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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 10 de mayo de 2024

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El creador

 

Cuando hablo con la gente me suele decir que nosotros tenemos mucha suerte porque, como no podemos sentir frío ni calor, no sudamos ni se nos congelan las orejas. Yo no sé hasta qué punto eso es una ventaja, porque en ocasiones me gustaría sentir algo dis-tinto al deslizarse del agua por entre mis entrañas de aleación, cada vez que, cuando llueve, se filtra por algún resquicio mal soldado de mi cuerpo.

 Lo bueno de los androides asesinos es que no tienen sentimientos. O al menos eso es lo que les dicen a nuestros compradores cuando acuden a los almacenes o ven en algún lugar de la ciudad un anuncio de la compañía. Es nuestro eslogan. Nuestro credo.

Me gustaría sentir lo que la pareja sentada a mi izquierda. Conocer, como ellos, el sabor de los besos y de las caricias. Parecerme a ese joven larguirucho vestido de futbolista que acaba de entrar y que masca chicle sin descanso. ¿Será frío o caliente el sudor? ¿A qué sabrán los chicles? Yo suelo mascarlos a veces, pero desconozco su sabor.

Juan Carlos Rodríguez Paz. Así es como se llama mi última víctima de hoy. Es un hombre moreno, de unos cuarenta y tantos, informático de poca monta, sin mujer ni hijos y con unos graves problemas de ludopatía. Le debe dinero a un tipo, por eso tengo que matarle. Eso sí, después de haberle amenazado, como me solicitó mi amo, para darle pie a una posible redención que le permita vivir un día más. Son curiosas las actitudes de los humanos. ¿Por qué un recurso a la salvación? ¿Por qué no un simple disparo?

 

Siempre se nos ha dado una imagen equivocada de los androides. La ciencia ficción, tanto en el cine como en la literatura, se ha encargado de manera constante de pintarlos a bordo de exóticos vehículos ultramodernos, fruto de la más avanzada tecnología aerodinámica y de la más poderosa imaginación. Los ha convertido en héroes románticos, forajidos intrépidos a lomos de caballos de aluminio. Pero todo esto no son más que creaciones ficticias.

Porque la realidad, en verdad, es otra. La realidad nos descubre que HK-24 viaja en autobús, como si de un ciudadano más se tratase. Él es consciente de que dentro de este habitáculo de metal puede haber muchos otros de su especie: androides domésticos, encargados de hacer la compra y barrer la casa; androides niñera, quienes recogen a los críos de la escuela; androides manufactureros, que realizan los trabajos más ingratos, aquellos que el ser humano ya no quiere realizar. Incluso hasta pudiera haber algún que otro androide asesino, como él, los más caros de la colección, la insignia de la compañía. No me extrañaría lo más mínimo que el autobusero también fuese un ciborg, ya que OCIM es famosa por sus androides conductores. Hace poco incluso hasta ha anunciado la inminente salida al mercado de androides artistas. Dentro de unos cuantos meses será posible leer libros escritos por máquinas.

La ciencia ficción también nos ha descrito sociedades en las que la convivencia entre prototipos biomecánicos inteligentes y seres orgánicos es, como mínimo, peligrosa. No se nos ha podido contar nada más falso. Hoy en día robots y humanos viven en armonía, sin tensiones, cada uno con sus objetivos y sus ambiciones: los unos, realizar las tareas que los otros no quieren realizar, bien por su peligrosidad, bien por su agobiante rutina; los otros, implementar a los primeros para que realicen estas tareas de la forma más eficaz posible. Así se crea un círculo armónico que va haciendo crecer la sociedad imparablemente. Los estados salen adelante gracias a los androides de OCIM. Los humanos, mientras tanto, se multiplican a marchas forzadas.

 

Estamos subiendo la avenida. Muy pronto llegaré a mi destino. Si el ordenador central no me falla, exactamente en 15 minutos 36 segundos.

La pareja de mi izquierda se bajó en la anterior parada, la de la plaza, justo enfrente de los grandes almacenes. Miro por la transparente luna del autobús. Todo lo que veo me parece artificial, aunque sé que hay muchos humanos ahí afuera.

