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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Martes, 14 de mayo de 2024

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Vivir en el recuerdo

 

Es mediodía en la ciudad criolla. El rico lee el periódico en su terraza y los extranjeros empuñan sus cámaras a la caza de la arquitectura colonial. Mientras, el indio camina bajo un sol que quita el aire con el almuerzo que le aguarda en casa como único pensamiento. La calma se apodera del país en esta hora, y no lo libera hasta pasado el tiempo de la siesta. Las piedras se achicharran; el aire quema; nada se mueve. En cierto modo parece que la ciudad entera estuviese aletargada. Pero no es así. Allá, en los arrabales, una extensa planicie se esconde malamente de todas las miradas: es el vertedero. Un desierto gigantesco formado a partir de todo aquello que uno posee pero no quiere, lo que le es inútil, lo que le estorba.

Mientras los rayos del sol todo lo descomponen en olores, riñen los zopilotes por la sombra de una estaca. Por lo demás el lugar parece igual de calmado. Sólo cuatro siluetas, en el fondo de una hondonada de miserias, doblan el espinazo en busca de cualquier cosa con un mínimo valor que puedan rescatar de la basura. Son los guajeros, que a miles viven a orillas de las colinas de desperdicios que les dan sustento, y al tiempo los torturan.

De estos pobres desdichados muchos son los que pasarán la noche al raso, cubriendo sus cuerpos tan sólo con plásticos y cartones. Muchos no dormirán siquiera, tratando así de aprovechar las horas que los demás descuidan. Pero algunos pocos, como estos cuatro, no tendrán problemas para pasar la noche porque tienen la mayor suerte que pueda tener un guajero: vivir en El Recuerdo. A los pies de las montañas de basura, pero de espaldas a ellas, algunos afortunados levantaron hace años con su esfuerzo el último baluarte de la civilización. El poblado de El Recuerdo, escondido tras sus altos muros, se ha convertido en un pequeño remanso de paz dentro de la miseria. Sin drogas, sin alcohol, sin delincuencia. Pobre, pero digno. Vivir en El Recuerdo es lo único que puede ayudarles a olvidar su presente. Todo lo malo de lo que viven se queda cada noche fuera de los muros, y las puertas sólo se abren a lo que se quiere que entre. No hay envidia ni codicia entre los habitantes de El Recuerdo, porque ninguno tiene nada ni aspira a tenerlo. Cada uno vive de lo que encuentra, y vive sólo para seguir viviendo.

Las cuatro figuras, tres mujeres y un niño, caminan entre los desperdicios bajo el sol inmisericorde. Van cubiertos de harapos de las más diversas procedencias: una chaqueta azul raída, unos faldones hechos con los restos de un mantel, una guayabera vieja, un jersey verde de punto sin una manga, zapatillas de deportes desparejas... La más menuda de las mujeres lleva una gorra de béisbol vuelta del revés y unas gafas de sol se le encabritan sobre la cara.

- No te alejes.

El niño le dirige una mirada con desinterés y se pone sobre la cabeza el mugriento sombrero negro tocado de flores que acaba de encontrar, mete un par de latas y botellas en una bolsa y continúa caminando hacia el borde de la hondonada. Las tres mujeres se alejan entre sí para cubrir mayor espacio. Una quinta figura surge de detrás de un promontorio: es un anciano grisáceo y enjuto al que aún se le adivina el vigor. Camina con parsimonia hacia el niño, que le mira desconfiado.

- Buenas tardes, mi joven caballero. ¿Puede indicarme dónde encontrar a su mamá?

Con un solo dedo señala el niño hacia las mujeres, y no se da la vuelta hasta que el viejo se ha alejado muchos metros. Prosigue ahora con su actividad mientras suena a sus espaldas la conversación de los mayores.

- Disculpen, señoras. ¿Son ustedes procedentes de El Recuerdo?

- ¿Por qué lo pregunta?

