Aquella noche en la que el cielo tenía cara de conejo, Ígnea, llama de la tercera hoguera del Bosque Esperpento, valsaba en el baile de la muestra de talentos.
Aquella noche en la que el cielo tenía cara de conejo, Ígnea, llama de la tercera hoguera del Bosque Esperpento, valsaba en el baile de la muestra de talentos. La desosegada brisa, resoplaba; los expectantes y vetustos robles, al acecho crujían; la oscuridad cernida sobre los fulgurantes danzarines hacía de esta velada un auténtico espectáculo al que chispas, centellas, amperios, rayitos e incluso intrépidas brasas, asistían. Todos juntos, formando corro, se deleitaban con los ondulados movimientos de Ígnea, cuya composición cromática amarillo-cian era causa de envidias ajenas. Ella sabía hacer crepitar a la madera como nadie, quemar con dulzura, reflejarse en obnubiladas pupilas y reavivar las ascuas de cualquier fogata moribunda. Y, de repente, cuando al son de la lumbre la llama dibujaba vaivenes imposibles, un goterón cayó impío sobre ella, apagándola, extinguiéndola; y sus restos, grisáceo humillo, se esparcieron sin voluntad por la lobreguez de las espesuras.
Más tarde, se supo que Candela, chiribita desertora, la había traicionado entregándola a las nubes.
Agustín Ostos Robina