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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 10 de mayo de 2024

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El nacimiento de mi madre

 

Abenojar, pueblo donde mi madre nació, es cuna de escenas verdaderamente surrealistas. Para empezar, ya la llegada al mundo de la citada señora tuvo su guasa.

Allá por el año mil novecientos cincuenta, en un pueblo de rojos silenciados por Paquito el Vencedor, reinaba en la familia de los ricos del pueblo y por consiguiente, de lo más facha, un matriarcado más absolutista que el régimen del Absoluto Don Paco. Y esto es cosa ya muy extraña por los tiempos y el lugar donde se dio. Pero es verdad, y yo lo puedo confirmar, pues desde mi tierna infancia he presenciado admirada cómo mi abuela mantenía a su marido mas firme que un velón de procesiones; ciencia tal la de mi abuela Delfina, que seguro no pudo nacer de generación espontánea sino que precisó de largos años de conquista y estruje psicológico, de las mujeres de mi familia hacia sus maridos.

Ya estoy viendo a mi buen abuelo Andrés, joven y rebosando testosterona por cada poro de su piel, soñando con tocarle a lo mejor una tetilla a mi abuela, tan guapa y dotada en ese ámbito, todo hay que decirlo, para suerte o desgracia de mi abuelo. Y a ella, que no solo no le dejaba satisfacer sus deseos sexuales, sino que, no puedo saber cómo, hizo que mi abuelo tuviese verdadero terror de pensar, simplemente, en realizar sus fantasías.

Finalmente mi abuela ordenó a mi abuelo que contribuyese en el acto reproductivo, cosa a la que mi abuelo obedeció rápidamente y no sin un poco de miedo por lo que pudiera costarle. Y nueve meses más tarde, en la noche del tres de Mayo, día de la Cruz, el retoño parecía querer salir al mundo.

Mi abuela estaba tendida en una de las amplias habitaciones de la casa del pueblo cuya ventana daba al patio. Mi abuelo de aquí para allá calentando agua, quemándose con ella y aguantando los gritos militares de la matrona, mujer que imponía respeto por su lozana corpulencia, pero más aún porque asumió con naturalidad la autoridad que en aquella casa se concedía a todo el que fuera mujer. Mientras tanto los padres de mi abuela y dueños de la casa, mi bisabuela Sofía y su marido, esperaban pacientemente en el salón al calor del brasero.

Pasaban las horas y mi abuela seguía con las contracciones pero nada más, de forma que cuando dieron las once, hora en que rigurosamente se iba uno a rezar y a acostarse, mi bisabuela Sofía, sin más miramientos, se levantó de su sillón y se dirigió a la habitación donde su hija se encontraba diciéndole a la matrona: Me voy a acostar. Si es niña despiérteme usted, haga el favor, si no, ya lo veré mañana. Hasta mañana si Dios quiere.

Este comentario, lejos de sorprender a mi abuelo y a su suegro, que en aquella casa  sobrevivían, o de ofenderles por la discriminación que a su género se estaba haciendo, les dio a entender que eran a ellos a quienes les había tocado quedarse sin dormir hasta que Delfina diera a luz.

A las tres de la mañana, viendo que el retoño era una niña, se despertó debidamente a la señora que sintió gran alegría de que fuese mujer su nieta. Y como ésta naciera el día tres de mayo, la llamaron, por gusto de Sofía, María de la Cruz, mi madre.

 

 

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