Artículo publicado por el profesor Pedro Carrero Eras en el número 766 de la revista Ínsula, en octubre de 2010.
Un año crucial: 1975
Como muchos otros españoles, Miguel Delibes veía con incertidumbre y temor el destino que le esperaba a España tras la muerte del general Franco. Y también como muchos otros españoles el escritor deseaba para el país un futuro democrático y unas instituciones democráticas, al igual que lo quería para los países del llamado «Telón de acero», como esa frustrada Primavera de Praga que él conoció bien sobre el terreno, y todo ello sin menospreciar los frutos válidos conseguidos por el socialismo. Sin embargo, cuando se presentía ya el final del régimen franquista, Delibes no tenía muchas esperanzas en que pudiera producirse un cambio mediante un proceso pacífico e incruento, semejante al que había tenido lugar en Portugal durante la llamada «Revolución de los claveles» en abril de 1974. En España había un legado de violencia y cainismo del que era muy difícil zafarse: demasiadas guerras en la historia contemporánea, a lo largo de los siglos XIX y XX, demasiadas contiendas civiles, cuartelazos, pronunciamientos, guerras carlistas, y la gran tragedia de 1936 a 1939 en la que desembocaría tanto pasado de enfrentamientos. Por ello, y por haber vivido la Guerra Civil así como la larga e interminable posguerra con todas sus miserias, Delibes se enfrenta con recelo ante ese futuro que se abre cargado de nubes tormentosas, y que llamamos posfranquismo. Ese sentimiento de pesimismo ante el inmediato horizonte político -a mi juicio, en modo alguno reaccionario, sino miedo puro y duro- se refleja de forma muy especial en su novela Las guerras de nuestros antepasados, cuya primera edición es de enero de 1975, es decir, diez meses antes de producirse la muerte del dictador. Esta obra fue escrita en un período convulso, de huelgas, protestas y ebullición política dentro y fuera del país, cuando el propio régimen estaba ya en franca descomposición, antes de la muerte física del Jefe del Estado. Era ya la Transición y, por lo tanto, este libro es una pieza importante y un testimonio valioso de esa época.
Fue un año después de la aparición de Las guerras..., cuando yo publiqué, en enero de 1976, desde las páginas de esta misma revista ÍNSULA, una extensa reseña sobre esa novela, artículo que llevó el título de «Determinismo y violencia en Las guerras de nuestros antepasados ». Mi análisis no pudo zafarse de la «circunstancia» de esos momentos, porque entonces creí, y sigo creyendo, que Las guerras de nuestros antepasados era producto de las circunstancias, y una reflexión en clave literaria a propósito de lo que Delibes pensaba sobre los españoles y su atávica violencia, y, de rebote, sobre el futuro inmediato que nos podía aguardar. Pero tan poseído estaba yo del problema de España y de las expectativas democráticas que ni siquiera tuve tiempo de plantearme en mi reseña un análisis formal y estructural de la novela, siendo ésta, al igual que el resto de sus libros, un prodigio en su reflejo del habla coloquial y del tratamiento artístico de la psicología y el comportamiento humanos, entre otros valores literarios.
En síntesis, lo que sostenía en el citado estudio era que Delibes, en Las guerras..., describía unas características del pueblo español muy condicionadas por el pasado de enfrentamientos bélicos, de forma que todo parecía apuntar a un determinismo no sólo social, sino incluso genético, por lo que a cada generación, tarde o temprano, le llegaba su guerra. Pacífico Pérez, el protagonista de la novela, es el vástago atípico de una familia de guerreros: guerra carlista la del bisabuelo, guerra de África la del abuelo y Guerra Civil la del padre, pero de guerreros no arrepentidos ni dolidos de haber estado en la guerra, sino todo lo contrario: bien orgullosos, como lo demuestran sus continuas declaraciones y esperpénticas actuaciones (incluidos improvisados desfiles, envueltos en sus apolillados uniformes). Todo ello en un pueblo de la Castilla profunda dividido en dos mitades irreconciliables. En cambio, Pacífico, haciendo honor a su nombre, muestra tal bondad y está tan alejado de la violencia y del ardor guerrero que es algo así como el garbanzo negro de la familia, causando la ira y el desprecio de sus mayores. Sin embargo, este personaje terminará también matando -en concreto al hermano de su novia- movido por un impulso alejado de todo sentimiento de culpa. El mensaje es evidente: el pasado violento se lleva en las venas, y siempre termina por aflorar.
