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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 10 de mayo de 2024

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La corrupción de los sueños

 

El deseo de lo material, en contra de lo comúnmente estipulado, nos acerca más al conocimiento de las posibilidades de una persona antes que al de sus ambiciones, sus anhelos o sus debilidades. Partiendo en dos el mapa de las aspiraciones, permítaseme nombrar ambos reinos: el que desea y el que sueña, quedando las diferencias salvadas por un consenso entre los caprichos admitidos dentro de lo cotidiano, y la pretensión de lo inasible, lo inmaterial. Así es el hombre honesto consigo mismo y proporcionado en sus "quereres" en todas las versiones de sus apetencias. En todas, menos en el aspecto más inabarcable del ser. Una vez más presentado como enemigo y placebo, el más agasajado por la imprenta y el pensamiento, impetuoso y codicioso: el Amor.

 Estableciendo la condición de que se aspira a lo que, en cierto modo, se venera, suelen dividirse los objetos venerados en dos: los asequibles y los quiméricos. Un ciudadano medio podría desear un ascenso en su puesto y en su cuenta corriente, puede torturarse y permitirse el lujo de sufrir malas digestiones por los achaques de su Ford, porque la meta no es una utopía, pero ¿qué clase de estúpido en su posición gimotearía por no poder mirar al sol de agosto desde la cubierta un yate? Igualmente puede un Onassis cualquiera lagrimear por una tiara de diamantes, pero no por la plata de nuestro satélite. Convenimos entonces en que lamentarse por la ausencia de lo que nunca se podrá abarcar es tan absurdo como llorar por no poseer un unicornio.

Sin embargo, el ser humano era tan complejo y capaz como para inventar algo más allá de este mero e insípido deseo. En su raciocinio fue maldecido con la lacra de poder y querer soñar. Sueños que existen únicamente para solaz de la mente o como resultado de algún sedimento mal barrido de la infancia, pero sobre todo, para vituperio de la inteligencia. Y que las entrañas se revuelvan por la lejanía de un sueño, por su inaccesibilidad o por el miedo a sus tendencias menguantes, es una enfermedad de los poetas o de los ingenuos. Por el contrario, el nivel del deseo está equiparado con el de aquel que desea. La paradoja nace de esta mezcla insana que hiede cuando reaccionan juntos los vapores de la veneración del objeto y la más presuntuosa vertiente humana. Un acto irracional, autocontemplativo y apenas clasificable que borra la frontera del deseo para irrumpir en el territorio de las quimeras, manteniendo un difícil equilibrio entre ambos con el único objetivo de alcanzar lo divino mediante armas tan blandas como las humanas. El territorio del Amor se ha explorado en mil tratados, pero nadie aún ha podido evitar que la bandera de su conquista se haya ido desflecando, hebra a hebra, hasta convertirse en una madeja sin sentido ni esplendor.  

Se dice que el amado, cuando Literatura y Utopía andan por medio, goza (o sufre) de una sublimidad tal desde los ojos del amante, que resultaría un acto en exceso vanidoso por parte del que ama el pretender estar a la altura de su divinidad. Los poetas hallan en su dama a una Musa, ya pueda ser esta una dama sin cuna, y con la delicadeza más pocha que sus pómulos como ciruelas (pasas), que recrearán las facciones ¿exquisitas? de sus amadas con parecidos a Venus o a Diana. En cuanto al resto de los mortales sin don, que prefieren ceder su voz a las expresiones de los artistas porque la propia no sea menos emotiva, siguen creyendo y, ante todo, queriendo, ser únicos e irrepetibles en su devoción por la muchacha o el efebo que en nada más que una hora cambió el rumbo entero de sus vidas. La posesión se convierte en la meta y ahí es donde el deseo sustituye al sueño, y el sentimiento se corrompe.

Si se aspira a lo que se puede materialmente aspirar, y los sueños sólo valen para deleite del alma y para dañar hasta provocar la versificación; si el deseo es un hito superable, ¿cómo pecan los castos de ideas y de fantasía después de haber elevado su fe y a su adorada hasta cumbres hechas de olímpicas nubes? El primer paso que dé el amante por aproximarse a la Musa es ya la negación de su divinidad. Y anulado el carácter insondable de la distancia pierde el hombre su humildad y la fiabilidad de su veneración.

 Querer poseer el objeto amado y languidecer y suspirar por él, lo priva ya de ser quimérico o divino; y como dijo Baudelaire, ya supone la corrupción del Amor, aunque su declaración tendiese a un sentido mucho más ácido.

 O quizás el amor es otra cosa: un arte, o como dijo una tal Nancy Mitford, un talento escasísimo que todos creen poseer. Tan efímero y distinto del Amor que supieron Platón y Petrarca y Chrétien de Troyes; una emoción tan excelsa que a los hombres de antes sólo se les permitía llegarlo a soñar.

 

 

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