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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 10 de mayo de 2024

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Soy una víctima

 

Reconocer que alguien ha sido una víctima es tan necesario como arriesgado. La Ley de la Memoria Histórica aprobada por el gobierno español tenía como objetivo dar voz a un dolor que fue acallado en favor de un pacto de resiliencia. Las voces opositoras de esta reforma alertaron sobre la posibilidad de que este reconocimiento fuera germen de odios y venganzas. Las víctimas a veces se equivocan al restituir el daño. Porque no es lo mismo reconocer públicamente la situación de víctima, que convertirla en una condición del individuo.

Se es víctima con respecto a alguien o a algo concreto. Pero después de esto, no deberían tener cabida las especulaciones ni los resentimientos. Lo mismo ocurre con la pena: "Gran parte de una desgracia cualquiera consiste, por así decirlo, en la sombra de la desgracia, en la reflexión sobre ella", recuerda C.S. Lewis en Una pena en observación.

El pueblo israelí es el paradigma de cómo ocupar el estatus de víctima legitima cierta impunidad, tanto para el actor, como para los observadores. Las reacciones de las víctimas tienden a justificarse y esto puede otorgar una falsa carta blanca para amparar actos legal y éticamente cuestionables. Suele ocurrir que la condena a una víctima llegue tarde.

Luego, está la victimización como estrategia. El presidente, bajo sospecha, reelegido de Irán, Mahmud Ahmadineyad, intenta convertir a su pueblo en una víctima ante el mundo para conseguir el apoyo a su discurso de rearme nuclear. La misma táctica sigue Corea del Norte. El régimen de Pyongyang mantiene a su población en una abducción victimizadora. Conscientes los dos de la licencia que les da ser víctimas.

Víctimas son también los terroristas que sólo se manifiestan públicamente para reivindicar atentados y apelar a su condición de oprimidos. El día que escribí estas líneas, tres artefactos habían estallado en tres locales de Palma de Mallorca (y una cuarta explosión estaba siendo invetigada), tan sólo once días después de que murieran dos guardias civiles por un coche bomba, con el sello de la banda terrorista ETA (Euskadi Ta Askatasuna / País Vasco y Libertad). Es la respuesta a la "represión" de las fuerzas de seguridad del Estado. "Represión", dicen, porque su terminología es siempre beligerante y maniquea. Durante los días posteriores, un artículo de opinión de la psicoterapeuta Victoria Mendoza, publicado en el diario Gara responsabilizaba a los políticos de los atentados: "No son los políticos quienes deben determinar cómo resolver el conflicto, no tienen el derecho moral ni la confianza de todo un pueblo, porque no lo han sabido hacer desde un principio y porque, sobre todo, son ellos la causa principal de que haya violencia y motivos más que suficientes para que todas las partes estén encontradas en un conflicto que no tiene razón de ser, porque en ningún momento están actuando con inteligencia y justicia". La falta de responsabilidad de las víctimas es otro de los rasgos característicos de esa condición institucionalizada.

Perdida tengo la cuenta de los artefactos que estallan cada día en Afganistán, Irak y en tantos otros países donde perviven movimientos que rentabilizan su condición de víctimas. Luego están esas víctimas anónimas que reparten en lo cotidiano escarmientos entre hermanos, madres, hijos y parejas con la impunidad de haber tenido una vida más dura - porque para una víctima lo suyo denotará el grado sumo - que la del resto. Y mientras ser víctima sea una condición, todos tendremos motivos para el odio, porque todos lo hemos sido alguna vez. La diferencia es que algunos decidieron dejar de serlo.

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