Yo no puedo quejarme de nuestros amos orgánicos, porque a mí siempre me han tratado bien: nunca me han reemplazado por otro cuando han tenido la oportunidad, y bien que han podido, como les ha sucedido a muchos congéneres míos, cuyo destino inexorable han sido los pestilentes descampados de desguace que OCIM tiene en la periferia. Muchos de mis hermanos los odian, los llaman despectivamente los seres que copulan. Pero yo creo que les necesitamos, al igual que ellos nos necesitan a nosotros. No; no me gus-taría que desaparecieran.

Si tuviera sentimientos, juro que lloraría. Lo bueno de los androides asesinos es que no tenemos sentimientos.

 Si no me equivoco, ese de allí es el anuncio de la nueva máquina que la compañía sacará el mes que viene. Llevaban años trabajando en el modelo artista, y veo que al fin lo han conseguido. Lo cierto es que ha salido muy favorecido en la foto. Por sus facciones, parece casi orgánico.

¡Caray!

Aunque es sabido que todas estas cosas se retocan para que el producto sea más atractivo a ojos del comprador.

Aún me he de hacer a la idea de que tendremos un nuevo miembro en la familia. Ojalá yo fuese como él y pudiera crear cosas con mis propias manos. Pero sólo soy capaz de destruirlas, sólo valgo para matar. Tal vez esto no sea tan malo al fin y al cabo. Tal vez sea una virtud, un don que mis hacedores me han proporcionado y que me hace distinto del resto. Genuino. Quizás por ello sea poderoso. Yo lo quiero pensar así.

Es aquí.

A mi izquierda, donde antes había una pareja de humanos, hay ahora sentado un chaval jugando con una videoconsola de esas de bolsillo. No es uno de los míos. Nosotros nacemos siendo ya adultos. Sonríe, desliza con frenesí sus manitas sobre los botones del aparato. Tiene una expresión de extraña vitalidad.

Desearía sentir cosas para poder contarlas. Lo malo de los androides asesinos es que no tenemos sentimientos.

 

Las criaturas creadas por los técnicos de OCIM son tan reales que hasta sangran. Algunas incluso poseen la capacidad de expeler fluidos desde el interior de su cuerpo. Esto es lo que sucede, por ejemplo, con los populares androides de compañía, obedientes máquinas dispuestas a satisfacer los deseos más lúbricos de los clientes más exigentes. Se pueden comprar en las múltiples tiendas que recorren la ciudad o alquilar en cualquier club de los bajos fondos. Y no hacen distinción de sexos: bien son exuberantes señoritas, bien elegantes y fornidos caballeros. Son capaces de hacer cosas a las que muchos humanos se niegan. Por eso tienen tanto éxito entre la población.

La sumisa y complaciente Fran era una de ellas. Nunca decía que no, nunca se cansaba. En su base de datos estaban contenidas más de cincuenta mil posturas diferentes, así como millones de estrategias con las que volver loco a cualquier humano. Sus movimientos eran los de una profesional, casi parecía una mujer de verdad. Juan Carlos ni se enteró de que se estaba corriendo dentro de un ordenador.

Sonó la puerta. Salió de Fran, la apagó, se puso el albornoz y saltó de la cama. Mientras arrastraba sus pantuflas por el pasillo, maldijo al que había apretado el timbre en aquella hora. Dio las cuatro vueltas de llave y abrió. El sonido de los goznes le pareció el de cuatro disparos en el pecho. Lo que vio en el rellano aquella noche le llenó de angustia y miedo.

 

Seamos realistas. Reconozcamos que los ingenieros de OCIM se superan a sí mismos día tras día. Sus creaciones son cada vez más perfectas y realistas. Cuando los agentes entraron en el piso del señor Rodríguez fueron incapaces de distinguir qué sesos eran los auténticos y cuáles los fabricados en un laboratorio.

