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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Jueves, 9 de mayo de 2024

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Teoría de la disociación sanguinea

 

Cada vez que en un lugar del mundo termina el amor, uno de sus componentes ha tenido que salir previamente fuera del concepto de Unidad que tenía el otro. Uno de los miembros de la pareja es expulsado de la vida del otro, o se va alejando progresivamente, antes incluso de tener consciencia de ello. Se dice que es incompatibilidad, pero lo cierto, es que la brecha se abre cuando, por un motivo u otro, uno de ellos actúa o dice o muestra algún rasgo en desacuerdo con el de su pareja. Primeramente fueron un Todo. La obviedad de una grieta es imperdonable.

Gottfried tenía un año la primera vez que fue consciente de la belleza de una rosa. Para entonces, ya tenía la certeza de haberlas visto en muchas otras ocasiones; no era como si por primera vez se le presentase un objeto extraño al mundo, como si hubiese visto un koala o un unicornio. Él "sabía" de antemano lo que era eso, sólo que hasta entonces no había conocido la diferencia entre lo bello y lo corriente, o lo feo y lo corriente. De hecho, algo insultantemente feo también le habría agradado, lo más seguro. Se paró en aquel instante sobre sus piernas torponas, envuelto en su anorak, y señaló la rosa. Después se dio la vuelta; después, no se sabe, si de un minuto o de una hora entera. Fuese cuanto fuese, fue el tiempo necesario. Se había girado exclusivamente para buscar a Séraphine y poder enseñársela. Ella estaba subida al columpio y su madre la empujaba suavemente, y cada vez que el columpio bajaba desde lo alto, cada vez que Séraphine volvía a descender a la tierra, como un ángel efímero, Gottfried sentía ese mismo hormigueo excitante del vértigo. Se acuclilló delante de la rosa, y de vez en cuando volvía la cabeza para comprobar si tan distinguido elemento permanecía en su lugar. No sabía por qué, pero entonces no quería que Séraphine se la perdiera, pues sería como no haberla visto él mismo.

Al día siguiente, de regreso al parque, Gottfried expuso su mirada más perpleja. Su madre se sonrió y dijo algo que él no entendía. Tampoco le importaba. Había visto la rosa por segunda vez. Durante tantas horas el recuerdo de la flor se había exiliado de su mente en favor de otros pensamientos menos sublimes: la mermelada del desayuno, el tren eléctrico, la mancha de su babero en forma de pico de pato...; pero la rosa seguía en la mata, y el día anterior él había olvidado enseñársela a Séraphine. El motivo no lo recordaba. Quizás fue porque su madre lo llamó desde lejos y él corrió a por su rebanada de pan con chocolate, o que había empezado a llover y habían tenido que marcharse a casa, o que Séraphine había llegado con un juguete en la mano y se había dedicado al juego, pasando por alto la presencia muda y dócil de la flor. No recordaba el motivo porque todos esos acontecimientos habían pasado muchas otras veces, y seguirían pasando durante muchos días. O pocos. Los suficientes para que la rosa se fuese deshojando tarde a tarde hasta que sólo quedó en la mata una bola amarillenta adherida a un tallo.

Gottfried tenía un año entonces, y ni siquiera se dio cuenta de que la flor había desaparecido sin que él recordase enseñársela a Séraphine. Quizás aquel olvido fue el primer favor y el más enorme que nunca le concediese la Naturaleza a Gottfried. Después, sus revelaciones sólo engendraron tragedias.

 Ya había cumplido dos años cuando la primavera siguiente entró impetuosa por su calle con el alborotado desfile de bienvenida que trajo de nuevo a las golondrinas y las flores blancas. El pecho de las golondrinas era blanco como la frente de Séraphine y en los capullos se fermentaba ese mismo olor que los envolvía a él y a la niña cuando salían de la bañera por las noches. Y la misma flor surgió de la misma mata en una tarde gemela a las doscientas, o tres mil, o cinco anteriores que habían ido al parque. Ni Gottfried ni Séraphine recordaban el número exacto, o aproximado. Por entonces aún tenían el privilegio de saber seleccionar sólo lo importante sin llevar la contabilidad de ocasiones en que eso ocurría.

