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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 10 de mayo de 2024

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La crueldad de la tragedia

 

A las personas les ha sido dada, a lo largo de milenios y nunca de forma completa y total, la capacidad social de reprimir sus instintos sangrientos y dotar de un fundamento filosófico a sus acciones violentas. La venganza es una acción violenta y hepática que ha sido racionalizada en su planteamiento básico para adecuarla a una conducta social ordenada. El daño que unos individuos infligen a otros supone siempre un placer para el que hace el daño: eso es la crueldad. La crueldad es uno de los sentimientos más propios del hombre, porque no es más que una manera de pulir, de sublimizar, la violencia. La crueldad es el placer en el daño gratuito, pero sobre todo, es el placer de una necesidad satisfecha. La complejidad de los sentimientos humanos tiene una raíz biológica de carácter animalizante, cuando la ira se apodera del alma, debe ser aplacada mediante alguna acción violenta. La manera de dar salida a esa necesidad es la crueldad.

Como la ira satisfecha mediante la crueldad proporciona un placer a quien la ejerce (a quien hace el daño), entonces debe pagar por ello a la persona que le proporciona ese placer, como cuando se satisface cualquier otra necesidad. Las otras necesidades humanas que satisfacemos gracias a los demás (alimentos, cobijo, sexo, etc.) no nos salen gratis, del mismo modo, la persona dañada debe cobrarse de quien la ha dañado el placer que le ha proporcionado. Esto es la venganza.

Ahora bien, en una sociedad ordenada, antes de ver una necesidad satisfecha, debe conocerse el precio que se va a pagar por satisfacerla. Esto no ocurre así con la ira satisfecha, porque la víctima de la crueldad no puede elegir el precio que debe pagársele, a su antojo y de manera unilateral, ya que no ha elegido ser el blanco de la satisfacción. Este precio sería además demasiado variable como para que la fluctuación pueda soportarse en un mercado de valores morales ordenado, ya que en su fijación habría que luchar contra lo desproporcionado que siempre resultaría un pago hecho en función de volubles sentimientos. La solución es sencilla: el estado será quien ponga el precio a la crueldad satisfecha, y no las personas. La venganza ordenada y regularizada se llama justicia.

Placer y precio se van mezclando sin que sea posible evitarlo, pues no hay, en la conducta general humana, altruismo ni generosidad a la hora de contemplar el disfrute del otro. Incluso admitiendo, como ya está hecho, que la satisfacción de la necesidad ha de afrontarse con un pago, aún así intentaremos ajustar lo más posible el precio, de esta manera casi todos elegimos no pagar por las cosas en cuanto se nos presenta la ocasión: desde bajar la música de Internet a okupar una vivienda. Así pues, cualquiera puede considerar que el pago al que podría enfrentarse por satisfacer en otro individuo sus crueles pasiones es demasiado alto y no se corresponde con el placer recibido: la crueldad sale cara para lo momentáneo del placer que proporciona. Es de  esta manera como las personas se resignan, normalmente, a reprimir ese instinto concreto. Sin embargo, todos saben bien que la abstinencia del placer sólo es soportable hasta cierto extremo, variable según las personas, pero en todo caso un sacrificio más o menos limitado. O, dando la vuelta al argumento, dar salida a los instintos ya es causa en sí misma de placer. Soñar es una buena forma de dar rienda a los deseos de una manera virtual, y proporciona una sensación que no es más que una sombra del placer que recibiríamos si la necesidad fuera satisfecha realmente.

Ya nos acercamos un poco más a lo tangible si sacamos el sueño de nuestra mente y lo representamos en la realidad. Verlo representado es una manera de disfrutar de ello, y así hemos llegado al origen de la tragedia.

La tragedia, el drama, nos muestran las situaciones por las que no nos atrevemos a pasar debido a su alto precio y nos proporcionan el placer  que necesitamos a un precio mucho más barato que el que nos hace pagar la justicia. ¿Qué son 20€ por una entrada de teatro frente a 20 años de cárcel? ¿Qué es ver sufrir a un individuo que está fingiendo frente a causarle uno mismo un auténtico mal? Un pálido reflejo con el que nos conformamos, para bien de todos. Sin embargo, lo que de todo esto se deduce es que los fundamentos del Arte se obtienen de canalizar y sublimizar, para darles una salida social, los bajos instintos humanos. Las desgarradoras pasiones que nos atormentan como a animales son las que hacen nacer la tragedia, el teatro, la pintura, la novela, la música, la danza... Todas las Artes se pueden perfilar como formas de refinadoras de la crueldad básica.

Si Edvard Munch hubiera podido salir a la calle y desfogarse contra el mobiliario urbano y los transeúntes mientras pegaba voces como un energúmeno iracundo, no hubiera pintado El Grito. Si Beethoven hubiera sido capaz él mismo de saber lo que se siente arrasando Europa, no hubiera escrito la Quinta Sinfonía. Si Charles Dodgson hubiera podido secuestrar y violar a Alice Liddell a su antojo, no habría pasado su vida reprimiendo su amor por ella, y ahora no tendríamos Alicia en el País de las Maravillas. Si Fiódor Dostoievski hubiera asesinado sin piedad a quienes le hacían la vida imposible a él y a su familia, no habría escrito Crimen y Castigo. Si Virginia Woolf hubiera podido sacarse de encima a sus doctores victorianos y a la demasiado cariñosa vigilancia de su inútilmente bienintencionado marido, habría vivido feliz en una buhardilla de Bloomsbury en vez de en la insoportable ribera del Ouse y se habría dedicado a hacer de todo en vez de dar vida a La Señora Dalloway. Ésta es la pulsión cruel y violenta (pero necesitada de publicidad) que lleva a muchos asesinos en serie (no mentalmente enfermos)  a darse a conocer y a jactarse ante los demás de su propia obra, entregándose a la policía para pagar el precio estipulado de su crueldad; es lo que nos lleva a los eventuales espectadores a sentir una admiración que llamamos morbo ante el horror del crimen. Para atreverse a llevar a la realidad la crueldad de la tragedia y el infierno personal hay que situarse más allá del bien y del mal.

De los ejemplos expuestos sucintamente, ya que a cualquier consumidor de Arte pueden ocurrírsele cientos de ellos, puede deducirse una arriesgada idea. El Arte no es (o no sólo) un constructo humano surgido de la inteligencia y amor por lo bello, que hace al hombre de cualquier época expresarse en las esferas de lo sublime, sino que estaríamos ante una forma de escape de la pulsión natural denostada y reprimida en aras de una convivencia social más ordenada y eficiente. De esta manera, el Arte se revela como algo natural, no mero producto intelectual de una sociedad tamizada en sus sentimientos, sino como la expresión aprobada por todos de una catarsis personal cuya producción y disfrute se han incluido en el marco estético y legítimo del comportamiento autorizado para el bien común. La cultura tiene, lógicamente, un origen naturalmente humano, antropológicamente malvado.

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