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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 10 de mayo de 2024

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España, tierra de conejos

 

 "Vencida de la edad sentí mi espada" (Quevedo)

 

El español del Siglo de Oro bien podría ser definido como un individuo robusto, peludo, pendenciero, matasiete, fatuo y con una expresión que anunciaba desafío y burla. Se trata del bravo español que sacaba a relucir su espada por el mero hecho de ser tuteado, que iba a guerrear a Flandes y volvía pobre y orgulloso.

¿Qué ha pasado? Ese español que hacía temblar Europa es ahora un individuo juicioso, sosegado, tranquilo, que toma cerveza con limón y ve los toros desde la barrera. La mirada desafiante se convierte en  mirada sumisa y la pendencia en los labios se trastoca en humildad y perdón.

Es como si el miedo dominase nuestro tiempo. Un miedo que recorre todas las esferas de nuestra cotidianeidad y convierte al español medio en un cervatillo temeroso de todo. Por ejemplo, hace años en las escuelas, en los momentos previos a la entrada a  clase se escuchaba la famosa tonadilla: "Padre Nuestro, que viene el maestro, santificado, que viene enfadado...", no era para menos, pues el maestro hacía enmudecer tanto a los niños como a los adolescentes. Era el clásico miedo justificado: al guantazo seguro, al largo tirón de orejas, a la mofa simple. Pero hoy día es al revés, es el maestro quien va temeroso y rezando, inquieto, asustado, pues sabe que hay cosas peores que encontrar una chincheta en su asiento.

Y es que España es España, la historia reciente lo ha demostrado. Cuando un policía aparece en nuestro campo de vista dejamos de hablar, nos enderezamos y mientras unos ponen cara de "yo no fui", los otros llegan incluso a saludarlo, dando a entender con ello una necesidad imperante de ser y parecer simpático. Destaca la actuación frente a la autoridad cuando un español cualquiera es detenido en la carretera. Es ahí donde se olvida de su condición de hombre valeroso y distinguido y comienza el miedo tenebroso. Lo que no sabemos a ciencia cierta es si el guardia civil está también asustado, pero sí sabemos que esos diálogos, con multa y todo, destacan por las buenas maneras de ambas partes, dando las gracias uno por recibir la multa y el otro porque le han dejado hacer su trabajo.

Porque el español de hoy es tan dócil y tan bueno que apenas comete delitos. Alguno hay, es cierto, como fumar un cigarrillo a hurtadillas en el despacho, exceder en 8 kilómetros por hora el límite de velocidad o una micción detrás de un árbol. Pero nada serio, cosas de niños diríamos. Y cuando se trata de una discusión que no puede resolverse sino con golpes - "no queda sino batirse", que es lo que decía Quevedo en las novelas de Alatriste - se ven dos individuos hablando de usted, con extrema cordialidad, contando las palabras, dándose palmadas en las espaldas y haciendo como que no ha pasado nada. Y claro, no falta el bribón rencoroso que no haciendo frente insulta desde lejos, mientras corre como un conejo. Puede ser quizá, éste, uno de los pocos momentos en que el español de a pie, saca pecho y arremete con palabras contra el que le grita,  ("ven aquí si tienes...").

Y es que esta nueva costumbre de no decir nada o decir que sí a todo, de no enredarse ni implicarse, nos está volviendo perezosos. El español de antaño que buscaba  gloria y  fortuna en cualquier parte es ahora un individuo tranquilo, sosegado, agradable y simpático, más o menos como Sancho Panza. Y por cierto, igual de pobre. Que hay cosas que no cambian.

¿Cómo explicarlo? Es difícil,  pero que esto es un hecho no hay cómo negarlo.

Es como ese viejo tango, cuya letra decía, " ¿Te acordás, hermano? ¡Qué tiempos aquéllos! Eran otros hombres más hombres los nuestros. No se conocían cocó ni morfina, los muchachos de antes no usaban gomina". Pareciera que se hubiera tragado la tierra al español que causaba terror en Europa. 

 

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