Pero esta vez, Gottfried no quiso que pasase de largo nuevamente ese precioso "constructo" de suaves colores. Se sentó bajo la mata para esperar a Séraphine. Ella podía estar al otro lado del parque, o en la cama de al lado, o en la sillita de enfrente, pero nunca estaba fuera de su campo de visión. Realmente, Gottfried no recordaba un solo instante de su existencia en que no hubiese podido mirarla o hablarla cuando hubiese tenido la necesidad de hacerlo. Séraphine era lo único que le daba estabilidad a su vida. Desde el vientre, primero, y después en las cunas, en ella empezaban y terminaban los días. Y eso le proporcionaba una seguridad impagable.

Momentáneamente, la rosa fue como Séraphine, porque sólo a los dos años se entiende que un instante pueda ser un "para siempre" sin caer en el pecado de la mentira. Estaba cada vez que la miraba, allí detrás, silenciosa en la mata, como silencioso era el sueño de la niña en las noches que él se desvelaba. Y aguardó un rato más a Séra, porque antes o después, Séraphine siempre llegaba. Todavía no sabía Gottfried que existía la posibilidad de arrancar la flor y llevarla hasta ella. Tampoco sabía que podía haberse clavado las espinas en el intento o que su madre podría haberlo increpado. Hubo un tiempo en que no era necesario saber un montón de cosas.

Poco después, o mucho, pero el caso es que no se había cansado aún de esperarla, Séraphine llegó hasta él.

        -Mysh da's'ta -dijo el niño. (Mira lo que he encontrado.)

        -Olvi, name? -ella no sonrió como sonríe la gente cuando ve algo inusual y hermoso, sino que expresó cierta turbación simplemente ante la novedad. (¿Cómo se llama?)

        Gottfried sintió una suerte de desazón estomacal. Séraphine había dicho algo conocido, pero ajeno: name. Sin embargo, el niño se consoló pensando que al menos, había salido otro término familiar de sus labios. Olvi era Gottfried, y también era Séraphine. "Olvi" se gritaban cuando se llamaban, o así se decían uno al otro: "Olvi, brit nii" señalándose el estómago, o la cabeza, o la rodilla: "A Olvi le duele esto". Olvi eran los dos, porque no existía el riesgo de malinterpretar el sentido, y porque no había lugar a equívocos, pues ellos eran uno y sólo ellos lo sabían. Fue un tiempo en que no sabían que también los demás supiesen cosas.

"Name?" Gottfried entendía perfectamente el significado de esas palabras en boca de su madre y de su padre, y de alguna otra gente de la que en ese preciso momento no tenía consciencia. Pero tardó un minuto casi en saber a qué se refería ella. Luego trató de obviarlo, y entonces le respondió: "Iwigan". Así bautizó a la rosa.

        -Iwigan! -Séraphine rió muy alto y, burlándose de la gravedad, se enderezó elevándose como una libélula y cogió la flor sin romperla. El tallo se combó hacia la niña y Gottfried sintió la turbulencia que se arremolinaba en su pecho cuando se despertaba a veces en mitad de la noche. No sabía que era posible tocar esa flor. Hasta ese momento había sido algo que no había tenido la necesidad de plantearse; pero lo cierto era que hacía un tiempo que Séraphine actuaba de un modo absurdo, como si tuviese necesidad de algo más lejano, de cosas más efímeras que la dulce inmovilidad de sus actos cotidianos. Pero por ella, y por más miedo a su ausencia que a lo desconocido, Gottfried hizo casi un esfuerzo, y él también tocó la flor. Tocó los bordes aún tiernos de los pétalos. Eran suaves como la crema de la leche.

        -Name iwigan -repitió Séraphine.

¿Por qué decía "name"? ¿Por qué se tenía que tocar "iwigan"? ¿Acaso con mirarla no era suficiente para retenerla dentro? Al haber estirado sus piernecitas para alcanzarla, al haber sentido el tirón en las corvas, al inclinarse hacia la mata, Gottfried había percibido la rosa a una distancia insondable; una distancia que no había existido cuando alguna noche recordaba la imagen de la flor desde su casa. Su tacto de crema de leche era de un material distinto al de la mano de Gottfried o de la de Séraphine. Y también la crema de la leche era diferente todavía en la taza, antes del instante preciso de ser absorbida por los labios de Gottfried. De pronto el niño fue consciente de su bufanda, de su anorak, de su piel, de que la herida que le dolía en la mano no le dolía a Séraphine. La rosa estaba fuera, y con turbación, con cautela, diríase que con pánico..., volvió el rostro y la miro a "ella". Estaba en el mismo plano que "iwigan". Séraphine también estaba fuera. Era de los otros, que decían "name", como sus padres.