Vieron a Fran extendida en la cama, completamente desnuda, apetecible por completo. Debajo de ella, una sábana azulada salpicada de gotitas rojas. Tenía las piernas abiertas y el pelo revuelto. No se movía. Los de la científica comprobaron que aún había semen en su entrepierna.

Encontraron dos cuerpos ensangrentados. Uno con una pistola, el más alto, de medio lado y junto la cama. El otro dentro de un albornoz, bocabajo. Tenía las piernas en la habitación y el torso en el pasillo. Ambos con disparos en la cabeza, de los que nacían dos opacos charcos granates que se terminaban haciendo uno cerca de una de las esquinas.

La policía no tenía dudas al respecto: se trataba de una orgía que había acabado como el rosario de la aurora. Seguramente hubiera alcohol y drogas duras de por medio y probablemente uno de esos robots de compañía tan populares. Ni siquiera se dieron cuenta del rombo tatuado en la muñeca que exhibía uno de los cadáveres. Un rombo de color rosa, lema de una famosa compañía de biorganismos informatizados.

 

No creo que los vecinos hayan oído el disparo, no me gustaría montar un cisco  innecesario. De todos modos, cuando llegue a casa, tengo que limpiar la pistola.

La verdad es que ha sido fácil. No me esperaba que mi objetivo se derrumbase tan pronto. Imaginaba que tendría más aprecio por su vida y que me suplicaría durante un rato, de rodillas y lloroso, que no lo matara. Pero nada más verme se imaginó cuál iba a ser su destino. Ni siquiera me hizo falta amenazarle. Esperó el disparo con una serenidad horripilante.

Y se lo agradezco de veras. Le agradezco al señor Rodríguez que no montase una escena que únicamente serviría para aumentar su angustia y hacerme perder tiempo. Sólo dispongo de tres horas antes de que mi núcleo de cognición se descargue por completo y no es conveniente que las misiones se dilaten sin sentido. Por suerte, es el último del día.

Aunque me pregunto qué le habrá impulsado a actuar así no me ha dado lástima su ingenuidad. Mis programadores me implantaron un núcleo de mando lo suficientemente potente como para no sentir nada, porque cuando uno siente algo entonces empatiza con el otro. Es lo bueno de nosotros, los androides asesinos: que no tenemos sentimientos. Cuando uno entra en la rutina, todo le resulta ordinario. Incluso piensa que acabar con un ser humano es contribuir a la estabilidad demográfica.

 

Entró en el lavabo aún sin guardar la pistola. La dejó sobre el inodoro y se lavó las manos con agua caliente, para ver si podía sacarse las gotas de sangre reseca. A pesar de que el líquido echaba humo, no sintió nada. No necesitaba sentir nada. Eso lo tuvieron muy en cuenta los hombres que lo fabricaron.

Salió de la sala y se dirigió hacia la entrada para contemplar su creación. En el suelo, bocabajo, entre el dormitorio y el pasillo, tal y como se había desplomado, yacía el señor Rodríguez, ejecutando un escorzo sobrenatural, con un torrente granate manando de entre su cabello. La sangre aún no había teñido el suelo y pudo pasar sin problemas al interior del cuarto, donde hacía unos instantes el cuerpo que ahora estaba muerto había logrado tocar a Dios. No le daba asco la escena porque no sentía nada. Era lo bueno que tenían los androides asesinos.

Fijó la vista en el lugar donde su víctima se había arrodillado hacía unos instantes, de espaldas a la pistola, con la nuca reposando en su cañón, consciente de cuál había de ser su destino. Él, que tanto había alabado el progreso, se encontraba ahora a merced de una de esas máquinas cuya creación con tanta fuerza había defendido. Era una paradoja macabra, pero también lo socialmente asumido. Era el progreso sobrepasándole.

Luego la vio a ella. Estaba sobre la cama, toda desnuda, ufana de sus encantos perfectos, semejante a Diana. Era hermosa, de una belleza exultante. No había un solo vello en todo su cuerpo rosáceo, ni siquiera en sus órganos sexuales, aún húmedos por la saliva, que a los ojos de HK resultaban sumamente apetitosos. Parecía una manzana recién caída del árbol.