Ante esta situación, mostraba yo mi «desacuerdo» mediante algunas consideraciones de carácter extraliterario o, mejor dicho, extratextual: si bien admitía los efectos del determinismo social, negaba la del genético, y advertía del peligro que suponía sostener -o, al menos, describir- el carácter del pueblo español como propenso, irremediablemente, a la violencia, porque ello podría conducir a reforzar la idea de que solo un cirujano de hierro -otro dictador- podría ser el remedio y la salvación de los males atávicos de la patria. Como en 1975 casi todos los españoles vivíamos el psicodrama nacional de lo que podría ocurrir en el futuro inmediato, yo procuraba ver las cosas con más optimismo: una superación de ese pasado tenebroso en aras del establecimiento de un régimen democrático y de un Estado de derecho. Además, mostraba también mi desagrado por el hecho de que Delibes pintaba, a través de la Candi, novia de Pacífico, un tipo de juventud, «progre» y supuestamente liberada, cargada de muchas contradicciones. La Candi -la chica que ha estudiado en la ciudad- está poseída de su papel liberador, que ejerce sobre Pacífico -el aldeano- de una forma bastante cruel. Tampoco faltaba, en mi visión, la del joven disidente de entonces que consideraba la situación de España como un reguero de injusticias y desigualdades que habían conducido, lamentable pero inevitablemente, a soluciones de violencia.
Y todo eso se reflejó en mi artículo, que hoy hubiera enfocado de otra manera, porque, sin dejar de referirme al plano del significado (es decir, a todo ese componente ideológico), no habría descuidado el análisis que el libro se merece desde el punto de vista artístico.
El escritor responde por carta
Delibes leyó mi reseña, el primer artículo que yo publicaba sobre su obra, y, para sorpresa mía, me escribió una carta. No es frecuente que los autores escriban a sus críticos, y mucho menos cuando en lo expresado ha habido, precisamente, objeciones y críticas. Un dato más que apuntar sobre la bonhomía del escritor vallisoletano. La carta, con fecha de 20 de febrero de 1976, escrita a mano, con su conocida caligrafía casi indescifrable, decía así:
D. Pedro Carrero
Madrid
Querido amigo: muchas gracias por el extenso y profundo estudio que dedica usted a mi última novela en la revista «Ínsula ». Créame que me ha interesado mucho. Respecto a los dos problemas que usted se plantea a lo largo de estas líneas debo decirle que nunca utilicé a la Candi como un símbolo del progresismo, sino del pseudoprogresismo, que tampoco escasea. La Candi es también sujeto de agresión contra Pacífico [,] y su filosofía es tan frágil que se desmorona con una barriga. Respecto a la violencia social hereditaria no la he desechado del todo. Pero es claro que a usted no le falta razón cuando atribuye esa violencia a las «condiciones del escenario existencial » y, podríamos añadir, a la reiterada aplicación de la fórmula del palo y tentetieso a la que usted, aunque en otro sentido, alude. Mas en esta novela yo me he limitado a los qués sin entrar en los porqués, lo que sin duda daría materia para otra novela. Le reitero mi reconocimiento y le envío un afectuoso saludo.
Miguel Delibes
Después concerté con Delibes una entrevista en la Real Academia Española, un jueves por la tarde. Yo, a la sazón, trabajaba como redactor en el Seminario de Lexicografía, en el Diccionario Histórico de la Lengua Española, que dirigía Rafael Lapesa, y del que era Redactor Jefe Manuel Seco. Con Seco hablaba, a veces, de política en los pasillos de la Academia, y a él le dediqué el citado artículo sobre Las guerras... de Delibes. Aquel día -estoy hablando del mes de febrero de 1976- bajé desde la primera planta a la planta baja donde tienen sus reuniones los académicos. Delibes me acogió muy amablemente, pero yo apenas si pude balbucear alguna palabra coherente, pues me puse nervioso. Seguro que el escritor percibió mi azoramiento. Yo, después de todo, era un empleado de la Casa, y no estaba acostumbrado a moverme los jueves por la tarde en las proximidades del sanctasanctórum donde se reúnen los académicos en sesión plenaria.
