The Artist (Michel Hazanavicius, 2011) ha sido la triunfadora de los Oscars este año, con cinco premios (película, director, actor, banda sonora original, vestuario), y los buenos datos de taquilla constatan la excelente acogida popular que ha tenido. ¿Por qué una película muda y en blanco y negro ha tenido tan calurosa aceptación por parte de la crítica y del público?
Los logros cinematográficos de la película, más bien modestos, me interesan poco. No creo que The Artist sea una "gran" película, pero sí que su feliz aparición y exitosa recepción merecen al menos una reflexión. Este es el motivo principal por el que esto escribo. Aviso: voy a decir mucho y me voy a ir por las ramas. Es inevitable.
La línea argumental de The Artist es exageradamente básica. Podríamos decir que provocativamente simple. La mayoría de críticos coinciden en que esto es un acierto porque, dicen, es el modo en el que la película se desprende de lo accesorio para conmovernos con lo más íntimo de nosotros mismos, las emociones primarias y, en concreto, con el embrujo que nos produce una historia sencilla y universal de amor. Lamento discrepar, en parte. Las emociones con las que The Artist juega son las mismas que produce cualquier tv movie. La simpleza -por mucho que las tramas estén graciosamente enmarañadas- y la previsibilidad en las conocidas como películas de sobremesa nos remiten a las mismas emociones que The Artist, y su universo disfrutable es el mismo. The Artist es previsible del mismo modo que lo es cualquiera de esas películas cuyo título suele estar formado por un "mortal" -o "letal"- al que se añade cualquier otra palabra. Pero esto no es, per se, ni bueno ni malo. Cabe señalar algo que se olvida con facilidad y es que, en cierto modo, toda gran obra es previsible. De pequeños somos capaces de ver la misma película que nos gusta una y otra vez, prácticamente todas las tardes, o con mucha frecuencia, de manera casi enfermiza. El niño espera oír sus cuentos preferidos -esos que conoce a la perfección- de manera idéntica a como los escuchó por vez primera. Es fascinante descubrir que, en ese momento de nuestra vida, la excelencia del relato no se fundamenta en su capacidad de sorprendernos, sino en su capacidad para satisfacer un determinado horizonte de expectativas. Así, The Artist nos retrotrae manifiestamente a la infancia, de una manera extremadamente simple y efectiva, al igual que las tv movies (las disquisiciones sobre el gusto, sobre si eso es bueno o malo, corren a cargo del lector).
Por otra parte, The Artist nos guía hacia el mundo del cine mudo, a los orígenes de este singular arte.
Curiosamente, y quien haya visto algo de cine mudo sabrá a qué me refiero, esta obra se parece muy poco a las películas de ese período que mejor han perdurado en nuestro recuerdo. Ninguna película de F.W. Murnau, de D.W. Griffith, de Sergei Eisenstein, de King Vidor o de Charles Chaplin es tan ingenua e inocente, o simple, como el film de Michel Hazanavicius. Tengo la impresión de que The Artist tiene más que ver con lo que la mayoría de la gente entiende como cine mudo que con el verdadero cine mudo; el cine mudo que retrata la película es un cine mudo mitificado. Esto es posible porque ya no vive (prácticamente) nadie que fuera espectador de cine mudo, nadie que viviera aquel período de nuestra historia en primera persona. Es decir, The Artist funciona como una imagen, una metáfora, de lo que debería ser el cine mudo, o el origen del cine; de lo que nos gustaría que fuera, o que hubiese sido -por cierto, igual que su competidora y gran derrotada en los Oscars, La invención de Hugo (Hugo, Martin Scorsese, 2011). Es, en ese sentido, un regreso a un lugar idílico en el que nunca estuvimos -fabuloso absurdo- que no se corresponde con la realidad histórica determinada que la película homenajea. Es, de nuevo, una vuelta a nuestra, digámoslo así, infancia idealizada.
En la historia de la filosofía, en la historia de la humanidad, ha sido recurrente la visión del ser humano como un ser en continúa búsqueda de sus orígenes. Descubrir, fijar, nuestros orígenes ha sido una empresa tan dificultosa como habitual, posiblemente disparada por la inminencia e inmanencia de nuestro presumible final. La supuesta linealidad temporal judeo-cristiana tampoco ha conseguido desterrar la idea del tiempo cíclico o los mitos sobre el eterno retorno que tantas filosofías han generado. Muchos han intentado explicar la vida humana, incluso la conducta humana, como ese movimiento circular en pos de los inicios. La Odisea homérica, el viaje de regreso de Ulises a Ítaca para recuperar su reino, es una imagen potente a este respecto. Nótese que George Valentin, el protagonista de The Artist, realiza su particular viaje de regreso, como Ulises para recuperar su reino, en este caso el cine, y que este trayecto constituye el núcleo de la película. La imagen de Valentin como celebridad, como estrella, inaugura la historia que narra luego su caída y posterior ascenso a la fama. Pero el estrellato del que Valentin se hace finalmente dueño, hay que decirlo, es "nuevo", distinto. El cine en el que ahora, suponemos, triunfará, ya es, pese a las muchas estratagemas que quieran emplearse, sonoro, no mudo. Asimismo, la narración puede considerarse eminentemente religiosa, en tanto que el camino de Valentin es un camino de redención. Un tortuoso viaje hacia la nada, hacia la muerte, del que será rescatado por una figura angelical, salvífica -Peppy Miller- en el momento decisivo, esto es, en el momento en que ya sólo puede dejar de existir, olvidado como actor y abandonado como hombre.
