacabado, una mezcla de belleza y defectos, de luces y sombras, de armonía y de agobios, de sosiego y alboroto, de deseos y frustraciones, pero, al menos, queda ahí arriba, el castillo de Jadraque, resistiendo, abierto a todos los vientos de la Meseta, sin perderlo de vista, ahí permanece, precisamente como un deseo, como un objetivo, como una asignatura pendiente, y no se podrá decir, como en aquel memorable poema de Luis Cernuda, «donde el deseo no exista», no, es demasiada mole el castillo de Jadraque y demasiado simbólico para que deje de ser un deseo su definitiva reconstrucción, ni tampoco podrá habitar en él el olvido, donde habite el olvido, no, que ese es un verso muy bello pero muy triste que Cernuda recoge de Bécquer, nada de piedras sepultadas entre ortigas, es lo que tiene el deseo, que, al menos, mientras existe, nos sentimos todavía vivos, quieres estar seguro de que la solución tendrá que llegar algún día no muy lejano, y ahora recorres todo lo que se puede recorrer en el castillo, esa explanada que lo circunda, y haces fotos de ciertos aspectos que no están entorpecidos por puntales y barandillas, y admiras el paisaje que se divisa desde aquí, ese paisaje de tu infancia, cuántas veces subiste a este castillo, la primera vez con tu padre y tus hermanos, lo recuerdas, era un día de verano pero era gris, ahora ves la estación y el silo, y un interminable tren de mercancías que llega y cruza sin detenerse en la estación, y te parece una maqueta, un tren eléctrico, de juguete, que nunca tuviste, pero que, como los deseos, siempre quisiste tener, te contentabas con aquellos trenes más pequeños, de cuerda, que marchaban por unas vías que formaban un círculo, unas vías que nunca encajaban bien del todo, y aquel trenecillo de cuerda iba al principio muy deprisa, las vías se levantaban y casi siempre descarrilaba, qué hacer, también quisiste tener un patinete, te aguantas, pues ese es el deseo, no te vas a poner ahora a lamentarte por esas fruslerías, disfruta ahora de la visión de ese tren de mercancías de juguete pasando por el valle del Henares, otras cosas tuviste que otros no tuvieron, tú, a lo tuyo, sigue con las fotos para el reportaje, ahora comienzas a descender por el lado este del cerro, aunque no llevas brújula te guías por el sol y crees que es la cara este, desde la que se contempla una soberbia extensión del castillo, que acribillas a fotos, y de pronto comienza a molestarte el pie izquierdo, en la parte derecha del empeine, como si una vieja tendinitis que ahí tuviste se hubiera despertado, en realidad te tendría que molestar más el pie derecho, pues ese es el que tuviste que apoyar de mala manera hace dos domingos cuando, en una floristería, no advertiste, al salir, que había un escalón y casi te caes de bruces y te descalabras, igual te hubieras roto un tobillo y te quedas cojo, como Quevedo, «Quevedo: Quevedo era cojo, pero de un solo pie», escribió alguien en un examen de literatura, qué candor, es en los sitios más urbanos y aparentemente fáciles donde bajamos la guardia y nos lesionamos, no así en trochas y barrancas, a ese pie derecho le tuviste que embadurnar de linimento durante un par de días, y ahora, ya ves, tan terne, pero hoy es el otro, el izquierdo, el que empieza a incordiar, quizá este también se lastimó al apoyarte bruscamente en la floristería, va, olvídate un poco de él, no le hagas caso, estás ya llegando al pueblo, te acercas a uno de los restaurantes de la villa de Jadraque, te espera el menú del día, un lujo para una caminante como tú, casi siempre vagabundeando por pueblos y parajes donde no hay restaurantes ni bares, ahora comes de primero alcachofas con jamón, y de segundo manitas de cerdo, después de todo estamos en invierno, un pecado así nos lo podemos permitir, regado con vino y gaseosa, como es frecuente acompañar el menú del día, tu soledad del menú del día, y un cono de helado como postre, y estudias con premeditación lo que harás antes de regresar a Jirueque, ¿te quedarás en Jadraque a esperar a que abran la farmacia, comprarás esa pomada y así podrás aplicártela en el pie dolido? pero, ¿de verdad que te duele el pie? nada de eso, sales y empiezas a caminar, el largo rato que has empleado para comer ha sido tregua suficiente para que el pie se recupere, ya no te duele, así que carretera y manta, como suele decirse, es un día luminoso, mejor no lo vas a encontrar, sigue tu itinerario previsto de vuelta a pie a Jirueque, primero la carretera que pasa cerca del cementerio, donde tienes amigos enterrados hacia los que va tu recuerdo, donde habite el recuerdo, siempre tu recuerdo al pasar por ese lugar, y luego la suave subida para comenzar, más allá, la bajada al Rebolloso, por los senderos bien delineados, con la vista de un paisaje terroso en diferentes tonalidades, un paisaje bastante sediento, pero para ti siempre bello en cualquier época del año, ese paisaje que baja hasta el Henares y luego asciende hacia las serranías, y es ahora, cuando sigues con paso firme la línea que traza el sendero, el momento crucial en el que recuerdas, no sabes muy bien por qué, por qué precisamente ahora, una frase de Rabindranath Tagore, premio Nobel de Literatura de 1913, «hagamos todo lo posible para demostrar que el ser humano no es el mayor error de la Creación», una frase que te ha atrapado por sorpresa, ¿qué ocurre? ¿te conmueves?  venga ya, sigue tu camino, mira hacia delante, salta, si es necesario, corre, pasa de un desnivel a otro, primero baja y luego sube, atraviesa el cauce seco de un regato, con un brinco, si es necesario, golpea con el bastón esa piedra, pisa fuerte con las botas, así, casi sin pestañear, con los ojos clavados en tu meta, sin detenerte ni desviarte, sin tiempo a enjugarte los ojos, con paso firme, cada vez más firme, hasta la rellana que hay al llegar al Rebolloso, con su molino ruinoso y fantasmal, invadido por una vegetación salvaje, el puente sobre el Henares, el paso a nivel con guardabarrera, y el trecho que falta para subir a esa loma desde donde se divisa Jirueque, el destino, la casa, el hogar, basta ya por hoy, concluye la caminata, disponte a descansar, ¿descansar? no, otros senderos te esperan, hoy se cierra un ciclo, pero mañana llegarán otros viajes interiores y también viajes a tu propio interior.

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