Sin embargo, ilusionado por haber recibido esta carta de Delibes y, por parte de él, tan buena y civilizada acogida, yo le contesté con otra, de fecha de 3 de marzo de 1976, una carta más extensa, manuscrita: un folio por las dos caras. Conservo copia de ella, que no voy a reproducir en su integridad, pero sí resumir. En primer lugar, me disculpaba por mi cortedad en la reciente entrevista, y le agradecía su carta anterior, pues «no siempre el escritor suele recompensar con su respuesta e interés este tipo de trabajos». Luego entraba en materia, centrándome en las luchas fratricidas entre los del Humán y los del Otero (el pueblo de Las guerras...) con una hostilidad que se remonta, según se dice en la novela «al tiempo de los moros». Y le decía lo siguiente a Delibes: «tal y como usted presenta la situación, no existen motivos racionales que justifiquen esa hostilidad» (si acaso -añadía yo- la traída de aguas a los del Humán, lo que provoca la famosa pedrea o cantea). Y muy llevado de mi juvenil sentido de la justicia ante una España con tantas desigualdades, y como un exponente más de la juventud «progre» y contestataria de la época, le preguntaba al escritor si en ese pueblo no había «ricos y pobres, explotadores y explotados, caciques y jornaleros». Apuntaba, por tanto, a los «porqués», que pudieran, de alguna forma, explicar los estallidos de violencia, aunque yo consideraba lamentable la violencia. En honor al escritor vallisoletano, hay que decir que años después, en 1981, Delibes publicaría una de sus mejores obras, Los santos inocentes, que tenía más o menos guardada en un cajón y de la que solo había publicado un fragmento en forma de cuento -La milana-, y en dónde sí se retrata a explotadores y explotados, en el régimen semifeudal de un cortijo extremeño, con lo cual no hacía sino recoger motivos recurrentes de otras novelas suyas donde se denuncian las injusticias y desigualdades.
Volviendo a Las guerras... y a mi carta, más adelante añadía lo siguiente, llevado también por mi juvenil ardor y sin dolerme prendas:
La visión que se nos da del Humán del Otero es, en cambio, más simplista, puesto que a ud. le ha interesado destacar esa violencia ciega, en la que no descarta una explicación genética. Y me parece esta explicación tan peligrosa, tan pesimista, que aun en el supuesto de que hubiera una base científica ¿cómo podríamos hacerlo extensible a toda una colectividad? ¡Se ha especulado tanto con la «forma de ser» de los pueblos y de las razas, etc.! En fin, usted ya me comprende.
Días después, en concreto el 14 de marzo de ese mismo 1976, y a pesar de tanta cruda sinceridad por mi parte (o consecuentemente con ello), Delibes me envió otra carta que reproduzco a continuación:
A Pedro Carrero
Querido amigo: estuvo usted muy gentil y amable bajando a saludarme la otra tarde en la Academia. Y, la verdad, no advertí su pretendida cortedad: únicamente que apenas disponíamos de unos minutos para saludarnos.
Sin duda, soy pesimista, pesimista en todos los órdenes de la vida. Esto me hace sufrir pero se me impone: es algo irremediable. Si usted tuvo ocasión de leer mi primera novela «La sombra del ciprés» [sic] se daría cuenta de ello. Ahora, tras la pérdida de mi mujer, pienso que la filosofía de Pedro, el protagonista, no era tan descabellada.
Entiendo lo que usted me dice. No hay «qués» sin «porqués ». Pero, por ejemplo, en Portugal, cuya historia es paralela a la española -más grave y difícil en algún aspecto- han pasado por una situación delicada sin matarse. Y tenían también sus «porqués». Ya lo creo que los tenían. Le abraza cordialmente
Miguel Delibes
Es evidente el pesimismo de Delibes en todos los órdenes, una visión amarga de la vida que se puede rastrear a lo largo de las distintas fases de su novelística: la muerte que, agazapada, preside la vida; la mezquindad y el egoísmo como parte consustancial de la locura humana; las injusticias de todo tipo en un país marcado por grandes desigualdades; la indefensión de los seres más débiles; el desamparo del mundo rural; la degradación del entorno natural; la violencia de los españoles, de la que no se salvan tampoco los habitantes de ese mismo marco rural, en modo alguno idealizado. Es decir, hay un pesimismo filosófico, universal, que tiene que ver con la condición y las circunstancias de lo humano en cualquier latitud, y hay otro que toma como referencia la idiosincrasia de los españoles. Pero lo cierto es que, pesimismos aparte, todo este mundo novelesco, tan enraizado con la realidad, hay que valorarlo, precisamente, en lo que tiene de verdadero, de verosímil, de reflejo acertado del comportamiento y de la manera de expresarse de los tipos humanos que el novelista retrata. Un mundo novelesco en el que, además, el escritor vallisoletano proyecta buenas dosis de ironía y también de ternura.
