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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 10 de mayo de 2024

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Viaje desde un mundo que se acaba

 

Aquella tarde en la estación de cercanías le recordó inevitablemente a su juventud, cuando aún era un muchacho adolescente, sin ansiedades, sin ninguna esperanza porque no era necesaria ante un futuro que no ofrecía sombra o preocupación alguna -un examen difícil, una chica complicada quizá-, y todo el tiempo parecía natural, como las montañas con sus ascensos y bajadas, rápido o lento según el nivel de diversión, sin divisiones ni burocracias, sin sensación de control salvo quizá aquella vaga impresión de que tres meses de vacaciones eran demasiado cortos y que luego terminaría por desembocar en su teoría personal de que los exámenes eran un método de acostumbrar paulatinamente a la juventud a la tortura psicológica que más tarde supondrían las exigencias de la vida moderna: currículo bien presentado conteniendo al menos dos idiomas de familia indoeuropea y quizá uno sinotibetano, con tres años mínimo de experiencia en departamento comercial de ventas, aficiones fácilmente clasificables que denoten carácter pragmático pero moldeable, tendencia a la objetividad, capacidad de liderazgo, firma elegante que denote seguridad, rostro masculino en foto de estudio.

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Olía a prado mojado. Entre las matas, asomaban ondeantes bolsas de plástico carcomidas por el sol y la lluvia. Todas las tardes iban al descampado. Usaban bolsas para mezclar el calimocho, luego las dejaban tiradas. Algunas podían llevar allí desde el verano anterior. Quedaban hechas jirones entre las hierbas y las raíces. Pequeños insectos paseaban por la sintética superficie tal vez acostumbrados ya a su presencia.

Los chicos compraban la bebida en un supermercado que había a trescientos metros. No solían gastarse más de doscientas pesetas. Compraban lo más barato que había. Cola No Frills, vino Conquistador, varias bolsas para la mezcla y todo estaba listo para pasar la tarde en el descampado. Se sentaban en la cuesta y fantaseaban sobre cómo aprenderían a tocar la guitarra. Cuando llovía, se metían en uno de los enormes cilindros de hormigón que alguien había dejado allí para construir un conducto de aguas fecales. Toda la mierda de la ciudad pasaría por donde ellos estaban. Era una idea divertida.

Desde la cuesta del descampado se veía el campanario de un pueblo cercano. Una carretera lo cruzaba de lado a lado. Más cerca, exactamente debajo de donde ellos estaban, corría la vía del regional. Había una pequeña estación que se unía al pueblo por una maltrecha carretera. El campo era de un verde oscuro e intenso. Verde de esmeralda y clorofila; verde de sinople, de prado y de montaña noble y orgullosa. Parecía que hasta las piedras hicieran la fotosíntesis en aquel lugar. Los prados se extendían por todas partes y, entre ellos, aparecían enormes estructuras de casas y almacenes. Cerca de una tapia, yacían amontonados enormes bloques de estiércol cuyo olor se esparcía siguiendo el camino del viento. Un caballo pastaba tranquilo no lejos de una desvencijada noria.

Eran un grupo de cuatro muchachos. Bebían un litro por cabeza. No se emborrachaban, pero les bastaba. Se ponían contentos. Hablaban y reían de cualquier cosa. Daba igual que el calimocho estuviese caliente y que se hubiese impregnado de la porquería que pudiera tener la bolsa. No usaban hielos porque eran caros. Así hacía más efecto el brebaje.

Como tantas veces, terminaban las botellas y las guardaban para tirarlas en alguna papelera. Luego, bajaban tranquilamente hasta la vía del tren y se sentaban para seguir charlando. A menudo, aburridos por haber exprimido todos los temas de conversación, inventaban juegos violentos. El más habitual era bastante simple. Dos se ponían a un lado de la vía, detrás de la estación. Los otros dos se ponían al otro lado. Luego se tiraban piedras entre sí.

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Tocándose con la lengua el incisivo lateral superior podía sentir el tacto diferente de la funda con la que habían cubierto el destrozo provocado por una piedra mal dirigida, sin mala intención, pero suficientemente dañina como para detener el juego durante un par de minutos, sólo para volver a comenzar de nuevo con la misma energía y jolgorio que tan divertido pasatiempo merecía, sin miedo, sin preocupaciones, riendo ante la idea de lo que pensaría su abuela cuando le viese aparecer con el diente partido por la mitad y tuviese que explicarle que había sido una piedra mal dirigida, sin mala intención, lanzada en medio de un juego que consistía en tirarse piedras los unos a los otros junto a una estación de tren donde el olor a prado y a estiércol inundaba los orificios nasales y sus pulmones inhalaban y exhalaban aire puro de mar y prado verde, oscuro e intenso.

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Sólo había un pasatiempo mejor que lanzarse piedras unos a otros. Lanzarle piedras al regional cuando pasaba. Nunca se detenía en la estación, ningún tren lo hacía. Pasaba de largo. A veces se oía una voz recomendando a los pasajeros que cerrasen las ventanillas para que no entrasen piedras. Los muchachos se emocionaban al sentirse tan importantes.

Lanzarle piedras al tren era un ritual de liberación. No había mera diversión, sino también una confusa sensación de poder y libertad que no alcanzaban a comprender y que no encontraban en el resto de sus vidas. La piedra, al contacto de sus manos, ya no era un inofensivo objeto inanimado, sino una representación física y palpable de su violencia concentrada. La lanzaban con todas sus fuerzas. La piedra cruzaba el aire y se estampaba contra los cristales del vehículo. Nunca se rompían, pero no importaba, no era eso lo que pretendían. Sólo querían liberar esa energía que no comprendían pero que les guiaba inexorablemente hacia un estado de completa entropía.

Al pasar el tren de largo, éste pitaba, y los chicos volvían a sentarse con una sonrisa dibujada en sus labios. Tenían la piel pegajosa por el sudor y la humedad del aire. Recogían parte de la basura que habían acumulado y se dirigían a otro lugar. No lejos del descampado había unas obras donde podían hacer el gamberro.

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Recordó con fruición todos aquellos momentos y trató de comprender aquella sensación de libertad que le provocaba el simple hecho de lanzar una piedra contra un tren en marcha, hecho que cualquier persona con dos dedos de frente consideraría infantil -su esposa le había dicho cientos de veces que aún no había dejado de ser un crío en el fondo-, pero que él aún guardaba en su memoria como algo fascinante, liberador, primitivo, indómito... porque él se sentía ahora dominado, o mejor, domado, como el caballo que pastaba en los prados, feliz, satisfecho, pero siempre atado a una estaca que no le permitía alejarse demasiado si bien le mantenía cerca de la apetitosa comida que le conservaba fuerte y vigoroso para así poder seguir trabajando, para seguir haciendo funcionar la desvencijada noria que da vueltas y más vueltas sobre sí misma, extrayendo un agua que no va a beberse para regar un campo cuyo fruto no va a saborear, y el ruido de la noria, ruido chirriante de frotamiento entre metales, es como el sonido del tren que ya frena al acercarse a la estación.

Al fin, el cercanías llegó y le detuvo sus pensamientos. Recogió la cartera del suelo y se dispuso a subir al vagón. Una vez dentro, comprobó que llegaba siete minutos tarde a la entrevista de trabajo. 

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