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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 10 de mayo de 2024

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Juzgando desde nuestra butaca

 

Cuando uno lee sobre la Segunda Guerra Mundial, y se adentra en las terribles historias de asesinatos, matanzas y masacres que tuvieron lugar durante aquellos años, uno contempla esos episodios desde la comodidad de su butaca. La paz y serenidad que nos proporciona nuestro rincón de lectura favorito, y la sensación general de seguridad que desprende nuestro ordenado y previsible mundo, nos aleja de las circunstancias en las que creció y estallaron aquellos exacerbados odios.

Sin embargo, los que cometieron esas brutalidades, en su mayoría, eran personas como nosotros, tan sólo que situadas en un entorno muy diferente. Uno de los libros más estremecedores sobre la Segunda Guerra Mundial es Aquellos hombres grises (Edhasa, 2002), de Christopher Browning. En esas páginas, Browning, uno de los más reconocidos historiadores del nazismo y el Holocausto, nos explica la historia del Batallón 101, una unidad de la Policía formada por profesionales alemanes de clase media, muchos de ellos casados y con hijos, que se convirtieron en cuestión de minutos en un grupo de fríos asesinos, capaces de ejecutar a 1.500 judíos, incluyendo mujeres y niños, el 12 de julio de 1942 en la localidad polaca de Jozefow. De los 500 hombres que componían esta unidad, tan sólo una docena se negaron a participar en la matanza. El resto, un aplastante 97,6 por ciento, cumplió eficazmente con las órdenes recibidas.

Tras la guerra, todos ellos se reintegraron a su vida familiar y a sus actividades, como si nada hubiera pasado, un proceso similar al que experimentaron otros miles de criminales nazis. No sería hasta los años sesenta cuando 210 de aquellos hombres grises tuvieron que enfrentarse a su tenebroso pasado, al ser interrogados judicialmente sobre los espantosos crímenes que cometieron.

¿Cómo es posible esa dualidad en el ser humano? De todos modos, no debemos pensar que ese tránsito de padre de familia a monstruo insensible era inmediato. En realidad tuvieron que vencer en un primer momento las lógicas reservas morales sobre el crimen que estaban cometiendo. Como es de suponer, la primera vez que un soldado asesinaba mujeres y niños indefensos suponía para él una experiencia traumática insoportable. Muchos vomitaban o sentían fuertes dolores físicos durante o después de las ejecuciones. Otros intentaban por todos los medios librarse de esa responsabilidad; apuntaban su arma al lado de la víctima o simplemente abandonaban el lugar con alguna excusa y no aparecían hasta que todo había finalizado. Como se ha indicado, hubo quien se negó rotundamente a disparar a inocentes; el ser o no castigado por esa desobediencia dependía de la benevolencia del oficial al mando, aunque la consecuencia de esta heroica actitud era verse relegado por los compañeros, que consideraban al objetor como un desertor. Pero, empujados por un falso espíritu de camaradería y, si era necesario, estimulados por la ingestión de alcohol, la gran mayoría lograba quebrar esas barreras morales que hoy nos parecen infranqueables.

La pregunta más inquietante se formula sola: De haber formado parte, por ejemplo, de ese ignominioso Batallón 101, ¿cuál hubiera sido nuestra actitud? ¿O cómo habríamos actuado en cualquiera de los casos similares que se produjeron durante la contienda?

Quizás sea mejor que sigamos leyendo cómodamente esas historias de odio y enemistad del conflicto más sangriento de la historia y seguir pensando que somos mejores que aquellos otros seres humanos. Nuestra conciencia reposará más tranquila.

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