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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 10 de mayo de 2024

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De oficinas y ropa interior

 

Habiéndose despertado somnoliento y con resaca después de un ajetreado fin de semana, Thomson se dispuso, como cada mañana de otoño, a decidirse entre el traje marrón o el gris. Pero cuál fue su decepción al encontrase los dos en el cesto de la ropa sucia. Por suerte estaba acostumbrado a esta clase de contratiempos, ya que la pulcritud y el orden no eran sus principales virtudes, así que decidió olisquearlos para comprobar cuál era el menos sucio.

Tenía menos de 30 años y hacía seis meses que vivía con su amigo Pablo en un piso de una habitación en el barrio de Chueca. Aunque cada mes dormía uno en la cama de matrimonio y el otro en el sofá, ya se habían acostumbrado a que los vecinos les tomasen por pareja y la realidad era que cada vez había más hombres en su círculo de amistades, por lo que la esperanza de ligar se había disipado casi del todo para ambos. Resignados a su nidito de amor de solteros, todavía no habían descubierto dónde se encontraba la escoba, y las salpicaduras de aceite decoraban ya todos los muebles de la cocina.

Este mes a Thomson le tocaba dormir en el sofá, que era de dos plazas, y había pasado una mala noche intentando encontrar una postura adecuada sin que las piernas le colgasen demasiado. Llegaba tarde y no le dedicó especial atención a la tarea de escoger el traje, así que sacó apresuradamente el marrón del cesto y se lo puso. Como la corbata era de clip, no le llevó mayor dificultad ponérsela. Descubrió con alegría que se habían dejado media cerveza la noche anterior en la nevera y se la terminó con ansia, lo que le produjo un leve mareo.

Thomson era informático en una empresa de mensajería, y se dedicaba al mantenimiento de todos los ordenadores de la segunda planta, por lo que se sentía frustrado por tener que llevar traje cuando se pasaba la mayor parte del día agachado entre los cables, si bien esto le permitía poder observar más de cerca las cuidadas piernas de la de recursos humanos. Pero lo que Thomson no había advertido era que al coger el traje de forma tan apresurada, unos calzoncillos traviesos y muy usados se habían colado en la pernera de su pantalón y ahora asomaban una puntita al lado de su tobillo. Como los calzoncillos eran amarillos con pequeños tréboles pintados, no pasaban desapercibidos a la vista de la gente del metro, que miraba a Thomson con verdadera curiosidad y procuraba no sentarse muy cerca de él. No estando acostumbrado a llamar tanto la atención, ya que no destacaba precisamente por su buena planta, pensó que debería haberse lavado la cara antes de salir de casa.

Según andaba por la calle, la fuerza de la gravedad hacía de las suyas con los calzoncillos de Thomson, y ya llevaba la mitad colgando cuando llegó a la oficina.

Pasó buena parte de la mañana entre cafés y conversaciones de ascensor, de suerte que nadie advirtió nada raro en su apariencia, cuando le destinaron a la quinta planta de forma excepcional, a ver si se hacía con un virus que traía de cabeza a toda la plantilla informática. Era esta una planta donde sólo trabajaban mujeres, por lo que Thomson accedió con la mejor de sus sonrisas.

Llevaba más de una hora sentado frente al ordenador, sudando, con las mangas remangadas y la corbata de clip desabrochada encima de la mesa, cuando un leve murmullo de risas femeninas alcanzó sus oídos. Estas fueron haciéndose más audibles a medida que tecleaba. Thomson no era especialmente curioso en materias ajenas, por lo que no prestó atención al movimiento que se estaba generando a su alrededor. Fue durante un hondo suspiro cuando levantó la cabeza y se percató de que se había ido formando un disimulado corro de mujeres alteradas en torno suyo. Estas le lanzaban miradas furtivas, hablaban susurrando y se dirigían sonrisas de complicidad mientras el pobre infeliz reconocía perplejo los calzoncillos que le regaló su madre hacía dos navidades en las manos del bellezón de recursos humanos, que los exhibía triunfante. 

Thomson notaba los charcos que se estaban formando en su camisa y los goterones que le caían de la frente. Por no hablar de su fuerte propensión al rubor. Intentando disimular, se desabrochó los pantalones para comprobar que, en efecto, llevaba algo debajo. Entonces, ¿cómo era posible?. Avergonzado, cabizbajo y apresurado en exceso, salió del edificio y decidió no aparecer por allí durante el resto de la tarde.

El desafortunado Thomson nunca supo si se había adivinado quién era el dueño del objeto que estuvo en boca de toda la plantilla hasta las vacaciones de navidad, pero desde entonces tiene dos cestas de ropa sucia en el salón, una para calzoncillos y la otra para todo lo demás.

 

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