Quiero remarcar que más importante que el problema del fondo, es el problema de la forma. Normalmente tendemos a pensar -sin preocuparnos demasiado en definir cada cosa- que fondo y forma tienen que estar en armonía, tienen que equilibrarse. Si el cine quiere ser un arte eso es, necesariamente, una mentira. ¿O es que alguien piensa que los grandes pintores representaban naturalezas muertas porque tenían interés en comunicar cómo son las manzanas y las peras? The Artist tiene sentido porque es muda (no del todo, no obstante), en blanco y negro, y su relación de aspecto está obsoleta (1,33:1 o 4:3). Viendo The Artist, recordé la película de Steven Soderbergh que pretendía ser un homenaje al cine negro de los años cuarenta: El buen alemán (The Good German, 2006). En muchos aspectos, aquella propuesta era más arriesgada que la de Hazanavicius. Soderbergh se sirvió exclusivamente de los equipos y de la tecnología -las cámaras, las lentes, las técnicas de iluminación y los métodos de captación de sonido- que existían en 1945. Es evidente que Hazanavicius no se limita a sí mismo tanto, y vemos en The Artist secuencias que técnicamente hubieran sido imposibles de realizar en la época que retrata. Sin embargo, El buen alemán no tuvo, ni mucho menos, el éxito que ha tenido el film que nos ocupa. El público, por lo general, se aburrió y los críticos hablaron de una película "sin alma", de una impostura, de un ejercicio de estilo pedante y pretencioso. En mi opinión es un experimento fallido, pero a mí me satisfizo más que The Artist (¿quizás porque siempre he preferido el cine negro al melodrama?). Soderbergh supo captar el espíritu de aquellos films, la atmósfera y el sentido, pero chocaba frontalmente conmigo, como espectador, la imagen de George Clooney, Cate Blanchett o Tobey Maguire como actores de una época anterior; desde el principio uno era demasiado consciente de que asistía a un aparatoso y brillante artificio. Los dos actores principales de The Artist -los únicos franceses- son desconocidos para el gran público, y no hay que desdeñar la posibilidad de que ese hecho sea determinante en la recepción que ha tenido este otro artificio.
Habría también que preguntarse si creer que la forma en el cine se limita a la imagen como tal -a si ésta es en blanco y negro o en color, a los rostros de los intérpretes, a los tipos de planos etc.- no es como creer que en literatura la forma es (sólo) el tipo de letra utilizada. La forma es el modo en que se cuenta algo, y ese modo implica una estructura narrativa. Y en cuanto a la estructura narrativa, The Artist es una propuesta conservadora -hay, repito, multitud de películas mudas más transgresoras tanto en la forma como en el contenido (¿no es un poco inquietante la absoluta ausencia de sexo? y, aunque se formulen obstáculos y algunos personajes funcionen como antagonistas en el relato, ¿no sorprende el hecho de que no exista ningún personaje malvado?)- y se aferra a una linealidad clásica y convencional. Probablemente, más clásica y convencional que la de cualquier película de Hollywood que hayamos visto nunca (conseguir esto, empero, tiene mérito y no pretendo negarlo). La fácil decodificación que permite una obra tan sencilla y directa prueba la preocupación que tiene Hazanavicius de llegar y de agradar al mayor público posible. Por así decirlo, el ejercicio de estilo del cineasta francés se ve muy matizado por su interés en no violentar la mirada del espectador actual, aunque esto pueda resultar paradójico tratándose de una película muda. Pero es igualmente paradójico que el título de la película nos remita al cine como arte cuando ciertamente, el lugar en el que la película se inscribe es el del negocio cinematográfico, el del mero producto industrial cuyo fin es el entretenimiento de las masas y que está muy alejado de otras vías con un mayor interés artístico que abrieron y poblaron directores como Carl Theodor Dreyer, Robert Bresson o Andrei Tarkovsky, por citar sólo algunos.