- Verán: ya empieza a caer la tarde; si Dios no lo remedia tendré que volver a pasar la noche a la intemperie, y este lugar ya no es seguro para alguien de mi edad. He oído que han hecho ustedes un barrio que es un auténtico paraíso, pero las puertas se cierran ante quien no conocen. ¿No podrían ustedes permitirme pernoctar en ese pedazo de la Tierra Prometida?

- Nosotros no podemos llevar invitados. Son las reglas.

- ¿Y a quién debo dirigirme para engrosar el número de habitantes de su pequeña urbe?

- Tendrá que hablar con el Padre Zacarías, pero no le dejarán quedarse.

Entre tanto el niño ha encontrado los restos de un filete que el hijo de algún criollo rechazó en la mesa, y trata de extraerlos de su recipiente. Los zopilotes se acercan con curiosidad. Con un trozo de cristal logra el crío rasgar el plástico que no le dejaba sacar su almuerzo, y lo iba a llevar, orgulloso, a la boca cuando al alzar la cabeza se vio rodeado de carroñeros ahuecando sus plumas negras y estirando sus negros cuellos con avidez.

Rápido se irguió el chaval con la esperanza de que levantaran el vuelo, y llevó el botín a la espalda para esconderlo de los ojos de sus alados competidores. Pero uno de los zopilotes, que el chico no había visto, se le acercó por detrás y le arrebató la carne de un certero picotazo entre los dedos.

Revolotea y grazna la bandada negra en torno al afortunado y se aleja el niño, tras su derrota, con la cabeza gacha.

- ¡Pájaro maldito!

Oscurece. La recua de siluetas se encamina de vuelta a casa. El aire se tiñe de rojo entre jirones de nubes negras. En la inmensidad del ocaso grazna un ave de rapiña. De cuando en cuando uno de los guajeros para un segundo a recoger el penúltimo hallazgo del día. El pequeño mestizo mordisquea un trozo de pan duro. Su madre se acerca y le toma la mano.

- La basura es plata, y la plata, comida, pero la basura no es comida.

Con cierto fastidio suelta el niño el mendrugo, pensando en su hambre. Como espectros, muchos otros guajeros surgen de entre las sombras y se unen al grupo. Se alarga el cortejo en fila de a uno. Allá en el horizonte unas luces temblorosas indican el camino. El sol ya se ha ocultado. En parte por la oscuridad y en parte para alejarse del sombrío anciano que camina junto a su madre, el pequeño se acerca a un hombre que lleva una antorcha a la cabeza de la comitiva. Llegan voces desde El Recuerdo:

- ¡Apúrense! ¡Vamos a cerrar las puertas!

A unos pocos metros a la izquierda del camino un destello llama la atención del niño. Puede ser cristal. Tal vez la última botella del día. Con el saco tintineante a la espalda se presenta allí en cuatro saltos. De rodillas tantea el suelo con ambas manos. Apenas puede ver nada. La antorcha se encuentra ya muy lejos y deberá darse prisa si no quiere que lo rebasen también los últimos caminantes. Algunas sombras comienzan a moverse furtivas, acechando desde la penumbra. Entre los restos tropieza el dorso de su mano con algo frío. No es una botella, pero tal vez sirva. Lo guarda entre sus ropas y se apresura a volver a la fila justo a tiempo para cruzar las puertas corriendo, antes de que las cierren.

Noche cerrada en El Recuerdo. Los guajeros escogen lo que vale de lo que les dio el día y se preparan para dormir unas pocas horas. El silencio inunda el vertedero, quebrado tan solo por los pasos furtivos de algún roedor. Tumbado sobre lo que fuera el asiento trasero de un coche, el niño está contando las estrellas. Desde el interior de la casucha llegan los olores de la cena que está preparando su madre. Hacia el lado que puede ver sin moverse la calle principal de la barriada está desierta, pero a su espalda alcanza a oírse una discusión a tres voces: la del padre Zacarías, la del portero y la del anciano que se les unió esta tarde.