Volvemos a la clave central de este estudio: la violencia en general y, en particular, la de los españoles, tan íntimamente relacionada con la cuestión de «las dos Españas». Mis opiniones expresadas en el citado artículo y en la carta que envié a Delibes son las de un joven contestatario de aquellos años que deseaba para su país un sistema democrático y que temía una repetición del pasado, es decir, la vuelta a alguna forma de dictadura. Todo esto se inscribe, evidentemente, en lo «extraliterario», pero en mi descargo diré que cualquier libro de ficción que hace referencia a un contexto histórico concreto (como es, en este caso, el devenir de los españoles) y apunta, en el plano del significado, a una serie de ideas generalizadoras, merece también un comentario ideológico. Como señala la estética de la recepción, el proceso creativo no se completa hasta que el libro es interpretado por el receptor, por el lector. Y ésa era, en esos momentos, mi hermenéutica sobre la obra (dejando entonces a un lado, soy consciente de ello, el análisis de su perfecta estructura narrativa y del acertado lenguaje utilizado). Así que la tesis de Delibes en Las guerras... se me antojaba como una forma de servir en bandeja de plata la justificación de la doctrina del «palo y tentetieso» para los españoles, doctrina que, por otra parte, no era la de nuestro escritor. No era eso, precisamente, lo que el novelista vallisoletano deseaba para España, pero su pesimismo le conducía, peligrosamente, al terreno de la fatalidad, del callejón sin salida. Afortunadamente para todos, Delibes se equivocó.
En noviembre de 1978 apareció El disputado voto del señor Cayo, que puede considerarse, sin duda alguna, como otra novela de la Transición en los términos más absolutos, pues hace referencia, precisamente, a las primeras elecciones libres -en concreto, a Cortes Constituyentes-, después de casi cuarenta años, y que tuvieron lugar en junio de 1977. Cuatro años después, en septiembre de 1981, Delibes publica Los santos inocentes, una novela que nos retrotrae a los años del franquismo y a cuyas líneas argumentales esenciales ya me he referido más arriba. Considerando en conjunto estas dos novelas además de Las guerras..., publiqué otro artículo también en estas páginas que llevó el título de «El "leitmotiv" del odio y de la agresión en las últimas novelas de Delibes». En las tres novelas hay registros y modalidades diferentes de violencia. Si Delibes afirma en su carta haber escrito sobre los «qués» en Las guerras..., está claro que Los santos inocentes, como otras novelas suyas anteriores, se inscribe en el terreno de los «porqués». Como sabemos, un simple, un retrasado mental, Azarías, se convierte en el brazo ejecutor frente a los abusos del señorito Iván. Si en Las guerras... Pacífico era un «raro» y termina matando de una forma espontánea, en Los santos inocentes Azarías premedita cuidadosamente su venganza contra el matador de la grajeta. El odio se ha apoderado de Azarías, lo suficientemente «astuto» como para trazar su plan justiciero. Violencia, pues, de distinto signo en las dos novelas, aunque entre los dos personajes hay un elemento común y general a otros personajes de Delibes: su inserción en la naturaleza, en el entorno rural. Los santos inocentes refleja situaciones de abuso y explotación que explican los estallidos de odio y de violencia.