Gottfried se sentó en el suelo, al pie de la mata, y rompió a llorar. Tal vez la crema de la leche supiese distinta en los labios de Séraphine.

Un tiempo después, ¿una semana? (Gottfried aún no calculaba el tiempo en ciclos y todo se le hacía irrepetible y eterno y fugaz a la vez), el caso es que no mucho después, su madre los estaba abrazando mientras jugaban en la cocina. Tenía una risa distinta su madre, y los trataba de otro modo, como si un hada de luz incandescente le hubiese nacido dentro, o esa era lo que la imaginación les provocaba a los niños; un hada era una Séraphine alada.... Posiblemente había sucedido cuando ellos ya no le señalaban objetos ni chapurreaban un dialecto ininteligible para pedirle una muñeca o un caramelo o mostrarle una nube de coral. Nunca había estado tan risueña, y en la medida en que su madre se regocijaba en los avances de sus hijos, Gottfried desfallecía en un universo de diques que se iban erigiendo entre él y las cosas bonitas, y las feas..., y Séraphine.

Ese día, recogidos en los brazos de su madre, se dio cuenta de que utilizaba una de las extremidades para sostener a cada uno de ellos. Tal vez había sido así todas las veces. Su madre tenía dos piernas también para sentar a cada uno en una, y dos manos para acariciar los cabellos de ambos a un tiempo. Gottfried nunca había buscado una explicación para la estructura de la anatomía de su madre, pero todo en ella seguía siendo funcional, pues ellos eran cuatro partes: el cuerpo de Gottfried, el cuerpo de Séraphine, la cabeza de Gottfried y la cabeza de Séraphine. Al menos, pensó Gottfried, el mundo estaba todavía hecho al servicio de ellos dos. Pero eso le consoló muy poco tiempo. Por cómo Séra reía cuando él quería llorar, supo que la cabeza de Séra y el cuerpo de Séra no sabían lo que había en la cabeza de Gottfried. (Sin embargo, él aún estaba seguro de lo que había siempre dentro de ella.) Mientras la cabeza de Gottfried se embotaba ante la inminencia del llanto, el cuerpo de Gottfried pensaba que le molestaba la pierna de Séraphine, atrapada entre la rodilla de él y la de su madre. Algo en ella le estaba siendo incómodo. Le era... ajeno (todo ese concepto le escoció en la mente), como ajena fue la palabra "name" esculpida en su voz de niña. Estaba fuera. Definitivamente, Séraphine estaba fuera. Fueron muchas ocasiones seguidas esos meses en las que Gottfried rompió a llorar.

Primero fueron las palabras. Casi enseguida, los términos que Gottfried empleaba en vocabulario alemán eran superiores a los que había utilizado nunca para el idiolecto de los gemelos. Los de Séraphine los doblaban con creces. Fue la primera grieta, cuando ella descubrió que el mundo no terminaba en ellos dos, dentro del círculo amorfo que formaban con sus bracitos al darse las manos. Ese espacio había sido impecable para Gottfried, pero para ella, estaba sujeto a perfecciones. Empezó a respirar a través de una fisura abierta al mundo. Una brecha, un abismo, en el que Gottfried necesitó caer dos veces para comprenderlo.

Inmediatamente posterior a la tragedia de la rosa, había ocurrido que existían dos nombres para él y para Séraphine. Había "yo" y había "tú" o, en ocasiones, "ella". Pero lo que ya nunca jamás hubo fue "Olvi". Y se marcó ese punto en el tiempo como un punzón en la frente de Gottfried, cuando observó que también había dos gorritos de lana, y dos impermeables, y un montón de manoplas para ir a la calle. Todo había empezado a estar duplicado, igual que las manos y las piernas de su madre. Y por eso, empezó a ser posible que algunos días Séraphine saliese de casa con uno de sus padres y él permaneciese. Ya no eran Uno, ya no eran Todo, ya no eran Olvi. De acuerdo. Pero el orden gemelar del universo seguía avalando su proximidad para siempre.