- Le digo, padre, que no lo vi entrar entre tanta gente, pero las puertas ya están cerradas. No es costumbre volver a abrirlas pasadas las once.

- Y yo le repito a usted que este señor no puede quedarse aquí. Ni tenemos casa libre en la que alojarle, ni nos queda comida de sobra, ni podemos permitir que este lugar se convierta en un albergue de desamparados. No hay dinero para semejante cosa, así que tendrá que abrirle las puertas y permitir que se vaya.

- Disculpe la interrupción, padre, pero yo no quisiera ser molestia. Ya sé que no tienen casa en la que meterme, pero déjenme un camastro en un rinconcito y yo no les daré más trabajo. Ni siquiera comida me hace falta. Sólo pasar la noche entre estos muros, a resguardo de los peligros que este mundo tiene para un viejo como yo.

- Lo lamento, pero aquí no permitimos a los ancianos morirse de hambre por los rincones, así que, sintiéndolo mucho...

- ¡Qué bueno es usted, padrecito! ¡Cómo se nota que es un siervo de Dios! Ya sabía yo que su caridad cristiana no se lo permitiría. Pero no le dejaré que me ceda su cama y su comida. No puedo consentir que pase usted hambre por mí. Con aquel sillón donde está el crío, metido en su casa, padre, me bastará para dormir. Y en cuanto a la cena... la compartiremos al menos.

- Pero yo...

El portero estruja su gorra, emocionado:

- Don Zacarías, es usted un santo.

- ¡Cállese, Pedro!

Los tres fantoches emprenden juntos el camino sin mirarse, sombras entre las sombras, rompiendo el silencio con sus pasos. Entretanto el niño atiende más a los sonidos procedentes del interior de su chamizo, pensando en el plato que le espera en breve a la mesa, y dibuja mentalmente constelaciones celestes poniéndoles después nombres inventados. Con la mayor de sus sonrisas fingidas, el cura español se dispone a hablarle tapándole la luz de las estrellas.

- ¿Cómo te llamas, jovencito?

No obtiene respuesta.

- Verás: este anciano señor no tiene la suerte que tienes tú de tener una cama en la que dormir. Y no queremos que duerma en el suelo. ¿Verdad que le dejas que se lleve este asiento por una noche? Mañana se irá y te lo devolverá. ¿Verdad que se lo dejas?

Sin cambiar el gesto el niño niega con la cabeza y sigue mirando al cielo. El cura se yergue con gesto preocupado. Su cara, tan blanca que parece que nunca le haya dado el sol, refleja la luz de un candil cercano resaltando aún más, si cabe, ante el negro "ala de cuervo" de sus ropas.

- Mira, ese egoísmo no es de buen cristiano. Tienes que compartir lo que tienes con los menos afortunados que tú. Tienes que anteponer la caridad a los deseos. Si sigues comportándote así irás al infierno. Y tú no quieres ir al infierno, ¿verdad? ¿Quieres ir al cielo? Pues danos ahora mismo este sillón.

Los tres permanecen expectantes durante el breve impás en que el niño reflexiona, para después repetir su negativa y estirarse hacia la izquierda en busca de la parte de cielo que le tapa la cabeza del cura.

Viendo peligrar su propia cama, pierde los nervios el sacerdote, agarra al crío por los brazos y lo zarandea en el aire:

- ¡Te digo que nos des este trasto!

Por las sacudidas sale despedido de entre las ropas del pequeño un objeto brillante que cae a los pies del portero. Los tres hombres quedan inmóviles mirando al suelo sin creerse lo que ven: ¡Un reloj de oro! En ese momento la madre del chico sale de la casa para llamarlo a la mesa y se encuentra con tres personajes siniestros rodeando a su hijo, que oscila en el aire entre quejidos, sujeto por los brazos por uno de los tres individuos... ¡que es el párroco del poblado!

- ¡Padre!