De todos modos, tanto en el caso de El buen alemán como en el de The Artist se observa lo extremadamente deudores con el pasado que nos sentimos en el mundo del cine. Si entendemos que la posmodernidad cinematográfica -término equívoco y confuso donde los haya- comenzó realmente con obras como Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) o Blade Runner (Ridley Scott, 1982), debemos decir que las películas contemporáneas han abandonado la preocupación por la nada, el profundo nihilismo, que dotaba de sentido aquellas propuestas que ya acumulaban multitud de referencias cinematográficas y mezclaban géneros a su antojo. Ya ni siquiera nos importa que no haya nada que decir; ni siquiera creemos que tengamos que justificar nuestro nihilismo. El océano de significado en el que como sal encontrábamos metáforas y referencias ha sido desplazado, directamente, por un océano de sal. Ahora, todo son capas y capas de referencias, entre las que nos es cada vez más complicado -si no imposible- encontrar un significado. Por ello, cabe entender el cine posmoderno contemporáneo como un cine con el "alma prestada", que diría el cursi crítico que llevo dentro (lo siento, no he podido reprimirlo). El citado Soderbergh es un magnífico ejemplo de ello -¿alguien ha visto El halcón inglés (The Limey, 1999)?- pero quien ha alcanzado verdaderamente la excelencia es Quentin Tarantino. Su obra es, desde esta perspectiva, insuperable, tanto en su perfección estilística como en su exuberancia referencial.
Si atendemos a las dos películas españolas más interesantes de este último año, las excelentes No habrá paz para los malvados (Enrique Urbizu, 2011) y La piel que habito (Pedro Almodóvar, 2011), observamos igualmente a qué me estoy refiriendo. El apabullante inicio del film de Urbizu deja claro el peso que los viejos géneros, el western y el thriller norteamericano, ejercerán sobre la construcción de ese oscuro personaje magníficamente interpretado por José Coronado. La piel que habito, por su parte, bebe tanto de las películas de serie B estadounidenses sobre mad doctors (en el principio, fue Frankenstein) como de los melodramas clásicos que están presentes en The Artist. La piel que habito abruma no sólo por sus citas a películas de otras épocas (en The Artist probablemente haya más), sino también por su carácter auto-referencial y por las alusiones a la propia obra del personalísimo director español. Creo, aún así, que Vertigo (Alfred Hitchcock, 1958) es el verdadero motor referencial de La piel que habito. Para mí, ésta es una especie de remake almodovariano de la película del genio británico (quien las haya visto, sin duda entenderá inmediatamente porqué). Y es curioso -realmente no- que en la banda sonora de The Artist se cuele un fragmento de la partitura que Bernard Herrmann compuso para Vértigo. Como digo, estamos rodeados de infinidad de referencias. Tampoco es casualidad que en The Artist y en Malditos bastardos (Inglourious Basterds, Quentin Tarantino, 2009) haya una secuencia climática en la que un personaje quema celuloide. Las películas son conscientes de que, tanto en su principio como en su final, sólo son eso, películas, y regresan así a su origen. El espectador, que ya lo sabe -¿siempre lo ha sabido?-, aguanta estoicamente que se lo repitan una y otra vez -¿acaso disfruta con ese placer culpable? De alguna manera, el cine se muere de cine, con la complicidad del público.
Concluyo, por fin. Después de este texto, creo que queda suficientemente claro que yo no veo en The Artist la obra maestra que muchos alaban, pero no niego que me ha hecho disfrutar (¿no es eso lo que más importa?, me preguntaréis, acertadamente, algunos), sobre todo con el juego tan original de representaciones de cine (mudo) dentro del cine (mudo) que se desarrolla en los primeros minutos. También me gusta la espontaneidad de algunas secuencias, valoro los conseguidos gags visuales y admiro la inteligencia en el uso puntual del sonido y la más complicada articulación de los silencios. Está bien realizada y bien interpretada, teniendo en cuenta la difícil combinación de registros que los actores deben manejar, y, sí, la sonrisa de Jean Dujardin interpretando a George Valentin me conmueve poderosamente. The Artist nos recuerda el carácter prescindible de mucha información oral que otros nos obligan a oír y es, además, una manera poco agresiva de conectar al público actual con el cine del pasado, pese a -bueno, precisamente a causa de- su engañosa referencialidad histórica. Pero si por algo la considero muy recomendable es porque nos dice mucho de una época, la nuestra, y porque nos permite indagar sobre los intereses del cine contemporáneo y sobre la profunda condición de espectadores, de receptores, que poseemos por naturaleza. Quizá estemos, como Ulises, tratando de volver a Ítaca, y puede que películas como The Artist nos ayuden a conseguirlo o, por lo menos, nos lo recuerden.