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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 10 de mayo de 2024

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La escritura y el mal

 

Son viejas ya las palabras de Sócrates en el Fedro cuando avisa del poder malvado de la escritura: que «dará origen en las almas de quienes lo aprendan al olvido» (275a). Son viejos los recelos contra un técnica que difiere en tiempo y espacio la palabra, el enunciado de la presencia, el origen mismo de las cosas («En principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios. Y la Palabra era Dios.», San Juan 1,1). Algo hay en la escritura que no es de fiar porque algo en ella atenta contra el conocimiento de la verdad, contra la rememoración de la idea, y algo asimismo la aleja del Bien, del origen mismo de la ley, algo la pone bajo sospecha ya desde antiguo.

Tan sólo una reflexión al respecto, un hilo más de una tremenda madeja que teje la realidad de Occidente, y a la que han aportado su conocimiento legiones de pensadores y poetas que van desde Platón a Derrida, desde Homero hasta Borges. Si cabe, más que un hilo, un lugar de paso, el ojo de una aguja, un pequeño hueco a partir del cual contemplar algunos aspectos de la madeja. Eso es lo que nos ocupa: la diferencia implícita en la escritura.

Todo escrito impone una distancia, opera un envío donde el remitente se aleja,  funcionando la letra en ausencia de quien la escribe. En toda escritura hay siempre una desaparición. Frente a la palabra, la letra rompe el encadenado del tiempo, el fluir del discurso en presencia del emisor: le es inherente la ruptura con el origen. En rigor no le es necesaria la presencia del autor para ejercer su transporte, de aquí la sospecha. Este rasgo le confiere en la Historia del pensamiento un papel segundón, de vicariato, de subalterna con respecto a la paternidad del origen; y en una cultura en la que Bien, Verdad y Belleza están esencialmente ligados al ser como presencia originaria, o al Ser sin más, la escritura resulta bastarda porque impone siempre una mediación, una lejanía con la identidad, porque impone en todo caso una diferencia.

Pero la cuestión que aquí se plantea no es tan sencilla y evidente, ésta podría seguirse sin demasiados problemas en los filósofos. La cuestión se da si se deja de pensar la escritura como subsidiaria del habla-presencia, como hijo bastardo del origen que, como dice Platón del texto, «constantemente necesita de la ayuda de su padre» (Fedro, 275 e), para tomarla como la acción originaria misma. Esto es, si se piensa que toda acción originaria es ya un modo de escritura. Entonces aparecen importantes consecuencias.

Un buen número de ellas, en las que aquí por razones obvias no podemos entrar, se extraen al no considerar aquella afirmación, "toda acción originaria es ya una escritura", como una simple inversión. Es decir, al no ponerla bajo la intención de colocar la escritura en el lugar dominante en el que se situó el habla -no se trata del parricidio del hijo que elimina al padre para usurpar su poder y su jerarquía-; sino en la de efectuar un cambio en las condiciones originales de la ley, de esa que da en ordenar o en jerarquizar las posiciones, que da en establecer la disyuntiva bien/mal, verdadero/falso, original/copia. Cambiar la ley del padre. De ahí, entonces, que aquella frase no constituya tanto una trasgresión de la ley como una subversión de lo legal mismo. Lo que, sin duda, pone a la escritura, literalmente, "fuera de la ley".

Visto así, esta ilegalidad de la escritura estigmatiza lo originario mismo como un "mal absoluto" -puesto que no es relativo al bien- y señala la ruptura con cualquier orden dado impuesto por la ley del origen, abriendo así una diferencia irreconciliable entre lo "dado", el datum obediente al ordenamiento causal, temporal, o final, previsible y calculable; y el "darse", que no se deja gobernar por ninguno de esos aspectos. De este modo, aquel pulso germinal que se inscribe y se escribe en el corazón de las cosas, resulta una «parte maldita» a la cual apela de un modo u otro, con mayor o menor alcance, esa técnica del significante que llamamos escribir.

Por último, recordar que aquella «parte maldita» de la que hablamos, ya fue definida por Georges Bataille como «la del juego, la de lo aleatorio, la del peligro». No lo olvidemos, porque quien escribe se expone al riesgo, y convoca el peligro de un viejo mal no siempre deseado.

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