Sobresaltado por el grito, el cura suelta al niño de golpe y trata de dar explicaciones a su madre. Los otros dos no salen de su asombro, mirando con ojos de codicia los brillos que despide el reloj desde el suelo, incluso con tan poca luz. Ni siquiera aciertan a reaccionar cuando el niño lo recoge y lo guarda en un bolsillo mientras sale corriendo hacia detrás de su madre.

El párroco, hasta ahora incapaz de articular palabra, comienza a sobreponerse a la confusión:

- Lo lamento, señora. Perdí los nervios tratando de realizar una buena obra. Tratábamos de convencer a su hijo de que nos cediera este asiento para que este caballero pueda pasar en él la noche.

Con sequedad, la madre les da la espalda:

- Llévenselo.

Caminan los tres personajes acarreando el viejo asiento de coche, como tres hormigas cargando un gran trozo de pan. La noche se ha vuelto oscura y espesa. Nubes negras han tapado las estrellas. Algún pájaro funesto grazna desde las tinieblas. Resoplan las hormigas bajo el peso del mendrugo.

- ¿Vieron el reloj?

- ¡Pues claro que lo vimos!

- ¿Era de oro?

- Eso me pareció a mí.

- Podríamos abandonar esto con ese oro. Podríamos vivir en la ciudad.

- A ese niño y su madre sólo les traerá problemas.

- ¿Queda muy lejos su casa, Don Zacarías?

- Ya no mucho.

- ¡Qué destellos daba el condenado!

- Era bueno, seguro que era bueno.

A trompicones entran el mueble destartalado en una casa grande cubierta de estuco, y se quedan en el umbral, mirándose como tres idiotas.

- ¿Y si volvemos?

- ¿Con qué motivo?

- Yo creo que debería usted disculparse.

Con la mente inundada de reflejos brillantes y deseos irreprimibles vuelve la tríada sobre sus pasos como una sola voluntad que rigiera sobre tres cuerpos. El portero medita en voz alta frases dirigidas a nadie que quiere que todos oigan:

- Esa mujer y su niño no sabrán que hacer con el oro.

El viento aúlla entre las casas.

- Si alguien se entera de que lo tienen podrían ser objeto de envidias.

La sombra negra de un gato cruza de lado a lado la calle principal.

- Nosotros podríamos ahorrarles muchos problemas.

Al fin, después de tanto tiempo, el anciano se atreve a hacer la pregunta que los tres llevan pensando desde el primer momento:

- ¿Cómo lo hacemos?

- Pues... podríamos decirles que lo estamos buscando.

- ¡No sea usted ingenuo, Pedro!

- No, escúchenme. Le diremos que es de Don Zacarías.

- Yo nunca he tenido un reloj de oro.

- Pero eso ella no lo sabe, y créame, a ella le parecerá la respuesta más lógica. ¿De dónde puede haberlo sacado su hijo? ¿Cómo iba a haberlo encontrado por aquí? Al fin y al cabo es usted un sacerdote. Pensará que se le cayó mientras sacudía a su hijo y que el chico lo tomó del suelo. El chico aún no se lo había enseñado antes, porque ella lo habría escondido. Aceptará inmediatamente que nos lo llevemos por miedo a que digamos que fue un robo. No quiere quedarse fuera de El Recuerdo. Luego lo llevaremos a la ciudad y nos repartiremos lo que nos den por él, y cada uno...

- ¡Silencio! Estamos llegando.

Doblan una esquina y se encuentran de nuevo ante la casa. A la puerta, la madre, que les ha sentido llegar, levanta una luz para ver sus caras.

- ¿Qué quieren ustedes acá otra vez?

El cura se pasa una mano por la calva y da un paso hacia delante preparando su discurso. La luz de la lamparilla proyecta unas sombras en las cuencas de sus ojos que le dan el aspecto de una calavera burlesca.

- Señora, venía a disculparme por mi comportamiento de hace un rato. Comprenderá usted que mi intención era...

- Está usted disculpado. ¿Venían a algo más?

