La sociedad europea ha experimentado un atormentado camino desde que, tras los largos años de lo que han dado en llamar crisis, ha sufrido las vicisitudes de un mundo administrado con una simpleza y vulgaridad no exentas de brutalidad. Y es que no cabe lo vulgar sin opresión y ambas cosas se hacen inevitables en un sistema global de dominio que pretende adornar, con los oropeles de lo que supuestamente nos conviene, el desenfreno especulativo, la destrucción sistemática de la soberanía nacional y la ferocidad financiera.
A partir del triunfo definitivo de los más agresivos sistemas monetarios se inició un proceso sistemático de la normalización de la opresión que reprime sutilmente, o sin contemplaciones, la libertad de expresión, que arrastra a la pobreza a millones de seres humanos y que saca arrastras de sus casas a gentes inofensivas.
Lo cierto es que la reflexión aturdida se ha entregado, con las mayorías absolutas que imponen su norma absolutista, a una actitud de reconciliación con la inmediatez irracional, con lo miserablemente dado. Arbitrariedad, azar e inestabilidad componen los elementos zozobrantes de lo establecido por decreto.
La sarcástica promesa de un futuro prometedor y tranquilizante no tiene otro objetivo que el adormecimiento del poco instinto de conservación que nos queda y seguimos bajo el hechizo al que se encuentra sometido nuestra conciencia, tanto individual como colectiva. Un hechizo que hace de la aceptación del absurdo que mata la característica más sobresaliente del common sense.
Recuérdese cómo Heidegger, al mismo tiempo que hacía de la destrucción un buen método para adentrarse en el ser, proclamaba que la verdadera vida del hombre resuelto consiste, precisamente, en prepararse para la muerte; en vez de hacer todo lo posible por evitarla.
Esa es nuestra actual situación del "Ser ahí" (Da-sein), que significa en realidad "estar suspendidos de la nada" (Hineingehaltenheit in das Nichts) característica existencial propia de la angustia.
Heidegger fue, en realidad, uno de los que, no haciendo ascos al sistema totalitario de entonces (tampoco los haría al de ahora) mejor supieron expresar la ideología de muerte propia del actual sistema económico y base del principio de la ganancia a cualquier precio, incluso al precio de la vida de los demás.
Pero la angustia, como emoción claustrofóbica, no es angustia de existir, sino - más bien - de una vida amenazada por la destrucción del entorno, la paranoia bélica, la eliminación de la salud pública con sus consecuentes riesgos para la seguridad de las personas, la liquidación de la educación pública, la impotencia ante la pobreza, la enfermedad o la muerte.
La ontología de la nada, o de la aniquilación, constituye un buen montaje para la ratio colaboracionista al servicio de una situación en la que la eliminación de lo diferente se alterna con la absoluta sustituibilidad de las personas, haciendo destacar, de esta manera, la nulidad de sus existencias.
Pero existe la posibilidad de sobreponerse al hecho de "hallarse arrojado" (Geworfenheit), al "estado de caída" (Verfallenheit) con el consiguiente cuestionamiento de las actuales estructuras de poder, dejando de concebir nuestra realidad como destinación fatal del ser y dando fuerza a la idea de liberación y emancipación progresiva de la humanidad doliente.
Sí, si buscáis las primaveras verdes y libres existe la posibilidad.