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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 10 de mayo de 2024

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Sobre la perversidad, a partir de Poe

En uno de sus relatos más breves hace Poe tema de cierto principio de la acción humana que, al parecer, la razón no podría sino columbrar como "a paradoxical something". Ello no es, por lo demás, otra cosa que una idea, un pensamiento ("although a fearful one"), a saber, el de las indeseables consecuencias que se derivarían de una u otra acción que, en ciertos contextos, se tiene de hecho el poder de emprender pero que, efectivamente, no se querría en absoluto emprender. Lo paradójico es que ese pensamiento, lejos de inhibir, impele por sí mismo a actuar, erigiéndose en una tendencia irresistible cuando no sólo el agente es especialmente sugestionable, sino que la misma situación en que se encuentra es también dada a insinuarle con cierta insistencia la idea en cuestión. La esencial dificultad de entender cómo opera ese principio no es otra, por ello, que la de captar su radicalidad, esto es, su carácter de no ser reducible al también elemental -pero mucho más lógico- impulso de hacer lo que no se quiere por mor de lo que sí se quiere, el cual recibe aquí el nombre que le da la frenología: combatividad. Mientras que, conforme a ésta, en efecto, el mal (esto es, lo no querido: que en el relato se aluda sistemáticamente al mal como "lo no debido" obedece a una contaminación hipermoralista del discurso) no se obra sino con vistas a un bien supuesto, aquel otro impulso, por el contrario, rige un mal autosuficiente en tanto que objeto de la decisión, siendo en consecuencia su virtud esencial la de transformar aquello que el agente no quiere en absoluto hacer en una determinación incondicionada de su voluntad, y, así, en algo que, aparentemente, éste decide hacer por la razón de que hacerlo está mal, y sólo por esa razón.
En consonancia con su prácticamente nulo grado de universalidad y necesidad está el hecho de que sólo en "an appeal to one's own heart" nos sea dado constatar eficazmente la radicalidad de esta propensión, y esto revela, a su vez, cuál es el error de procedimiento que ha originado su proscripción de todos los sistemas intelectualistas: pues, deduciéndolas de aquellas acciones que una buena voluntad podría representarse como posibles, y siendo así que para semejante santo querer "to do wrong for the wrong's sake" nunca podría ser siquiera una alternativa, los frenólogos y los moralistas han quedado así en disposición de imputar al hombre diversas capacidades de hacer tanto el bien como el mal, pero han quedado igualmente impedidos para percibir la inescrutable facultad humana de hacer daño sin otro propósito, facultad con la que, en efecto, sólo un examen empírico que validara los actos por su pura facticidad podría familiarizarnos.
Es precisamente alguien que dice tener "some experience" en las acciones resultantes del consabido principio quien en torno a él discurre en el relato, hablando en primera persona y en respuesta a una cuestión que, si no se le ha planteado, al menos él se hace indirecta y retóricamente: "¿Por qué estás aquí?, ¿cómo has llegado a verte con los grillos puestos y ocupando la celda del condenado (a la horca)?". La forma de la pregunta podría hacernos creer que la narración es la historia de una confesión, pero lo cierto es que la breve crónica del crimen consta en la exposición del encadenado como un elemento no primario de su estructura: el relatador ha declarado haber asesinado a alguien con vistas, según parece, a heredar su fortuna, pero sobre todo, a juzgar por el sumo deleite que se procura reparando en lo bien que ha obrado el mal, por pura complacencia en la maldad bien perpetrada (que es aquella que pasa desapercibida como tal, de acuerdo con lo cual está el que la virtud del asesino consista en lograr hacer pasar por natural la muerte que él ha provocado). La pregunta inquiría, entonces, no por la causa del delito, sino por la menos remota de la autodelación, y su urgencia se fundaba en la invalidez del remordimiento como respuesta. Suponemos, pues, que su fórmula original debía de ser la siguiente: "Si no por arrepentimiento, ¿por qué has confesado?". La respuesta, forzosamente ineficaz, a esta cuestión es lo que precisamente constituye la exposición del principio de marras, al cual, siendo de suyo inefable, el narrador asigna el nombre de perversidad como el que mejor le conviene.