- Pues... sí, buscábamos un reloj que se me debe haber caído en...

- En esta casa no lo encontrará, pero si yo lo encuentro se lo llevaré a la Iglesia. Buenas noches.

La mujer, sin disimular su irritación, da la charla por terminada y corre la cortinilla que le sirve de puerta. El calaverón eclesiástico apenas si puede balbucir cuatro incoherencias mientras piensa qué es lo que ha fallado. Pero el portero y el anciano no están dispuestos a dejar escapar el reloj por no reaccionar a tiempo y se abalanzan hacia el interior de la casa. Desde la calle el párroco escucha las voces que llegan de dentro.

- ¡Y el niño! ¡Déjenos ver al niño! ¡Tal vez él sepa dónde se encuentra!

- Está acostado.

- ¡Llámelo para que lo veamos!

Las voces suenan ahora más tenues desde el cuartito del fondo.

- ¡Déjenlo! ¡Déjenlo en paz!

Se oye un fuerte golpe y la voz de la madre deja de oírse. Al poco sale Pedro, el portero, con el crío debatiéndose entre sus brazos, seguido por el anciano.

- ¿Qué ha pasado?

- Tranquilo, sólo está inconsciente; cuando despierte nosotros ya estaremos lejos.

- ¿Encontrasteis el oro?

- No, aún no. El crío lo llevará encima.

El chico se resiste mientras cuatro manos lo registran con ansiedad. El portero lo mantiene sujeto, y de paso le tapa la boca para evitar que grite y despierte a todo el poblado. Con la manaza cubriéndole media cara, el niño se debate y patalea. No logra desasirse. Intenta aflojar los dedazos con sus manos. No tiene fuerzas. Bajo el enorme abrazo va cediendo poco a poco la intensidad de la lucha, hasta que al fin queda inmóvil. El portero lo deja caer, y ya en el suelo tantea sus ropas con más detenimiento y extrae el preciado objeto. El anciano acerca un candil para verlo a la luz.

- No respira. ¡Está muerto!

El portero mestizo se da la vuelta y echa a correr por las callejas de El Recuerdo. No cargará él solo con las culpas. Detrás, a poca distancia, le sigue el anciano empleando todas sus fuerzas en recuperar el tesoro que aquél se lleva. El portero sabe que no hay salida en la dirección que ha tomado, pero ya no puede remediarlo: tendrá que saltar el muro. No está pensado para que nadie salga, sino para que nadie entre, y desde este lado la altura es menor. Al escalarlo, los cristales de que está armado en su parte superior se le clavan en la palma de la mano, mientras en la otra sujeta con fuerza el oro que le abrirá una nueva vida. Ya en lo alto de la muralla piensa en saltar al otro lado, pero la altura es mayor. Se mataría en la caída. A su espalda, el viejo sombrío, con las manos ensangrentadas, termina de encaramarse a las defensas del poblado.

- No creas que te quedarás el reloj para ti solo.

El portero esboza una media sonrisa.

- Al tenerlo en mis manos se me ha olvidado la intención de compartirlo.

Ambos se funden en una lucha de intensidad inhumana en la que el anciano, por su edad y su menor fuerza, tiene todas las de perder. Pero la codicia puede mucho, y en ninguno de los dos es pequeña, así que termina siendo el capricho de la suerte lo que decide el combate. Una ligera pérdida de equilibrio y el portero cae al vacío por fuera del muro. El anciano, agotado por el esfuerzo, se arrodilla en lo alto con el reloj asido fuertemente. Abajo surgen sombras de sombras que pronto rodean el cadáver y comienzan a hacer botín de cuanto hay en él de valor: botas, camisa, alguna moneda suelta... y se oye también el suave tintineo de las llaves. Pero el viejo no se ocupa ahora de pensar qué significa ese sonido, ni a qué puedan dedicarse las siluetas furtivas de más allá de El Recuerdo. Tan sólo baja del muro y trata de recuperar el aliento. Tras unos segundos emprende la marcha hacia la cercana Puerta Norte por la que entrara hace pocas horas. Sangrando por las manos y por la boca, asfixiado, con una sola sandalia y con la planta del pie herida, su caminar no es muy rápido, pero tiene que huir antes de que el cura lo encuentre. Al cabo de unos pocos cientos de metros la puerta ya puede verse. Es un portón metálico de gran tamaño imposible de forzar. Ya a poca distancia, y mientras piensa cómo abrirlo, empieza a oír del otro lado unos ruidos extraños y unas voces, y al fin el sonido de una llave entrando en su cerradura y girando lentamente. Las sombras, los marginados, los proscritos, los más míseros de entre la miseria, se han reunido a las puertas de El Recuerdo para repartirse la migajas que allí puedan encontrar.