Guardó el arma en la funda del cinturón. Se subió a la cama y extendió su vigoroso cuerpo junto a Fran. No podía imaginar que semejante belleza fuese artificial. Ni que la hubiese podido crear el mismo ser que lo creo a él, uno como el que yacía en el suelo, ahora inerte. Eran el negro y el blanco y eran fruto de una misma mente.

Acarició su cabeza, de cabello brillante y espumoso. Ella abrió los ojos y le sonrió, con una mirada que le hizo desear sentir remordimientos por el asesinato. Lo malo de los androides asesinos es que no tienen sentimientos.

El pistolero se asustó cuando percibió cómo se tumbaba sobre él. Como fue apagada de repente, su memoria aún no había sido reseteada y por eso para ella el hombre que tenía al lado seguía siendo su dueño. HK la notó en su plenitud. Notó sus anchas caderas alrededor, sus pechos abundantes bamboleándose delante de su cara, su aroma a lujuria, sus jadeos enigmáticos. Quiso sentir algo, pero no pudo. Su núcleo de memoria se lo impedía.

Mientras Fran terminaba su cometido HK miró a su izquierda, hacia el umbral, donde se encontraba su obra maestra recién nacida. Descubrió que hacía unos minutos, justo antes de que él llamara a la puerta, ese cadáver estaba en el mismo lugar en el que él se encontraba ahora, pero estaba vivo. Y en medio de la vorágine de la carne comprendió que la capacidad de amar y la de matar tienen un mismo origen.

Levantó la vista hacia delante. El cabello de Fran le tapaba los poderosos ojos verdes. Al rato, aquella mujer artificial se dio la vuelta sobre su eje y colocó sus preciosas nalgas delante del rostro del sicario. Luego se extendió sobre él y continuó con los sensuales movimientos que le dictaba su software, subiendo y bajando, subiendo y bajando. En una de sus contorsiones salvajes, número 24 pudo ver fugazmente su expresión, y fue cuando lo supo. Supo que ella, aunque era como él, realmente no lo era.  

Entonces fue cuando reventó.

Pero antes, dejó que Fran terminase su inútil trabajo. Al poco rato, vio cómo un líquido transparente estallaba desde la entrepierna de aquel robot hermoso y cómo todos sus apetecibles músculos se relajaban sobre él, encogiéndose poco a poco, exhaustos por el ejercicio continuado. La inteligencia artificial había obrado un milagro.

Se la quitó de encima con cuidado y la puso boca arriba, sobre la cama. Ya no se movía. Era un armatoste fláccido y pesado con extremidades que caían a plomo sobre las sábanas azuladas. Aunque los ingenieros de OCIM habían logrado reproducir perfectamente la respiración humana en todas sus criaturas, ésta ya ni siquiera daba muestras de ello. Era como si su batería se hubiese terminado de pronto. O quizás todo estuviera programado en su núcleo de memoria. Al fin y al cabo, sólo era informática.

Sacó la pistola de la funda y se la puso en la sien. Menos mal que no iba a sentir nada. Los ingenieros de OCIM eran sabios. Habían pensado en todo.

Liberó el seguro. Antes de apretar el gatillo volvió a mirar el cuerpo desnudo de la cama. Aun apagada, aquella máquina irradiaba una sensualidad que habría puesto cachondas hasta a las piedras. Menos a él. A él, no. Lo malo de los androides asesinos es que no tienen sentimientos.

 

La pólvora saltarina que ensucia las manos de un robot que quiere llorar. El plomo ardiente que perfora como una centella microchips de silicio. El líquido rojizo que tiñe el pavimento en un riachuelo que se lleva entre su flujo esperanza.

Nada más.

 

Lo había conseguido. Había logrado hacer lo que tanto deseaba. Al igual que el nuevo modelo de OCIM, él, un simple asesino, una máquina de maldad y muerte, había logrado crear cosas con sus propias manos. Y lo mejor de todo es que ni siquiera se había inmutado. Lo bueno de los androides asesinos es que no tienen sentimientos.

 

 

 
  

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