Los vestidos del libro
Todos los libros se visten, todos tienen una forma de presentar sus contenidos. Hasta que la fabricación industrial, a mediados del siglo XIX, permitió la repetición exacta de las encuadernaciones, el libro tuvo un punto diferencial en el que se buscaba sobre todo la belleza. La producción mecánica democratizó la lectura, pero sesgó la creatividad. Ley de vida: siempre que damos un paso hacia delante desde la tecnología perdemos algún valor de la artesanía...
Como objeto bello, el libro siempre ha sido vestido, y continuará vistiendo ropa interior y exterior, si bien los trajes o encajes no serán de papel sino de bits o bytes en forma de tintas electrónicas, píxeles o cualquier otro sistema de representación.
Si el valor esencial es el contenido, la forma de presentarlo no es menos interesante. El invento mágico que fue la imprenta pretendió la multiplicidad, pero también la distinción dentro de ésta, de ahí la diversidad de tipos y de cuerpos.
Un texto desnudo tiene valor en su significado, un texto vestido adorna ese significado, lo envuelve, lo embellece e incluso lo trastoca con nuevos valores. Basta mirar las estanterías para entenderlo, basta la comparación de ediciones. Al vestir el libro jugamos con los sentidos, no solo con el de la vista, sino con el tacto y el olfato, incluso con el oído cuando las hojas crujen entre las manos.
Entre mis reliquias tengo una joya para la vista y el tacto, un libro en octavo, editado hace unos pocos años por Anaya, con sobrecubierta gris impresa en negro, estuchado en un simple cartón ondulado con estampación en relieve, más la cinta separadora en azul. ¿Verdad que es precioso incluso sin verlo? Se titula Veinte poemas de amor y una canción desesperada, obra cumbre de Neruda, y al tiempo que leo los versos las yemas de los dedos rozan las letras en relieve...
Al vestir a los libros buscamos la belleza, como cuando elegimos ropa para el primer encuentro.