De nuevo emprende el anciano una carrera desenfrenada con la esperanza de poder cruzar a tiempo el poblado entero por la calle principal y llegar a la Puerta Sur. Tras él las puertas se han abierto y comienzan a entrar a borbotones todos los que hasta ahora incluso de El Recuerdo estaban excluidos.

Ante la casa del niño contempla el viejo el cadáver que la avaricia ha dejado en medio de la calle, y al volver la vista de nuevo al frente surge ante él la figura del párroco, plantado en el centro de la única vía de huida, con las piernas separadas, encrespados los cuatro pelos sobre cada oreja y los ojos encendidos de cólera. Rompe el cura la cadena de la que colgaba en su pecho un crucifijo y lo levanta a la vista del anciano.

- Me toma usted por vampiro, padrecito - dice el viejo con una mueca de momia en su cara imitando una sonrisa, al tiempo que se lanza contra el cura. Éste, apretando con un dedo el Cristo, hace salir de su interior una hoja afilada, hasta entonces oculta, y la hunde en el cuerpo de su adversario. El sacerdote se arrodilla ante los estertores del agonizante viejo, y mientras le da la Absolución trata de abrir la mano en la que sostiene el reloj, ayudándose con la punta del crucifijo. Suena la campana de la torre de la iglesia. A su alrededor los habitantes de El Recuerdo huyen tratando de salvar sus vidas. Los proscritos saquean el poblado. El fuego convierte en cenizas el fruto de tanto esfuerzo. Rodeado de asaltantes, el párroco trata de arrastrar el cadáver del anciano, defendiendo a cuchilladas el oro que el muerto no quiere soltar. Contempla cómo arde la casucha en la que está inconsciente la madre del crío. Intenta inútilmente llegar hasta la Puerta Sur. Llora de impotencia por no poder conservar lo que casi había obtenido, y lo último que ve es el filo de la hoja de un machete.

Es mediodía en los arrabales de la ciudad criolla. El país se prepara para el almuerzo y la siesta sin prestar atención a los últimos rastros de humo de lo que fue un poblado marginal de los guajeros. Los zopilotes danzan en el aire con parsimonia y graznan saludando a la nueva época de abundancia. Abajo, los dos últimos saqueadores salen de las murallas caminando lentamente bajo el sol abrasador:

- ¿Qué es eso que llevas?

- Botín de anoche: un reloj.

- A verlo.

- Toma.

- Oye, ¿son de veras las cinco?

- No, es que no funciona. Estoy tratando de ponerlo en marcha, pero debió de recibir algún golpe.

- Al menos es de buen metal.

- ¿Bueno? ¡Qué dices! Es sólo una imitación, una baratija. Anoche a mí también me pareció de oro con la poca luz y la avaricia del saqueo, pero no vale ni el esfuerzo de llevarlo en la bolsa.

- Pues ya sabes dónde está aquí la papelera ¿no?

Cruzan los asaltantes una mirada de complicidad y arroja uno de ellos lejos de sí el reloj funesto, que cae entre plásticos y cristales, trapos y otros desechos; entre aquello que todo el mundo tiene pero nadie quiere tener. Sólo un desperdicio más del vertedero.

 

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