Ana tiene tan sólo ocho años. Como rezan los libros de Conocimiento del Medio que jamás leerá: "los seres vivos, incluidos las personas, nacen, crecen, viven y mueren". Algunos, por desgracia, fallecen antes de tiempo, asfixiados por unas condiciones de vida que acortan un tiempo en que otros niños y niñas jugarían, simplemente, a ser felices.
Ana no tendrá esa suerte. Ha nacido en un país en el que las buenas noticias son inexistentes. En uno de esos estados donde la pobreza es el pan suyo de cada día, porque pan ni tienen. Y a veces, ni agua potable. No, Ana no es una niña con suerte. En sus ojos se ve la tristeza de quien tiene que luchar, a pesar de su tierna edad, contracorriente. De los que saben que el futuro no está escrito, porque jamás se escribirá. De todos los condenados por una ley invisible a morirse de hambre, de sed o de una enfermedad curable, en ese ansiado y utópico, para ellos, primer mundo.
La historia de Ana puede ser el cuento o la pesadilla de cualquier niño de un país subdesarrollado. En todo el mundo, anualmente más de mil millones de personas sufren diarrea aguda, un trastorno que en la mayoría de los casos (en países en vías de desarrollo), conlleva episodios graves de deshidratación. Estos problemas pueden originar la muerte de las personas que la sufren.
En los años cuarenta, diversas investigaciones en centros norteamericanos (el Hospital Harold Harrison de la ciudad de Baltimore y el Hospital Daniel Darrow de Yale) trataron de dar con remedios adecuados para ofrecer a los niños con diarreas. También en Reino Unido, muchos médicos trataron de dar con la fórmula adecuada para un problema que empezaba a generar serios trastornos de deshidratación y malnutrición.
Sin embargo, no sería hasta los años sesenta, cuando un descubrimiento científico cambiaría el rumbo de muchos de los niños afectados. Cuando el investigador Curran dedujo en esa década que, en nuestro intestino delgado, la glucosa y el sodio se transportaban de manera conjunta. Ese hallazgo, pequeño e ínfimo a la luz de muchos, es, sin embargo y según la Organización Mundial de la Salud, uno de los descubrimientos que más vidas ha salvado del siglo XX. Más adelante, Philips realizó ensayos con pacientes para comprobar que esa idea era cierta, con el objetivo de tratar el cólera.
En efecto, ese trabajo de investigación supuso un gran logro, pero sobre todo, un gran avance para los países subdesarrollados y en vías de desarrollo. En base a la hipótesis de Curran, se dedujo que la destrucción del sistema que transporta la glucosa puede llevar a una intolerancia temporal a ésta y ocasionar, por tanto, problemas de diarreas y deshidratación. El descubrimiento de los procesos moleculares de transporte y absorción en el intestino permitió avanzar en el diseño de soluciones salinas con concentraciones adecuadas, gracias a la Organización Mundial de la Salud y UNICEF. Estas organizaciones han propuesto indicaciones para este tipo de soluciones, con el objetivo de que puedan prepararse en las casas de los más necesitados.
Aquel descubrimiento de los años sesenta permitió que disminuyeran a la mitad el número de muertes de niños menores de cinco años por diarrea. Algunas estimaciones hablan incluso que el 95% de estas muertes podrían haber sido evitadas, si las zonas subdesarrolladas hubieran contado con una adecuada política de suministro de soluciones de este tipo, de rehidratación oral. Aquella solución de Curran supuso, por tanto, el salvavidas de muchos niños como Ana. Parafraseando a Armstrong, ese fue un pequeño paso para la Ciencia, pero uno enorme para la Medicina y la Humanidad.