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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 10 de mayo de 2024

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Del hombre y la muerte

 

"Pero el valor es el mejor

matador, el valor que ataca:

 este mata la muerte misma"

(Nietzsche, Así habló Zaratustra, 3 - De la visión y el enigma)

 

Un miedo, un solo miedo, mantiene atado a ese fantástico animal racional, le postra, le humilla, le vuelve irracional, y parece que será siempre así por los tiempos de los tiempos (amén).

Como el hombre, todos los seres vivos tienen un enemigo común por naturaleza que parece ser mucho más poderoso que todos ellos, pues ninguno consigue vencerle: la Muerte. La Muerte es el enemigo final con el que cada ser vivo se enfrenta como la culminación de su destino. Es inevitable, cierra el ciclo que todos iniciamos en el momento de nuestro nacimiento. ¿Vamos a dejarnos vencer tan fácilmente por ese miedo? ¿No? Entonces luchemos con la ayuda del mejor matador. 

La Vida es algo extremadamente poderoso: es lo único que consigue crear algo de la nada, crear un alma donde antes solo había óvulos y espermatozoides. Y sin embargo ese poder no parece suficiente para enfrentarse a la Muerte en esa lucha de titanes, una de las infinitas luchas que pueblan el universo.

Es claro que todo ser vivo pierde en su lucha con la muerte. Pero, el ser humano, en su calidad de ser vivo por antonomasia, ¿no es capaz de hacer nada más? Por lo visto lo único que puede hacer es suplicar, arrodillarse, convertirse en marionetas de dioses que ellos mismos han creado en un intento reactivo de desplazar la responsabilidad del cometido a otra persona. Incluso la mayoría de las personas que han conseguido el poder inigualable de llegar a ser verdaderos hombres, los cuales durante su vida lucharon fielmente contra el enemigo, al final de su vida desfallecieron en el cometido, ya sea porque se rindieron ante el enemigo, o porque empezaron a obtener el poder necesario para la lucha por ese modo reactivo que consiste en confiar en que un dios supremo va a conseguir lo que nosotros, insignificantes humanos, no logramos (a  menudo se suele decir que la religión es un recurso de ancianos: parece como si ellos, al final de su vida, fueran los únicos que <> de ese apoyo moral y psíquico frente a la muerte. Sin embargo, ya desde una temprana edad se descubren almas que necesitan de ese apoyo...).

Plantemos un momento los pies en el suelo, en esta <> realidad, y pensemos un segundo, rumiemos un segundo qué significa el hecho de que el ser humano sea el único ser vivo que puede tener conciencia de su muerte. Si lo hacemos es gracias a dos facultades básicas del hombre: la memoria y la razón. La memoria nos permite constatar de un modo objetivo, histórico, que los seres humanos que existen a nuestro alrededor mueren, mientras que la razón, del mismo modo que crea la ley de la causalidad por costumbre, del hecho de que, en el cien por cien de los casos, hasta ahora todos los hombres han muerto, deduce que es irremediable que los hombres mueran, por lo que, por analogía, si nosotros somos hombres, nosotros vamos a morir.

Este pensamiento choca frontalmente con lo que parece que es el instinto de supervivencia de todo ser vivo, que en el ser humano se convierte en una especie de sentimiento de arrogancia y de pretensión de infinito - ese infinito que perdimos cuando entramos en el mundo del tiempo y de la memoria (Este sentimiento queda patente en los interminables dolores de cabeza de Unamuno, ser humano que no comprendía cómo él podía estar existiendo en ese momento y sin embargo dejaría algún día de existir: "Cuando me creáis más muerto retemblaré en vuestras manos").

Sin embargo, deberíamos ser capaces de controlar nuestro instinto de supervivencia, o al menos de calmarlo con alguna esperanza. Volvamos a la facultad de la memoria; ésta, al igual que nos proporciona el recuerdo de hombres muertos, a su vez es incapaz de proporcionarnos un solo recuerdo de esa época sin tiempo en la que nosotros ya estábamos muertos, esa época en la que no sentíamos, no pensábamos, no amábamos... en definitiva, no vivíamos (y lo contrario de estar vivo es estar muerto). Desde este punto podemos mantener calmado al instinto de supervivencia en cierto modo al decirle que él no va a tener que esforzarse por luchar con la Muerte, que esa lucha nunca se va a dar, pues la Muerte, en cuanto llega, ha vencido, no da lugar a lucha alguna. Cierto es que se suele decir que los que agonizan se mantienen vivos por fuerza de su instinto de supervivencia. Yo digo: no es el instinto de supervivencia el que lucha en ese momento, es la Vida la que se enfrenta a la enfermedad para poder seguir viviendo. No hay lucha posible entre el instinto de supervivencia y la Muerte, son contradictorios, cuando el uno está el otro no puede existir.

Éste es sólo un motivo por el que no debemos tenerle miedo a la muerte, a saber: no hay lucha contra ella, cuando llega es el fin y no hay vuelta atrás ni posibilidad de escape. Pero esto no debe hacer que sintamos que, si no podemos alcanzar la existencia infinita, ni siquiera merece la pena la existencia a corto plazo. Volvamos de nuevo a la parte de la facultad de la memoria; la importancia de la vida consiste precisamente en que debemos estar orgullosos de la oportunidad que se nos brinda de vivir, de introducir nuestro pequeño ciclo en el eterno ciclo de la Historia, incluso de alcanzar existencia infinita a través del  recuerdo futuro de las hazañas de nuestra vida. La vida es un ciclo en el que sólo importa la parte en la que existimos. Que la muerte sea inevitable no debe conseguir que no nos esforcemos por vivir, para que así, en el momento de su indiscutible e inevitable victoria, podamos decir esas mágicas palabras de Nietzsche: "¿Era esto la vida? ¡Bien! ¡Otra vez!"(Nietzsche, Así habló Zaratustra, 3 - De la visión y el enigma) - algunos no entenderán estas palabras en el sentido en que deben entenderse aquí; no significan: la vida me ha gustado tanto que quiero vivirla de nuevo (este pensamiento es tan reactivo como el pensamiento del dios salvador); al contrario, significan: ¿en el contrato de la vida se incluía la irremediable muerte y el eterno dolor? ¡Bien, sea la vida así una y todas las veces que sea!. Pues ella misma nos ofrece la eterna compensación de su lado negativo, ella misma es la eterna compensación. Amén [verdad].

 

 

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