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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 10 de mayo de 2024

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Pisando fuerte

 

Las puertas mecánicas se abrieron ante mí, sostén incansable de envoltorios multicolores y cajas de Pandora. Salí del hipermercado y allí me la encontré, ardiente y apetecible, como el pastel que preparaba mamá en los tristes días de mi primera inocencia. Era tan hermosa, tan genuina, tan pura, que no pude evitar la tentación de pararme ante ella durante un instante y observarla con ojos de marioneta. Sentía el enorme peso de las bolsas cercenándome los dedos, pero me daba igual. Tenía tal belleza delante que desdeñaba toda sensación mundana. Sólo existíamos yo y ella. Ella y yo.

A pesar de todo, oía el ruido de los coches que machacaban la calle, con sus humos nutricios y sus idiomas ya cotidianos entre el trajín de la gran urbe. Ella permanecía incólume, toda sensual y virgen, ajena a la ciudad eclosionante. Yo quise hablar, pero no pude. Las frases se me acumulaban en la mente y trataban de salir todas a la vez, como si hubiera rebajas en mi boca. Me había convertido, sin yo quererlo, en un maniquí extravagante.

Sin embargo, ¿qué podía decirle? Ahora la tenía delante; veía realizado el sueño de toda mi vida. Y, ¿cómo iba a arrancar? Podría ser directo, pero quizás a ella le apabullara tanta vehemencia. No. La perdería a las primeras de cambio. Podría ser quizá dulce, pero entonces no sería yo, de natural tosco y huraño. Sería una máscara la que hablaría con mi lengua. Dios mío, ¿qué podía decirle? ¿Cómo hablarle a tanta belleza?

Al final me decidí. "Hola." Tragué saliva. "¿Cómo estás?", acerté a pronunciar, pero no respondió. "¿Te apetece tomar un café?" Sólo se escuchaba, vagamente, la mustia sinfonía que palpitaba la ciudad. Luego rugió un avión por allá arriba. Continué conversando con ella, haciéndole preguntas que me la desnudaran, pero fue en vano. Ella no escuchaba mis lamentos.

Entonces fue cuando se me ocurrió cometer el acto atroz, el crimen impietoso. La ira me recorrió sin pagar peaje, enfurecido por el desdén que mostraba mi amada. Ahora sabía lo que sentían esos desgraciados que aniquilan a sus hembras con martillos y escopetas plumbíferas. Mas yo sólo tenía a mano bolsas blancas de petróleo. Así que, listo para consumar mi venganza, levanté la pierna izquierda y la coloqué sobre ella, toda inmóvil y encantadora, asuntora impertérrita de su cruel destino.

Chof.

Sentí bajo la suela una sensación mórbida y pastosa; inolvidable. Nunca antes me había hallado tan pletórico. Era como eyacular zumo de melocotón. Tal vez estuviera imbuido por el espíritu de Caín. Tal vez me gustase asesinar, aunque esta vez sólo se había tratado de un excremento, de una cagada canina que aquella mañana me encontré en mitad de la acera. Esperé a que el hombre del semáforo se pusiera verde y crucé la calle hasta llegar a casa. Volvía a prestar atención al peso de los manjares.

 

 

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