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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 10 de mayo de 2024

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Pequeña decisión

 

Aquel hombre respetable y rico, algún día se puede decir que vivió. Era conocido en toda Alemania, amó, y era amado. Acabó abandonando a su mujer por una amante joven y su vida acabó en un desastre, o se puede decir simplemente que acabó. Al atardecer, todos los días, paseaba por las frías calles de la ciudad que le vio nacer; ahora tenía la esperanza de que aquella espesa niebla cubriera como un manto salvador su deteriorado rostro cansado. Su cabeza, que meses atrás se erguía orgullosa, ahora se refugiaba arrepentida entre sus hombros. Sentía como su alma cansada trataba de huir de la omnipresente melancolía, pero a cada paso, a cada aliento frío, se entumecía su voluntad. Estaba resignado a la soledad, hubiera querido estar entregado a ella como un invitado, pero siempre estuvo en ella como un intruso. La tortura del recuerdo le atormentaba en aquellas noches donde las permanentes estrellas parecían vigilarle. En los bares, el ardor del Vodka aplacaba su amargura, su sed, y recordaba... Recordaba cómo las finas manos de la joven Helena se aferraban a él como ahora sus manos aferraban el frío vaso. Sus uñas llegaron a hacer surcos sobre la barra, improvisada almohada por donde dejaba resbalar sus lágrimas, sus pensamientos, su esperanza.

Embriagado por el licor y la tristeza se dejaba envolver por el viento en la total oscuridad de los callejones, apenas el sigilo de alguna sombra le inquietaba, tan sólo esculpía en piedra murallas en su interior. Los escaparates sufrían sus tambaleos, esos escaparates donde la ilusión de su joven amada se saciaba cuando las prendas allí mostradas habitaban su armario. Aquella mujer llena de vida cuyos ojos le torturaban y le llevaban cautivado a los hoteles, al frío refugio de las lujosas sábanas. Aquella sonrisa que le engatusó llevándose con su altivez sus últimos coletazos de vanidad y orgullo, y haciendo desaparecer de sus brazos a su mujer y a su pequeña Anna. Dormido sobre el frío suelo soñaba que descansaba en el caluroso regazo de su esposa, que la música de su aliento le susurraba en las horas perdidas de la noche las notas del cariño más sincero, y que la luz que atravesaban los párpados no provenía de la linterna de algún policía sino de la habitación de su hija.

Sólo una cosa le quedaba, los recuerdos, recuerdos con los que nunca podrían las eternas noches. En ellas, en su delirio, escuchaba la cantinela de su corazón, latidos que se asemejaban al lamento del dorado saxo. Su llanto se había secado, la sensación de saberse abandonado había esparcido por todo sus ser una tranquilidad recelosa de despertarle algún sentimiento con el que pudiera calentar su pecho. En algunos momentos se hacía preguntas, pero era en vano, esos instantes se ahogaban de nuevo en los bares, hundidos en su tenue luz, mezclado en el humo pasajero de los cigarrillos. En la pared de los bares, tras la barra, un inmenso espejo era testigo de su declive. Un espejo en el que sus ojos más de una vez se detuvieron, pero para ver a un extraño que pretendía robarle su máscara, su mirada.

Seguía ocultándose noche tras noche, tras las copas, tras las penurias de sus colegas borrachos, acabando siempre en el suelo y con su mirada en el cielo reflejando la luz de algún recuerdo, extendiendo el brazo trataba de acariciar la estrella que dibujaba el rostro de su añorada esposa. Tan cerca parecía haberla tenido, en la palma de su mano extendida dejó su mirada... y así amaneció, con el brazo extendido y con una moneda en su mano. A lo lejos, una mujer cogía de la mano a una pequeña que le saludaba, simples siluetas oscuras que se perdieron entre la niebla.

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