Es perversa -en este sentido- la acción que, en cada caso, se concibe y propone en aquella idea o pensamiento que, como estricta "vis a tergo", golpea nuestra espalda empujándonos a hacer lo que no queremos y, aparentemente, en razón de que no lo queremos hacer. No hay, por tanto, fuerza bruta ni chantaje en la palmada: su violencia es la de la pura sugestión. Pero, ¿quién emite la voz que hace expreso ese pensamiento? Desde luego, no alguien cuya boca uno pudiera acallar mediante ruegos o mordazas, pero tampoco la propia conciencia, pues nosotros, que vivimos el trato con ella como un conflicto en nuestro interior (como un combate en el que, siendo el adversario infatigable, optar por resistirse sin más significa luchar en vano), no somos en el fondo más que sus "many uncounted victims". Así, de esa voz sólo cabe decir que es una manifestación, un rumor que brota en determinadas situaciones como afección insoslayable de la mente a la que se insinúa. Porque ésta no tiene un origen localizable se dice de quien la articula que es un espíritu, y porque es malvado pero ocupa una categoría subalterna en su afán de diseminar la culpa, es éste referido como un demonio o un diablo ("fiend", "imp"), el cual, no siendo la encarnación misma del mal ("the archfiend") sino uno de sus innumerables vástagos (muchos motivos da el relato para sospechar que en su título se juega básicamente con este significado arcaico de "imp"), y careciendo por ello del serpentino poder de incoar un mal absoluto, se dedica a promoverlo inspirando aquel tipo de malas acciones que, por serlo sólo parcialmente, pueden a veces parecer, desde otra perspectiva, relativamente benéficas. Su carácter es el de un tenaz acosador, que, machacón e impertinente (como la cantinela que no se va de la cabeza), persiste en un mismo requerimiento y nunca ceja. Pero, pues su eficacia es la de convertir las pesadillas del alma en sueños que uno busca hacer realidad, ha de ser también un seductor implacable, diestro en el arte de la insidia, capaz de, deslizándose "by scarcely perceptible gradations" y removiendo así toda resistencia, persuadir de que lo amargo es dulce, lo feo, hermoso, lo malo, bueno.
Cierto que, cuando alguien nos insta a hacer lo que no queremos, podemos, por lo general, declinar la solicitud o bien, si encontramos motivos para ello, hacer lo que se nos pide. Frente a este perverso demonio, sin embargo, no hay tal elección, pues, consistiendo su poder de convicción en su recurrencia y su progresivo refinamiento, pensar en lo que nos dice, "to indulge, for a moment, in any attempt at 'thought', is to be inevitably lost". La sola forma eficaz de oponerse a él y resistirse a su voz consiste, por consiguiente, en distraerse totalmente de ella, desatenderla de raíz, de modo que, reducida a ruido, no sea ya para nosotros más que un sonido insignificante. Pero, ¿qué llevó al encarcelado, en último término, a consentir en prestarle oídos? Esto lo describe él mismo como "a fit of petulance": si todo hacer lo que no se quiere por la razón de que no se quiere es en verdad un hacer lo que se hace por la razón de que se puede (es decir, una pura exhibición del poder que a uno le constituye), entonces todo arranque de perversidad lo es, en el fondo, de petulancia. Es, por la parte que a él le toca, su soberbia lo que hace del narrador -y de cualquiera- un digno heredero y perpetuador ("imp") de la perversidad, lo que le ha incitado a confesar (ostentar) su maldad, no porque le pese la culpa y desee descargarse de algún modo de ella (esto es, dis-culparse), sino, muy al contrario, por jactancia de ella y deseo de hacerla valer.

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