Las elecciones del 77: el señor Cayo en su rincón
¿Y en El disputado voto del señor Cayo? Ya hay elecciones libres, se han legalizado los partidos políticos y por primera vez los españoles pueden decidir. Sin embargo, la agresión y la violencia siguen estando presentes. Ahora vemos cómo la campaña electoral de esas elecciones se traslada a un pueblo de la montaña donde sólo viven tres habitantes: el señor Cayo, su mujer y otro vecino. Hay una violencia desgarradora, cruel e inmisericorde, propia de ese pasado que se quiere superar y olvidar, y es la que protagonizan los militantes ultraderechistas que irrumpen en Cureña, los que humillan al señor Cayo y golpean con una cadena al candidato de izquierdas. Pero hay otro tipo de violencia, más sutil, en modo alguno parangonable a la de signo fascista, pero que supone, a fin de cuentas, una «agresión», por lo que tiene de conflicto: y es la vehemencia ideológica de los militantes de izquierda -y especialmente la de Rafa- que irrumpen con su programa electoral en la aldea de Cayo. Víctor, el candidato, hombre maduro, se queda fuera de esa actitud ideológica arrolladora y agresiva, pues es un idealista, un hombre que ha estado en la cárcel, y ve con comprensión y curiosidad todo lo que hace y dice el señor Cayo. Es un hombre auténtico y prudente. Los jóvenes, en cambio, Laly y Rafa, se sorprenden del mundo en el que vive Cayo, bien distinto del de la ciudad a la que están acostumbrados. Quieren redimirle, pero el señor Cayo no necesita redención alguna, él es feliz en el pueblo, y responde así a Laly cuando le dice que, un hombre, a su edad, no debería seguir trabajando todo el día en el huerto: «-Toó. Y ¿si me quita usted de trabajar en el huerto, en qué quiere que me entretenga?». También se estrella Rafa -un auténtico botarate-cuando, desgañitado, explica a Cayo que los candidatos (Víctor y Laly) son «la opción del pueblo, la opción de los pobres», porque Cayo, perplejo, responde: «-Pero yo no soy pobre». Todos los esquemas mentales de los militantes de izquierda se vienen abajo ante el señor Cayo y su mundo. En realidad, es el señor Cayo el que tendría que redimirles, con toda su sabiduría rural, su conocimiento del campo, de los árboles, de las plantas, de los animales. Una vez más se viene abajo la creencia de que los habitantes de las aldeas son unos ignorantes, y una vez más Delibes nos muestra las maravillas y los mil secretos y curiosidades de un entorno natural que corre el peligro de degradarse, extinguirse y olvidarse en el momento en el que en esas aldeas perdidas de la montaña no quede ni un solo habitante más.
Pero El disputado voto del señor Cayo no es, en modo alguno, una idealización del mundo rural. Y es aquí cuando vuelve a surgir el tema de la violencia y del cainismo. Cuando los militantes le preguntan a Cayo si vive alguien más en el pueblo, aparte de él y su mujer, él les responde: «-Como quedar -dijo el viejo indicando con la escriña la calleja- también queda ese, pero háganse cuenta de que si hablan con ese no hablan conmigo». Y después añade: «Aquí contra menos somos, peor avenidos estamos». De ahí que no es extraño que, de vuelta ya a la ciudad, el maltrecho Víctor diga lo siguiente sobre el señor Cayo: «-El también odia, ¿sabes? -dijo pausadamente-: Odia como nosotros». Y a continuación Víctor muestra las horribles heridas que le han causado los ultras, mientras que le dice a uno de los dirigentes de la campaña: «Esto no tiene remedio, Dani, es como una maldición».
De manera que, con todos estos datos, yo seguía rastreando unas constantes de odio y violencia en la que, hasta esos momentos, era la última producción novelística de Miguel Delibes. Unos meses después de la publicación de mi artículo, recibí una carta del escritor fechada en Sedano el 3 de julio de 1982, que reproduzco a continuación:
Querido Carrero:
Vuelvo a darte las gracias ahora por tu lúcido, agudo ensayo sobre el odio en mis últimas novelas que acabo de leer en «Ínsula». ¿Qué más voy a decirte? Desgraciadamente no creo que se pueda dar un paso en este viejo país sin encontrarte con el odio: ostensible o soterrado, el odio está en todas partes, mueve nuestros actos o aguarda, agazapado, en espera de su oportunidad. Pero el caso es que yo no pensaba en nuestro cainismo al escribir el «Cayo» o «Los [santos] inocentes » (sí en «Las guerras [de nuestros antepasados]») pero tú ahora me demuestras que también en esta ocasión pesaba sobre mí.