Sólo el día que volvieron a la mata, el mundo dejó de ser por ellos. No hubo después nada ¡nada! que pudiese hacerle a Gottfried una promesa de lo Eterno. Ya no con ella, sino consigo mismo. Cada paso que iba dando sobre la tierra negaba todos los anteriores. Cada momento de vida lo condenaba más a la soledad.

La rosa continuaba abierta, algo menos fresca. Posiblemente no fuera la misma rosa. Posiblemente la rosa que cometió alevosía, la "iwigan", no fuese ya más que un puñado de virutas sobre el lodo. Pero eso era demasiado, demasiado depravado, como para que Gottfried hubiese de entenderlo también ahora. (Aunque tal vez la Muerte le hubiese sido una entidad menos corrosiva que el Exilio, como a muchos poetas). En cualquier caso, el niño señaló a su hermana los pétalos cerrados en una firme intimidad, abrazados unos a los lomos de los otros con dócil fidelidad, casi con celo, o con un ciego terror de combarse hacia fuera.

        -Mira -dijo Gottfried, y señaló la corola y luego la falda de su hermana.

        -No es un color parecido -dijo ella.

        -No. Mira -e introduciendo un dedo en el corazón de la rosa, hizo pasar los pétalos sobre su yema como finas hojas de papel de fumar. Luego levantó la falda de su hermana levemente, dejando al descubierto las enaguas que, en laberínticos giros, se plegaban, en aquella postura, sobre sus rodillas.

        -Ah, las arruguitas, sí -ella se encogió de hombros -. Qué curioso.

        -Es Tú. Esta es esta -y las señaló a la una y a la otra muchas veces consecutivas.

        -No, mira, yo tengo manos y trenzas y al osito. Esta no tiene. Tiene esos pinchos que pican.

        -No pican -se ofuscó él, y no quiso reconocerle a su hermana que era la primera vez que veía las espinas.

        -Sí pican -y la niña se dio la vuelta dejando que todo el odio de los ojos de él se hiciese añicos contra su espalda. Un torrente de cólera reventó la grieta. Después de Uno, habían sido Par, pero desde aquel instante y para el resto de sus vidas, desde aquella espalda sin anverso, fueron simplemente fracciones. Como todos los humanos, primero del mundo. Después, más trágico, lo serían de sí mismos.

Gottfried hizo un gesto de indignación con los brazos. ¿Por qué Séraphine no lo entendía? La flor era un pedazo de Séra, igual que la trenza de su madre era también un pedazo de Séra, y que las manos de su compañera de la guardería, blancas y diminutas, eran también un pedazo de ella. Y los rizos en las sienes de Séraphine eran un pedazo del flequillo de Gottfried... Antes había sido tan sencillo... Antes, Gottfried señalaba y decía "Olvi", y no había más mundo que el que estaba al servicio de ellos. Ahora, su mente y las vidas de los dos habían de pasar por ese filtro horrible y distorsionador de las palabras que habían destruido su unicidad. Ya ni siquiera constituían una autarquía. Y ya nunca jamás volverían a entenderse.

Primero Gottfried había creído que él y Séraphine eran un Todo. Luego, recién escarmentado, quiso encontrar alguna teoría posterior que calmase tanta angustia, y entonces cayó en creer que Todo era una porción de Séraphine y ella una porción de él. Pero tampoco fue la Verdad.

A los dos años y medio se habían agotado sus maneras de entender el mundo de un modo que le aliviase.

Cuando supo que ya no era más suya, que era más del mundo que de sí mismo, Gottfried dejó de amarla. Fue el amor más puro que sintió nunca. Un año más tarde, ya no recordaba, ni recordaría jamás, por qué había empezado a odiar a su hermana. Ni en su adolescencia pensó que hubiese una razón por la que no se soporta que la amada pueda mirar alrededor buscando otras opciones. Nunca se planteó que hubiese un motivo primario para el amor, ni para el odio, ni para los celos. Después de todo, así era como tenía ser.

 

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