El realizador australiano Peter Weir es el principal responsable de que este turbador filme se encuentre entre los más fascinantes y bellos de cuantos han tratado el cine de catástrofes a lo largo de la historia. Bajo una apariencia de película de suspense, acercándose por momentos a cotas más próximas del terror, el thriller o incluso a la abstracción propia del surrealismo cinematográfico, el filme deambula por un constante clima de incertidumbre e irrealidad que confiere al conjunto un cierto y (por qué no decirlo) encomiable aroma a misticismo trascendental.
El hecho de traer este intenso filme a una sección como la que nos ocupa no es para nada baladí: es necesario. Y es que, pese a contar con la dirección de un peso pesado del negocio como indudablemente es Peter Weir, La última ola, si bien no es una obra completamente desconocida, sí que tiene cuanto menos un limitado alcance de difusión entre el público general. Alcance que desde aquí nos proponemos ampliar.
La carrera de Peter Weir comenzó con Los coches que devoraron París (The Cars That Ate Paris, 1974) (aka Carretera sin retorno), momento desde el cual el realizador australiano ha realizado más de una docena de títulos a caballo entre su país de origen y Estados Unidos. Dentro de su selecta filmografía, podemos destacar obras como la rompedora Picnic en Hanging Rock (Picnic at Hanging Rock, 1975); el celebrado thriller rural Único testigo (Witness, 1985); la recordada El club de los poetas muertos (Dead Poets Society, 1989); la original, visionaria y genial El Show de Truman (The Truman Show, 1998), existencial reflexión y mordaz crítica a los reality shows; la mastodóntica Master and Commander (2003); o la interesante Camino a la libertad (The Way Back, 2010), su último filme hasta la fecha, del que podéis disfrutar de una acertada crítica en el número de enero de esta misma revista. Tras esta breve reseña filmográfica, es buen momento para introducirnos de lleno a analizar la obra que nos ocupa: La última ola, estrenada en 1977.
La riqueza del filme no le hace solamente sobresalir como el ejemplo de excelsa calidad cinematográfica que indiscutiblemente es, sino que nos permite además ahondar en otros asuntos de igual interés y relevancia como son el choque de culturas que se nos es mostrado, el desarraigo que determinadas minorías sufren en los entornos urbanos modernos, amén de reflexionar sobre las inescrutables fuerzas de la naturaleza que son capaces de borrar del mapa sin esfuerzo alguno al endiosado por sí mismo hombre moderno. Una fascinante amalgama de contenidos que durante las próximas líneas trataremos de analizar.
A nivel estrictamente cinematográfico, dos son los elementos que sobresalen con claridad por encima del resto: el inteligente guión y el fascinante tratamiento de la música y los efectos sonoros. Peter Weir, Tony Morphett y Petru Popescu fueron los encargados de la escritura del libreto, y suyos son algunos de los grandes aciertos de la propuesta cinematográfica que nos ocupa: el minucioso desarrollo narrativo, lento, reflexivo y cuasi-poético, conduce la trama a través de una delgada y difusa línea que evoca todo un universo de significación que en ningún momento es mostrado explícitamente, sino sólo de manera simbólica. Pequeños retazos de realidad se deslizan sinuosamente por la pantalla, situados escrupulosa y hábilmente en puntos estratégicos de la trama.
Las imágenes y el tratamiento sonoro de Weir hacen el resto. Y si bien es cierto que muchas de las técnicas narrativas más osadas del largometraje ya habían sido exploradas por el propio Weir en su anterior filme (el igualmente recomendable y fascinante Picnic en Hanging Rock - Picnic at Hanging Rock, 1975-), no puede dejarse de reseñar el hecho de que es en este filme donde el autor decide echar el resto y ofrecernos pasajes de auténtico misticismo en pleno corazón urbano de la civilización occidental. Escenas tan inquietantes como la lluvia de petróleo o la tempestad de granizo con la que magistralmente se abre el filme son una buena muestra de los niveles de puesta en escena y del peculiar tratamiento que el realizador australiano sabe conjugar a la perfección para transmitir la constante sensación de incertidumbre y onirismo que emana de cada fotograma de la película.
Y mientras cada uno de los planos del filme es portador por sí mismo de una amarga e implacable belleza, lejos de detenerse Weir en su osadía fílmica, decide obsequiarnos con un tratamiento sonoro totalmente revolucionario para los tiempos que corrían: un uso constante de sonidos escapistas y atmosféricos que consiguen potenciar el nivel de incertidumbre y nerviosismo hasta niveles prácticamente de puro paroxismo. En este sentido, mucho le deben cineastas como David Lynch a filmes como éste y el anteriormente mencionado Picnic en Hanging Rock. El control absoluto que Weir ejerce sobre la obra hace posible que todos y cada uno de los elementos que la componen estén dirigidos en una misma dirección, y en un mismo sentido, con el objetivo de provocar unas muy medidas reacciones en el espectador. Y qué duda cabe de que la jugada le sale redonda.