Voy poco por la Academia, apenas nada. Creo que los pájaros o la terminología rústica no le interesan a nadie más que a mí. Un cordial abrazo
Miguel Delibes
El reconocimiento que Delibes expresa en esas líneas sobre las observaciones de mi citado estudio no dejó de llenarme, evidentemente, de satisfacción, aunque nunca publiqué esa carta del escritor vallisoletano, pues tanto ésa como las dos anteriores son, hasta el día de hoy, inéditas, así como otras que conservo del novelista. Ojalá que la relación entre el crítico y el autor estudiado fuera siempre así. Ese artículo de abril de 1982 lo considero mejor trabajado, desde el punto de vista de una crítica global, que el que escribí en 1975 sobre Las guerras de nuestros antepasados, pues abordo ya cuestiones referentes tanto al significado como a la estructura de las obras de Delibes. Pero los motivos recurrentes del odio y de la violencia habían seguido apareciendo, por lo que yo sentía la obligación de rastrearlos, lo que el propio escritor reconoce en su carta. Todo ello por no hablar, en la misma línea del pesimismo delibiano, de la visión negativa que en El disputado voto del señor Cayo se ofrece sobre la clase política, aunque no sobre todos los políticos, porque Víctor, el candidato, se salva, como también se salva Laly, aparte de incurrir en algunas ingenuas declaraciones. Rafa -indispensable, por otra parte, en cualquier organización política- es el representante del político dogmático, arribista, vehemente, mal estudiante («veintitrés años y segundo de Derecho», le reprocha Laly), y presa de sus propias contradicciones burguesas. Incluso sueña que, si gana su partido, desaparezcan los exámenes, porque esa sería una forma de llevarse a la juventud de calle (sic). En el transcurso de una comida, Laly resume con acierto los rasgos de un personaje tan poco ejemplar como Rafa: «-Reúnes todos los vicios del pequeño burgués, las tres pes, como dice Ayuso: Pereza, pito y paladar». Buen ojo de águila el del escritor vallisoletano, pues, en medio del entusiasmo que generaban las primeras elecciones libres, no se escapaba de su visión del cuerpo social la existencia de una fauna política como la que Rafa representa.
Un sano debate al comienzo de los 80
Pero volviendo al tema del odio y de la violencia atávicos en las novelas de Delibes, todavía quedaba cuerda para hablar de esos temas al comienzo de los años 80. También en abril de 1982, Carolyn Richmond publicó un breve ensayo, en forma de libro, sobre Las guerras de nuestros antepasados. Sobre ese ensayo publiqué una reseña también en ÍNSULA, en el número de mayo-junio de 1983, que llevó el título de «A vueltas con Delibes, los españoles y sus guerras (Sobre un libro de Carolyn Richmond)». Resalté la importancia y las numerosas aportaciones de este estudio, evidentemente más extenso y global que el que yo escribí a comienzo de 1976, y en el que se analiza tanto la estructura como el significado de la obra. Señalaba, no obstante, alguna diferencia de opinión en la interpretación de la novela de Delibes en lo que al tema de la violencia se refería, pues la autora lo enfocaba más desde el punto de vista de la naturaleza humana en general que como una característica de la naturaleza e idiosincrasia de los españoles. En concreto, decía yo lo siguiente en mi reseña: «Seguimos manteniendo, no obstante, como interpretación del pesimismo que se refleja en la novela, que Delibes no hace referencia a la naturaleza humana cuando aborda el tema de la violencia (opinión sostenida por Carolyn Richmond), sino específicamente a la condición y naturaleza de los españoles». Y, entre otras cosas, afirmaba que «no es extraño que Las guerras de nuestros antepasados despierte el interés de los hispanistas y que ahora venga a sumarse un nuevo y entusiasta trabajo a la bibliografía ya existente». Yo veía a Carolyn con cierta frecuencia en la tertulia semanal de ÍNSULA, en la Gran Vía, en unas dependencias de Espasa-Calpe, y me dijo que quizá sería bueno para la revista reflejar este debate que habíamos iniciado sobre Las guerras... en una sección que podía titularse «Cartas al Director», sección que ya había existido en tiempos y que quizá convendría resucitar. La idea me pareció estupenda, de forma que aguardé su respuesta, que llegó, efectivamente, en una carta al director en el número de septiembre de 1983. En ella, decía Richmond:
«Es bien posible que el crítico haya acertado, además, las intenciones del propio autor al escribir su novela; pero, de todos modos, pienso que una creación literaria solo perdurará si consiente una lectura más universal que circunstancial. Si la novela en cuestión resiste el paso del tiempo, cosa que está por ver, no será por tratar, como cree Carrero "del problema específico de España -España como problema, una vez más- y de la peculiar condición violenta de los españoles", sino precisamente por tratar "de la índole de la naturaleza del hombre en general"».
A continuación Carolyn se referiría al hecho curioso de que si antes los hispanistas de fuera solían insistir en la idea de que España era diferente, ahora eran los hispanistas españoles (refiriéndose a lo que yo sostenía en mi artículo) los que, al parecer, nos obstinábamos en subrayar tal diferencia.
