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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Domingo, 12 de mayo de 2024

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Dos microrrelatos más

 

Batalla campal

 

Me sequé el sudor de la frente y continué la lucha. Presentía que la batalla iba a ser larga, pues ninguno de los dos nos íbamos a dar pronto por vencidos. Me arremangué por partida doble y me puse manos a la obra. Sólo podía confiar en mis dedos desnudos y en la fuerza de mis músculos.

Tiré. Tiré con todas mis fuerzas. Fue en vano. Mi enemigo permanecía inmóvil, sin siquiera un rasguño, sin una herida que presagiase mi victoria, allí, delante de mí, mofándose de mis infructuosos intentos de hacer mella en su débil cuerpo. Sí. Podía apreciar su risa socarrona, típica del que sabe sobrado por la vida.

Pero lo que él ignoraba en medio de la vanidad era que yo conocía a la perfección cuál era su punto débil. Y por eso decidí cambiar mi estrategia y centrar toda mi potencia en el flanco por el que yo sabía que en algún momento podría claudicar. Volví a tirar, y en esta ocasión, por fin, logré hacer mella. Una sonrisa de triunfo tiñó mis labios resecos.

Aparté los dedos y la vi: una pequeña fisura, inusitado precursor de victoria, apareció ante mis ojos. Espoleado por la cercanía del objetivo continué tirando, tirando, tirando con todas mis ansias, hasta que por fin logré fragmentar por completo su retaguardia, poco a poco, muy despacito, como se ganan las guerras.

Extenuado, apoyé los brazos sobre la mesa y, jadeante, observé a mi enemigo derrotado. Todo mi ser bulló de satisfacción en aquel momento. Mi oponente, aunque continuaba inmóvil, ya no se reía de mis esfuerzos.

Y es que lo había conseguido. A pesar de los obstáculos que colmaron mi camino, a pesar de las horas de sed y de hambre, a pesar de todo finalmente lo había conseguido.

Había logrado abrir un cartón de leche sin ayuda de las tijeras.

 

Agítese antes de usar

 

Había contraído, en efecto, la enfermedad del insomnio. Le dijeron que contra eso lo mejor que podía hacer era verse enterita una película de Ingmar Bergman, a poder ser en versión original y sin subtítulos. Es necesario hacer constar que no tenía ni puta idea de sueco.

Así hizo, y desde entonces no pudo dejar de dormir. Dormía en cualquier momento y de cualquier manera: por la mañana, por la tarde, al mediodía, por la noche, durante la hora del bocata, de pie, sentado, a la pata coja, de puntillas... Se quedaba dormido hasta cuando se estaba tirando a su chica. El asunto era de tal gravedad que ni siquiera los chillidos que la dama emitía cuando él se la clavaba, como siempre, con todas sus ganas eran capaces de acabar con su perpetua somnolencia.

Entonces acudió a su médico de cabecera y éste le aconsejó que, para vencer el obstinado sueño, lo mejor que podía hacer era escuchar una sinfonía de Haydn, a ser posible en estéreo, con calidad digital e interpretada por la Filarmónica de Londres. Así hizo, y funcionó. Sólo que ahora era imposible que se quedase dormido siquiera diez minutitos, por muy mullido que fuera el colchón que tuviese debajo y por muchos polvos que le echase a su chica cada madrugada.

De modo que, a partir de ese momento, su vida empezó a oscilar entre un alemán y un sueco, su melatonina particular, los únicos que podían proporcionarle un ciclo vital estable al controlar sus rigurosos intervalos de sueño y vigilia. Y entonces fue más feliz que una lombriz.

FIN. (O NO)

 

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