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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Domingo, 12 de mayo de 2024

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El parecido

 

El parecido, incluso antes de la progresiva acentuación que ella misma iría llevando a cabo con el tiempo, sin apenas reparar en ello, existía ciertamente. Tal vez no en el rostro, pese a la forma ovalada del perfil, la redondez inocente de la barbilla y el marcado borde exterior de los pómulos. Tal vez no en la frente, que sin duda era igual de alta, igual de ancha y llevaba casi siempre despejada, porque ésta era casi imperceptiblemente más ovalada que aquélla. Tal vez no en la mirada, que, sin embargo, era miope y un tanto achatada, y daba a su rostro una expresión a veces inocente, a veces sencillamente bobalicona. El supuesto parecido inicial se fundamentaba más bien en un cierto recuerdo espumoso, como el que tenemos de una fotografía que hemos visto muchas veces, pero no últimamente. Era a veces un mohín, a veces una mueca, una sonrisa forzada ante una cámara, una cierta disposición de las piernas al sentarse, lo que sacudía la mente de algunos de los que en ese momento estaban con ella con el recuerdo de la otra.

La semejanza en la actitud general estaba recalcada por la forma de su cuerpo. Era innegable que su carne se ajustaba, si no al patrón o modelo que marcaba la otra, sí a la idea general que se tiene de cómo debió de ser ella. No estaba gorda, pero desde luego nadie hubiera dicho de ella que estaba delgada. Tenía los miembros rellenos, la piel elástica y brillante; la carne se apretaba redonda en torno a ella, completándola, vibrando con ella, dándole un aspecto mullido pero tenso, delicado pero firme, goloso, completo. La redondez del trasero y del pecho era definitiva, incuestionable y llamativa; pero también terminaban contundentemente sus brazos torneados, el elástico vientre, las largas piernas. Delante del espejo, al salir de la ducha envuelta en una toalla azul pálido, el agua goteándole y condensándose sobre su piel por la humedad del baño, entrecerraba los ojos para percibirse en el espejo empañado, y ahí, en la intimidad, con la libertad de movimientos y la descompostura que le permitía el sentirse sola, entonces sí, el parecido era extraordinario.

No son estos tiempos, sin embargo, en los que tal similitud se valore más allá de la simple anécdota. De hecho, sólo conociéndola bien y estudiando sus movimientos podía llegar a advertirse ese parecido que, en otras épocas, hace cincuenta años, tantas habían tratado de conseguir. Por otro lado, su largo y ensortijado pelo moreno, los delgados labios y la seriedad desconfiada y casi permanente de las facciones mantenían alejado el recuerdo de la otra tanto como era posible. Ella nunca se había considerado guapa porque carecía de la belleza canónica. Su rostro, demasiado regular, no tenía siquiera el encanto de lo insólito, de lo exótico. Su cuerpo protestaba contra la moda que la obligaba a prendas que no se le adaptaban, y el resultado era un estilo no precisamente antiguo, pero sí corriente, convencional. Nunca había llamado la atención, nunca su corazón se había visto abrasado por el apasionado romance del que creía que había que ser presa para haber vivido de verdad. En ocasiones, su ímpetu amoroso no correspondido (en parte porque no iba dirigido a nadie en concreto) rebotaba al querer salir de ella a raudales y golpeaba su corazón solitario, resecándolo.

Pero eso fue hasta que la conoció. Nadie de su entorno hubiera sabido explicar cuándo empezó la curiosidad, y menos cuándo terminó ésta y cedió el paso a la admiración, pero lo cierto es que, cuando la admiración se disolvió, dejó su mente preparada para la imitación, abierta pero inconsciente, de ese modelo al que ella físicamente tendía desde antes de conocer su existencia. El caso es que los ademanes, la expresión de la cara, la forma de sentarse y de sonreír, fueron estudiadas y luego calcadas sin mucho esfuerzo, de manera juguetona al principio, inadvertida después. Dada su apariencia, y teniendo todos tan asumida la popular imagen de su predecesora, nadie percibió sino sutilmente un cambio que, por otro lado, ella hizo gradual. De todas maneras, era la época del principio de su edad adulta, esos años de una vida en que las mujeres empiezan a recibir miradas cada vez más maliciosas que deben aprender a encajar, o ignorar, según prefieran, sin saber apenas aún qué es lo que prefieren.