Pero La última ola no es sólo un preciosista ejercicio de realización y narrativa fílmica; es igualmente un sustancial compendio de variadas temáticas que llegan a rozar en algunas momentos la filosofía y el sentido de vida occidental. Bajo la apariencia de un (peculiar) thriller, el filme avanza siguiendo una delineada ruta que gradualmente va llevándonos rumbo al misterio y a lo desconocido a través de los recovecos de salvajismo y superstición que aún se ocultan bajo las capas de civismo y organización socio-económica de las actuales sociedades occidentales capitalistas. La acción se desarrolla en un ambiente urbano australiano, pero la trascendencia de la historia hace que el marco de referencia pueda ser extrapolado a cualquier ciudad del mundo occidental.
El protagonista representa los valores de dicha sociedad: un abogado (interpretado por Richard Chamberlain) especializado en pleitos de tipo financiero que se ve obligado por las circunstancias a implicarse de lleno en un caso alejado de su ámbito laboral y que tiene por protagonistas a un grupo de aborígenes australianos. Una brecha se abrirá entonces para el tranquilo y feliz hombre de negocios: el mundo que le rodea no es más que una artificial construcción moderna edificada sobre los cimientos de las sociedades antiguas (los aborígenes australianos en este caso concreto; extrapolable todavía más a civilizaciones preexistentes en cualquier lugar del actual mundo occidental) que poseían un mucho más avanzado desarrollo espiritual que les permitía sincronizarse con la naturaleza y armonizar su existencia amoldándose a los designios de la misma. Concepción que el hombre moderno ha perdido completamente en pos de un endiosamiento cada vez más evidente y peligroso que le lleva a desdeñar todo aquello que no puede ser explicado por su religión: la ciencia. La ciencia ha sustituido a las tradicionales religiones como el saber supremo por el que el ser humano moderno rige sus acciones, y todo lo que en ella no esté contemplado, no es merecedor de consideración.
El filme trata de ahondar en esta brecha generacional que se abre entre los aborígenes (portadores de los antiguos saberes místicos) y la racionalidad del hombre moderno de ciudad, marioneta desconocedora de la realidad que le rodea y carente de cualquier creencia más allá de la del puro consumismo y la del Yo como representación del bien supremo. La imaginaria burbuja que el protagonista cree que lo aísla del entorno no es sino una poco disimulada máscara para ocultar, no ya con una intencionalidad clara, sino simplemente para facilitar su mera existencia y alejarse de aquello que no puede ni quiere entender, la realidad.
Con el desarrollo narrativo de la trama, el filme cada vez va saliéndose más de la estructura del thriller para penetrar lentamente en una perenne capa de incertidumbre que cada minuto que pasa va ganando en densidad y en trascendencia. La trama, pues, sólo es una excusa para reabrir la grieta de los dos mundos que conviven al mismo tiempo y mostrar mediante la sugestión audiovisual la realidad real, el submundo de creencias que se esconde bajo la aparente y falsaria superficie de tranquilidad y armonía. Y una vez que la caja de Pandora ha sido abierta, una vez que los conocimientos y creencias ancestrales devastan por completo la quimérica sensación de equilibrio social, cultural y medio ambiental; la cruda realidad se muestre ante nos nosotros.
La última ola es un filme que nos habla sobre el fin del mundo, y lo hace a través de su particular y fascinante dialéctica. Lentamente, como si de un aguijonazo se tratará, Weir introduce en nuestro organismo una sustancia contagiosa que a un ritmo monótono y constante va extendiéndose por todo nuestro cuerpo y conduciéndonos a un estado mental idóneo para hacernos partícipes de su tesis final: el conocimiento de las antiguas tradiciones y las culturas primigenias no puede ser concebido para una sociedad tan decadente y vacía de trascendencia como la actual. El descubrimiento de la cueva que el abogado financiero realiza es al mismo tiempo tan revelador como condenatorio. El fin del mundo es la única vía posible de escape para conciliar y limpiar el mundo; los tsunamis predichos por la profecía aborigen se manifiestan como la única opción posible de desterrar el falso etnocentrismo imperante. Dos realidades tan diferenciadas y contradictorias no pueden existir al mismo tiempo, y solamente una de ellas tiene futuro dentro de acuerdo con la armonía espiritual de la naturaleza. La otra no.
Y así, a través de una aparente y convencional película australiana no demasiado conocida por el gran público, Peter Weir da un puñetazo definitivo sobre la mesa y postula un poderosísimo alegato en pos de la naturaleza y de la riqueza cultura de cualquier civilización existente sobre la faz de la tierra, por alejada que parezca de nuestro universo occidental capitalista, tan falso (o verdadero) como cualquier otro universo; pero tan artificial y osado como el que más. Una necesaria reflexión que sin duda dista mucho de dejar indiferente a nadie. Una lección de cine. De 1977. De Australia. De Peter Weir.