Como podrá observarse, el debate era una muestra impecable de mutuo respeto y discrepancia civilizada que debe existir en la crítica, y en esa misma línea contesté a la carta de Carolyn Richmond, respuesta que apareció en la citada sección de ÍNSULA en el número de febrero de 1984. En ella, tras señalar que no creía en diferencias entre hispanistas de fuera e hispanistas de dentro, declaraba que no había en mí «obstinación ni complacencia en modo alguno en el tema de las presuntas violencias y diferencias de los españoles [...] En todo caso [...] habrá que atribuírselo al Delibes de esos años, no como complacencia, diría yo, sino como seria y muy humana inquietud del novelista ante las inciertas expectativas del posfranquismo y bajo la presión de un pasado histórico poco risueño». Al mismo tiempo, sostenía que si la lectura tenía que ser más circunstancial que universal, no por ello se resentía la calidad literaria ni la perdurabilidad de la novela Las guerras de nuestros antepasados. Además, en aquel artículo mío del convulso 1976 lo que yo quería, precisamente, era «combatir» la idea de que los españoles éramos «diferentes », es decir, condenados a un futuro de violencia.
La cuestión, vista desde los 90
En el libro de César Alonso de los Ríos Conversaciones con Miguel Delibes hay un apéndice titulado «Conversaciones en el invierno del 92» en las que reanuda las ya mantenidas con el escritor en 1970. Como es sabido, en 1992 la democracia estaba más que consolidada y España pertenecía a la Unión Europea. En un momento de la conversación, en que se habla de problemas ecológicos y de la imposibilidad de que los gobiernos hagan caso a las minorías intelectuales, dice Alonso de los Ríos:
-En todo caso, Miguel, si echamos la vista atrás, simplemente a los momentos en los que escribimos la primera parte de estas conversaciones[,] debemos reconocer la mejora de nuestra situación. Hoy nos sentimos a salvo del horror, del miedo, de la inseguridad que eran los compañeros de la dictadura.
Y Miguel Delibes, entre otras cosas, comenta lo siguiente:
-[...] a mi entender el gran cambio que se ha dado de Franco a hoy ha sido la liquidación de las guerras civiles, la terrible salsa de la vida española durante más de un siglo. La creación de una unidad europea con todas las dificultades que comporta tiene una cosa hermosa y es que se acabaron los cuartelazos. Esto vale por todo lo demás, por todas las objeciones que puedan hacérsele. Por eso yo me considero europeísta y partidario de Maastrich, aunque luego haya que matizar todo lo matizable.
No es extraño que, al hilo de este pasaje de la conversación, surja el recuerdo de Las guerras de nuestros antepasados. Es Alonso de los Ríos quien lo trae a colación, pero no exactamente como tal novela y su título, sino como una constante histórica: «Con ello terminará el serial de «las guerras de nuestros antepasados»». En efecto, Delibes reconoce que «el cainismo, la violencia, las pugnas de pueblo contra pueblo que en España llegaron a constituir un deporte se habrán acabado ». Más adelante, y tras recordar que ese sentimiento de violencia estaba muy metido en la sangre de los españoles, dice lo siguiente sobre el personaje protagonista: «Pacífico empezó creyendo en la no violencia y acabó convencido de que eliminar a un semejante con la navajilla de abrir piñones era un acto normal».
Tampoco faltan referencias a El disputado voto del señor Cayo en este apéndice de las conversaciones entre Alonso de los Ríos y Delibes. Y así, entendemos mejor lo que el autor piensa de sus personajes, por ejemplo, de Rafa, lo que concuerda con lo que apuntábamos más arriba. El entrevistador comenta que «En El disputado voto del señor Cayo vuelves, una vez más, a una idea muy querida por ti y es que no conviene identificar lo urbano con el progreso real y lo rural con la ignorancia. Sacas un gran partido a la contraposición de los lenguajes rural-urbano». Y responde el escritor:
-Cada palabra del señor Cayo es sustancia y en cambio el chiquilicuatre ese, Rafa, es de una insustancialidad inenarrable. Todo su lenguaje se reduce a quinientas palabras. La formación, en cambio, del hombre que se ha educado en el medio natural es completa.
