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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 10 de mayo de 2024

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Caso abierto

 

Desperté de repente. Algo acababa de ocurrir que nadie iba a creer. Lo peor es que, aun fingiendo, yo no lograba convencerme de que aquello había sido un sueño. Por el contrario, mi angustia fue creciendo a medida que se hacía implacable la certeza de que aquello era una de las caras escondidas de la realidad. Realidad. Palabra pérfida y esquiva, proteica e hipócrita. El sudor que empapaba mi cama me resultaba molesto, no por la incomodidad sino porque confirmaba mis temores. Todo encajaba con una clarividencia espantosa. Permanecí en la doble oscuridad, la de mis ojos cerrados, recelosos de lo que verían al abrirse, y la de la propia habitación nocturna. Faltaba una pieza del puzzle, algo que tardé en percibir, y que se me impuso repentinamente: mi mano derecha. Con horror acababa de darme cuenta de que los dedos de mi mano derecha guardaban una sustancia pegajosa y aceitosa. Desde que desperté, había estado frotando maquinalmente el pulgar contra los restantes dedos sin que mi cerebro interpretara adecuadamente aquellos estímulos. Todo se esclareció como un rayo: mi mano derecha conservaba aún residuos de aceite del pepe soup  que había comido en aquel sueño tan real que me olvidé de lavarme las manos. Me quedé paralizado de estupor en la cama, incapaz de ordenar mis pensamientos. Se me secó la garganta y no pude mover los labios para gritar y hasta mi aliento se  hizo penoso. Como aún no cantaban los gallos y Mundemba, mi mujer, seguía roncando apaciblemente a mi lado, concluí que era la una y media de la madrugada.  A pesar de los calambres del estupor, logré acercar la mano a la nariz: olía indiscutiblemente a pepe soup. No recordaba sin embargo  haber comido pepe soup en toda la semana;  anoche Mundemba y yo habíamos cenado con maíz y frutas silvestres. ¿De dónde traía pues esa mano sucia y olorosa. Al amanecer, decidí no contarle nada a Mundemba. Llegó la noche y al apagar la luz y acostarnos, mi mujer me dijo en un extraño suspiro: "mañana te haré un pepe soup tan rico que te quitará todo deseo de limpiarte las manos tras probarlo". Paralizado de estupor, casi sin aliento, busqué en vano la expresión de su rostro en la oscuridad. Como siempre, ella ya dormía como una piedra. Por la enésima vez del día, me acerqué la mano a la nariz.

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