Desde luego, su nueva forma de ser gustaba a los hombres. Inicialmente no relacionada con quien tanto la estaba influyendo de manera solapada y a través del tiempo, los cambios en su actitud fueron atribuidos a su crecimiento, a su maduración como persona adulta, a una cierta reticencia a abandonar la desenvoltura inocente que acabaría superando. Sin embargo, había algo muy atractivo en aquellas sonrisas espontáneas, en aquella ignorancia de los deseos que provocaba sin querer, en la forma cándida y picante de sortear las alusiones poco limpias con burlas a medias y comentarios sinceramente ingenuos.

Su éxito entre el sexo masculino crecía de manera halagadora pero incontrolada, la admiración que suscitaba empezó a tomar un cariz tan pretendidamente subyugante, que se sentía a menudo como la vencedora a su pesar de una extraña batalla en la que se hubiera visto envuelta, y de donde no podía resultar sino victoriosa por su apabullante superioridad. Este sentimiento, eufórico al principio, acababa trastornándose y tomaba la forma de una fuerte compasión hacia el oponente vencido sin resistencia. Una gran ternura hacia el ser desvalido, rendido a sus pies sin remedio y para siempre que parecía tener delante, muerto por su amor, un premio al que nunca hubiera soñado optar siquiera, hacía presa de su corazón y la vencía. Porque, ¿cómo negarle a ese hombre un placer tan inocente? Si ella podía hacerle incomparablemente feliz con un gesto tan sencillo, que a ella le costaba tan poco... Y no veía cinismo en ese proceder.

Finalmente usada, engañada por quienes habían realizado con ella un sueño y que volvían a la normalidad como quien no tiene nada más que hacer salvo entregarse a la rutina, reconfortante, a pesar de todo; resolvió rebelarse contra la imagen que se había fabricado, y dar un giro total, un cambio brusco y exagerado, un golpe sobre la mesa, una ruptura definitiva con todo lo que había sido, con todo lo que de ella se esperaba.

Se cortó el pelo en una melena redondeada y se lo tiñó de rubio.

Ni que decir tiene que esta reforma desesperada en su imagen tuvo la respuesta que lógicamente aguardaba su ejecutora. Pues todo el mundo se le echó encima, todos cuantos la conocían consideraron que había hecho una locura, que el nuevo peinado la afeaba, la avejentaba, que resultaba anticuado y ridículo. Pero pasada la impresión de los primeros días, había que acabar reconociendo que el corte le sentaba bien, extraordinariamente bien. Incluso, llegó a ser impensable que hubiera llevado el pelo de otra manera, era natural, corriente, le iba a la perfección.

Y el parecido nunca había sido tan estremecedor. Pero ella no lo notaba ya. Sin planteárselo, había borrado de su memoria el recuerdo que todos los demás traían a la mente cuando la veían. Se veía original, atrevida, provocadora, irreverente. Procuraba mostrarse alegre, dicharachera, ingenua y candorosa, pero a veces se ponía seria y participaba de manera inteligente e inquisitiva en la conversación. Entonces, esa actitud era considerada una desafortunada pose. "Pobre, no le queda bien", "Lo intenta, pero no le sale. Ella es de otra manera". Y aquella otra manera, aquella frescura y lozanía, la estaba asfixiando, porque percibía, en las miradas ardientes de los hombres, en los reproches envenenados y displicentes de las mujeres, que se había convertido en un objeto, que su apariencia perfecta, sugerente y excitante era como un pozo donde se había encerrado, que era un personaje vacío tras un continente cegador.

Y como no podía ser de otra forma, como estaba escrito que pasaría, la encontraron una mañana muerta en su habitación. La autopsia registró sobredosis de barbitúricos. La prensa hizo hincapié en que se la había encontrado completamente desnuda.

 

 

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