Estoy en tu habitación, pero el tú no lo encuentro.
Sólo, la habitación. Y aun cuando veo algunos cuadernos
con tu nombre escrito, no consigo ver en las figuras
de esas palabras o lo que es lo mismo, en los gestos
peculiares de tu letra, una sola de tus elocuentes bienvenidas.
Entonces, buscó entre los días de nuestra niñez, y
nos encuentro jugando en el recreo de aquel colegio
diciéndonos cosas que ya no sé pronunciar. Pero
esta noche están en mi corazón: en mi patio.
La madurez nos trajo palabras y expresiones nuevas,
y un pupitre de la vida distinto. Sin embargo, aun cuando
entiendo frases más complejas, no puedo ahora darte
mi pedazo de pan por debajo de la mesa del comedor.
La eternidad es puro misterio; sus designios, insondables.
El alba, no tiene las palabras; el ocaso, sí. O más bien,
éste no las tiene todas. Y como si fuesen partes de un
lenguaje muy antiguo y oscuro para el hombre, las pocas
palabras de la infancia son consideradas una lengua muerta.
Ya no las entiendo. No puedo traducirlas a mi nuevo
lenguaje. El pupitre de entonces está ahora vacío.
Pero me acerco, y puedo, entre sus rallajos y dibujos
ya arcanos y longevos, leer: "Hola". La más eterna
de tus bienvenidas.
El sonido del bolígrafo al caer de repente sobre la mesa
ha detenido bruscamente la ruta de mi corazón, devolviéndome
a este continuo pretérito. Sin embargo, él está ahora actualizado.