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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 10 de mayo de 2024

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Creación y osadía

 

Parecía imposible, pero no lo ha sido. Después de muchos esfuerzos, sudor, sangre y lágrimas, Meφisto ha llegado a su quinto número. Unos cuantos años después de aquellas primeras reuniones en las que un grupillo de estudiantes soñábamos con dar vida a esta gaceta, resulta que ya vamos por cinco. Y que sean muchos más. En fin, este aniversario me ha hecho mirar atrás y considerar si esta sección que tengo el placer de escribir desde hace tres años (¡tres años!) es buena, interesante, o necesaria. Así que voy a ignorar el tema propuesto para este número (que, por si no lo sabéis, son las vanguardias) en el cual tengo un fortísimo interés personal, así como mi obsesión con García Lorca (sobre quien llevo queriendo escribir desde el primer número) y me centraré en algo que considero fundamental en estos momentos: revisar las intenciones de esta sección.

Y aquí viene la pregunta del millón: ¿por qué el teatro? Al fin y al cabo, hoy día esta disciplina está superada en el terreno literario por la poesía y la novela; y en el terreno del espectáculo por el cine y la tele. Sin embargo, por alguna oscura razón las salas teatrales siguen programando obras, y el público sigue yendo a verlas. Yo misma sigo fiel a mi cita semestral escribiendo este artículo en vez de estar haciendo cualquier otra cosa. Y tú mismo andas leyendo esta columna en vez de estar haciendo cualquier otra cosa. Así pues, saltemos juntos de cabeza a la piscina teatral y exploremos qué tiene de mágico este arte milenario.

El teatro es la disciplina artística más viva que existe, una que bebe, respira y se alimenta de vida. De hecho, la gran magia del teatro es que jamás existen dos representaciones iguales. Desde aquí, reto a quien quiera contradecirme a ir a ver una obra dos días seguidos y mantener los ojos, los oídos y el corazón bien abiertos: así será como descubrirá que un detalle apenas perceptible puede dar un cambio radical a cada escena: una media sonrisa incontrolada, un silencio más largo de lo acostumbrado o un movimiento diferente añaden o cambian matices que le dan un color nuevo a la representación cada noche.

Pero no sólo es eso. Esos son los cambios previsibles, que todo profesional del teatro conoce y espera. Todos, desde el dramaturgo hasta el traidor pasando por el director y los actores, saben que una obra de teatro siempre entraña riesgos mucho mayores que una simple línea a destiempo (por cierto, recordadme que un día tengo que escribir sobre el traidor, raíz etimológica y función laboral incluidos). Al fin y al cabo, el teatro siempre ocurre en riguroso directo, y todo tipo de fallo humano es posible. Así pues, tenemos tropecientas mil cosas que pueden ir mal en una función de teatro; donde, al contrario que en el cine, no se puede cortar y empezar de nuevo... Es decir, cada error va a ser presenciado por un montón de espectadores y tienes que conseguir que no se den cuenta de lo que ocurre. Es esta vertiente suicida la que le da una magia especial al hecho teatral, ya que todos los trabajadores salen a sus puestos de trabajo sin saber si ésa será la noche más especial de sus vidas o si todo se va a ir de cabeza al diablo.

Además, el teatro tiene una magia que se encuentra en pocas disciplinas: la existencia de numerosos filtros entre la fuente (texto) y el espectador. Cuando una persona va a un museo a ver, digamos, el Guernica; se encuentra cara a cara con lo que Picasso decidió pintar. Por lo tanto, se crea una relación directa entre el pintor y el receptor mediante la creación del primero. Por el contrario, cuando una persona va al teatro a ver, digamos, Hamlet; se encuentra cara a cara con la interpretación que unos actores han hecho basándose en la lectura del director del texto shakespeareano. Si bien la conexión dramaturgo-director-actor-espectador es más enrevesada, también es indefiniblemente más rica (en el caso de que tanto el director como los actores sean unos buenos profesionales, claro.) Al fin y al cabo, cada una de las personas involucradas en la creación teatral tiene algo que aportar al texto original, configurándose así una visión poliédrica imposible de alcanzar cuando el lector se enfrenta solo contra el texto. La humanidad de un Segismundo lamentándose, de una Ofelia enloqueciendo, o de un Edipo reventándose los ojos es inigualable cuando ha pasado a través de la mente de buenos artistas.

Sin embargo, esta capacidad camaleónica del teatro tiene también su lado negativo, y éste es enorme. Pues al fin y al cabo, ¿a quién no le entran escalofríos cuando se le ofrece ir al teatro a ver coñazos como Hamlet, La Vida Es Sueño, o Edipo Rey? Un momento. Se supone que estas obras son la flor y nata del teatro universal. Sin embargo, mucha gente preferiría quedarse en casa viendo Gran Hermano antes que ir a aburrirse al teatro con uno de estos tostones. ¿Dónde reside el problema?

El problema es lo que hace un par de párrafos definí como "existencia de numerosos filtros" que da una "capacidad poliédrica" al hecho teatral. Si bien en aquel momento se revelaban como uno de los mayores pros del teatro, también debe reconocerse que esta cualidad es una terrible arma de doble filo, y no mencionarla aquí sería hacerle trampas a mi querido lector (¡sí, estoy hablando de ti!). Al fin y al cabo, el distanciamiento que existe entre el texto y el espectador provoca una visión enriquecida en el caso de que aquellos que ponen en escena la obra sean buenos artistas con buena capacidad crítica. En caso contrario, lo que se crea es una función intragable en la que ni un solo miembro del público está interesado (y posiblemente ninguno de los que trabajan en la obra tampoco), pero a la que asisten para tener una mejor exposición cultural, sentirse inteligentes, vacilar delante de los amigos o qué sé yo. La idea de que los clásicos no se tocan resulta absolutamente falsa en teatro, pues no tocarlos conllevaría ver doscientas mil veces la misma obra, las mismas ideas en un refrito incesable de cambio de actores y director. Gracias a Dios, hay gente allí afuera que se dedica a hacer lecturas importantes, importándole un bledo la tradición, o el cómo se supone que Lope hubiera querido que representaran esa obra.

Al fin y al cabo, un buen dramaturgo conoce bien su trabajo. Un buen dramaturgo sabe que el teatro no es tinta sobre papel. Un buen dramaturgo sabe que el director y los actores tienen pleno derecho a hacer lo que les venga en gana con su obra. Un buen dramaturgo sabe que el teatro son lágrimas, entrañas y sudor, no frías metáforas y moho sobre las palabras. Un buen dramaturgo sabe que el teatro fluye, ríe, sueña, salta y baila sobre su obra. Sófocles era un gran dramaturgo. Shakespeare era un gran dramaturgo. Calderón era un gran dramaturgo. ¿Por qué condenarlos, pues, y convertir sus obras en fósiles?

Ésta es la razón por la cual esta sección es necesaria. Para recordar -a mí misma y a cualquier persona que se tome la molestia de leerla- la verdadera magia del teatro. Aquella que funciona fuera de las clases y lejos de las discusiones académicas, aquella que necesita de un equipo entero para mantenerse viva, aquella que hace que la sabia mano del creador toque como Dios manda las finas cuerdas de nuestra alma.

 

 

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