Delibes se ha reservado expresar juicios de valor sobre sus personajes para circunstancias como la de esta entrevista. Está claro que no lo iba a hacer en su novela desde el plano del narrador, como aquellos juicios de valor que a veces se les escapaba a los novelistas del XIX. Al escritor moderno le basta con hacer hablar y comportarse a los personajes (sin olvidar los juicios de valor que emiten los propios personajes, como el ejemplo antes citado de Laly) para que el lector extraiga una idea acertada sobre cada uno de ellos. Y así, dibuja con acierto a unos y otros, de forma que lo de «chiquilicuatre» aplicado a Rafa no nos coge por sorpresa (recordemos que antes lo hemos definido como «botarate»).
Capítulo cerrado (a modo de colofón)
Me veo obligado a hacer algunos comentarios que de nuevo, irremediablemente, pertenecen a la esfera de lo extraliterario o extratextual, aunque siempre derivado de los textos y del pensamiento de Delibes. He sentido la tentación de poner entre interrogantes lo de capítulo cerrado, pero no quiero mentar al diablo ni pecar de desconfiado. Porque es evidente que, después de todo lo andado por los españoles desde 1975 hasta la actualidad, los temores que embargaban a Delibes en aquel año crucial, y que subyacen en el significado de Las guerras de nuestros antepasados, han desaparecido. La Transición aparece, así, como un modelo ejemplar de transformación pacífica e incruenta de un Estado totalitario a un Estado democrático y de derecho. El propio escritor lo reconoce en 1992, en su nueva conversación con Alonso de los Ríos. Venciendo su natural pesimismo, y a pesar de los problemas existentes, se siente seguro dentro de la Unión Europea. El camino no ha sido, precisamente, de rosas, el terrorismo es un lastre insoportable y monstruoso y ha habido hasta un intento de golpe de Estado entre medias, pero cada vez se ve más lejos el fantasma de una confrontación civil. Sin embargo, en esas conversaciones un tema que preocupa tanto al entrevistador como al entrevistado es el de la posible fragmentación del Estado debido a las aspiraciones independentistas que existen en algunas regiones. ¿Un nuevo motivo de confrontación? El tema, evidentemente, es muy de actualidad, y arroja nuevos nubarrones sobre el futuro de España (¿Cuándo llegaremos a gozar de la tranquilidad que, en ese sentido, disfrutan otros Estados y cuándo llegaremos, definitivamente, a una España bien vertebrada?). Cuando Alonso de los Ríos le pide a Delibes una fórmula para la convivencia, el escritor responde de esta manera, con unas palabras que suscribo, y ello nos sirve de colofón a este estudio:
Yo no tengo fórmula ninguna. En todo caso mi fórmula será la que dicta el sentido común. Soy poco político, pero de entrada rechazo el invento federal. Creo que en un mundo que va buscando entidades superiores a las de los viejos estados representa un contrasentido que reforcemos la independencia de provincias y regiones. El mayor respeto para las lenguas y las culturas amenazadas, pero también el mayor celo para evitar la disgregación.
P. C. E.-UNIVERSIDAD DE ALCALÁ
Bibliografía citada
ALONSO DE LOS RÍOS, C.: Conversaciones con Miguel Delibes, Barcelona, Destino, col. Destinolibro, 1ª ed., junio de 1995.
CARRERO ERAS, P.: «Determinismo y violencia en Las guerras de nuestros antepasados», Ínsula, núm. 350, enero de 1976, pp. 1 y 10.
- «El leitmotiv del odio y de la agresión en las últimas novelas de Delibes», Ínsula, núm. 425, abril de 1982, pp. 4 y 5.
- «A vueltas con Delibes, los españoles y sus guerras (Sobre un libro de Carolyn Richmond), Ínsula, núms. 438-439, mayo-junio de 1983, pp. 17 y 19); - [Una carta al Director de Ínsula] Ínsula, núm. 447, febrero de 1984, p. 17.
DELIBES, M.: Las guerras de nuestros antepasados, Barcelona, Destino, col. Áncora y Delfín, 1ª ed., enero de 1975.
- El disputado voto del señor Cayo, Barcelona, Destino, col. Áncora y Delfín, 1ª ed., noviembre de 1978.
- Los santos inocentes, Barcelona, Planeta, 1ª ed., septiembre de 1981.
RICHMOND, C.: Un análisis de la novela Las guerras de nuestros antepasados, de Miguel Delibes, Barcelona, Destino, col. Destinolibro, 1ª ed., abril de 1982; - [Una carta al Director de Ínsula] Ínsula, núm. 442, septiembre de 1983, p. 7.