Marisa llevaba una vida insípida, siempre esperando que le sucediera algo excepcional pero sin buscarlo ni provocarlo.
Marisa llevaba una vida insípida, siempre esperando que le sucediera algo excepcional pero sin buscarlo ni provocarlo. Nunca había destacado en nada pero tampoco se había esforzado nunca por poner remedio a eso. Algo que no tenía que ver con su situación acomodada, privilegiada, que le hubiera permitido hacer tantos sueños y proyectos de esos que anhela cualquier bicho viviente: prefería sentirse desdichada, poco querida, inútil... infeliz en una palabra. Sí que era una inepta, sin dicha ni felicidad. Ni siquiera ni sus maravillosos hijos ni un marido que la quiso con locura toda su vida y la lloraría hasta que le tocó muchos años más tarde a él también su hora fueron motivo para que se considerada afortunada.
La Muerte estaba acostumbrada a mortales que aún viviendo en condiciones infrahumanas, por hambres o enfermedades espeluznantes se agarraban a la vida como un clavo ardiendo. Fuera por el motor que fuere. Por querer conocer mundo; por desempeñar una profesión estimulante y vocacional o por el amor a -y de- sus familiares y amigos. Por eso el caso de Marisa la exasperaba. Ella que todo lo tenía y parecía como si se alegrase cuando se enteró. Sí que trató de disimular cuando su familia y los médicos en el hospital le dieron la noticia de que estaba muy enferma. Que no tenía cura y que no le quedaban más que unos pocos meses de vida, a lo sumo medio año. Pero esa misma noche cuando se quedó sola en la fría habitación de El Clínico y ya pudo dejar de reprimir sus sentimientos la invadió un sentimiento de triunfo, un alivio porque de todas las formas que había pensado para conseguir quitarse de en medio de este absurdo mundo ésta era la más cómoda. No se tenía que cortar las venas, ni tragarse de golpe las pastillas de los muchos botes que había ido acumulando tras décadas asistiendo a consultas de psiquiatras.
No era una mujer valiente. No tuvo valor, ni coraje ni carácter para tomar las riendas de sus 53 años de vida. Podía haber sido sumamente feliz, al menos eso es lo pensaría cualquier hijo de vecino. Pero lo cierto es que Marisa fue siempre desdichada. Sí que lo sabían en su casa, sus padres, su marido, los hijos. Pero que ella pensara obsesionadamente en quitarse del medio eso es algo que no se imaginaba nadie. Ni su par de amigas confidentes. Y poco importa que lo pudiera intuir alguno de los muchos especialistas en terapias a los que gustaba visitar. Total, tampoco era valiente para tomar las riendas de su muerte. No, Marisa no se hubiera suicidado nunca. Habría vivido eternamente infeliz hasta que le llegara su hora natural. No por rollos de catolicismos ni mucho menos, ni por el dolor que hubiera provocado en sus seres queridos. Sólo porque tampoco habría tenido agallas, antes se hubiera muerto de miedo al intentarlo, igual que quien al lanzarse en caída libre desde un decimoquinto piso ya ha muerto de infarto en el camino, antes de aplastarse contra el suelo. Ella no se hubiera llegado a tirar nunca.
Ahora La Muerte venía y le regalaba lo que más anhelaba: morirse y poner punto y final a una vida que no quería. Por nada del mundo. Ahora ya sentía por fin que le estaba ocurriendo algo especial. Los cuatro meses más que vivió fueron los más felices de toda su vida, en especial el día que La Muerte vino por ella para llevársela a un viaje sin retorno.
Cristina Pascual