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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 10 de mayo de 2024

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Roma

 

Antaño, cuando los caminos llevaban a un sitio nada más, se decía que todos llevaban a Roma. No conozco la génesis del dicho, así que me la invento: todos los caminos llevan al Señor, ese señor (dicen, que yo no lo he visto) tan blanco y tan puro pero tan barbudo que orquesta plagas y benéficas iluminaciones desde un trono etéreo que sostienen ángeles de pubis romo y espalda ornada con plumas resplandecientes, envidia de las palomas. O quizás se quiere decir sólo eso: todos los caminos llevan a Roma. A su bullicio civilizante, a su espesor de mármoles y bronces, a su lujo y a su miseria, a su sinopsis de los extremos. Ahora que las sendas dibujan laberintos sobre este globo maltratado y que los asfaltos se abigarran para digerir desplazamientos (físicos o espirituales), neumáticos ansiosos y carrocerías tan aerodinámicas que el viento ni la nota, ahora ya no importa que la Historia sea una ciudad asaeteada de travesías.

Roma era una damita concupiscente que hacía su vestido transparente bañándolo en la orilla de dos mares. Tras la "limes", hombres-bestia de anatomía explícita y escandalosa se cansaron de soñar barbaridades y quisieron tocarlas con las manos duras, violando a la muchacha, despreocupada de fantasías y amenazas. Roma es un eco de célebres corceles cabalgando al encuentro del Futuro. Roma es orgía y recogimiento, bacanal y austeridad, banalidad y transcendencia. Roma es el Tíber lanzando al Tirreno el aliento de la Toscana. Roma es un Imperio regido por un caballo. Roma es un Emperador quemando las cortinas. Roma es Musa y desgracia de ambiciones y de ensueños. Roma es el Arte tornado en multitud. Roma es la Historia jugando mal al escondite. Roma es un perro en vela, ladrando fanfarrón al trajín oscurecido de las arquitecturas. Roma es un violín trinando al oído de pétreas cabalgaduras. Roma es un "condottiero" acongojado por el bullicio. Un cetro fenecido que el viento acaricia pero no asume. Roma es un roto corazón de artista, quebrado, ay, de tanta belleza. "Dejé palomas tristes junto a un río,/caballos sobre el sol de las arenas,/dejé de oler la mar, dejé de verte./Dejé por ti todo lo que era mío./Dame tú, Roma, a cambio de mis penas,/tanto como dejé para tenerte", gritaba Alberti, timonel comunista de un nostálgico velero. Roma es, pues, el sufrimiento dulce del poeta. La fascinación lacerante. Los ojos abrasados de mirar lo que se ama, fijamente, sin cabida el parpadeo. Roma es la Eternidad mirándose comer helado al brocal de una "fontana". Roma es esa gota infinita cuajada de Historia que empapa nuestro pasado.

      

 

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