Ir al contenido

Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 10 de mayo de 2024

Inicio | Revistas culturales

Dos relatos

 

Sábados

 

Odio quedarme en casa los sábados por la noche.

Sobre todo cuando la goma de las medias me presiona en los muslos y noto la tela de la falda bailando en mi cadera.

Odio quedarme en casa los sábados por la noche, aún más, si hay luna llena.

Y, especialmente, odio quedarme en casa los sábados por la noche cuando mil y una razones me dan la vuelta al estómago y hacen que respirar me cueste un segundo más de lo acostumbrado. Se anuncia el nacimiento de la angustia, y yo no la quiero gorda y sonrosada sentada en mis rodillas, no la quiero pataleando feliz mientras me inmoviliza contra el sillón.

La angustia no es un mal que se cure con reposo. Pero ya no soy una principiante. Sé las medidas que tengo que tomar.

La angustia se pasa con un vaso de vino en un bar de Lavapiés.

La angustia desaparece en medio del humo de la sisha.

La angustia se conjura con la carcajada de un amigo.

Pero eso ocurre en las ciudades con terrazas que nacen en enero y en marzo ya están morenas, en ciudades donde la gente sabe pronunciar mi nombre y seguir el ritmo con las palmas.

Aquí, en esta ciudad fría con nombre de película y esculturas de Roky, no hay vino, ni sisha, ni amigos.

El mundo está loco. Este  mundo está loco. Pero yo tengo que vencer a la angustia antes de que ella acabe conmigo.

He descubierto que el viento helado en la cara ayuda. Casi tanto como andar sin rumbo por calles desconocidas que un mayor componente de racionalidad en tu cerebro te haría evitar. He descubierto que la "ñ" es una gran aliada: "¡EspaÑa es la caÑa, coÑo!. He descubierto que tararear rumbas en tu mente y sonreír sola mientras sigues andando y la gente te mira como si estuvieses loca, hace que te sientas mejor.

Y sobre todo, he descubierto que la presión de unos labios sobre tus labios, que la intromisión de otra lengua en tu boca, hacen que te olvides de niñas rollizas clavándote los codos en los pulmones.

Ya sabía que no era una buena idea. Pero el aire ya no me cortaba en las mejillas y las baldosas de las aceras conocían de sobra el sonido de mis pasos. Repetir ÑÑÑÑÑÑÑ y arrancarme a dar palmas en mi habitación, sólo conseguían ponerme nostálgica. Y la angustia engordaba, engordaba, engordaba aplastando la boca de mi estómago.

Sus labios, un poco más gruesos de lo habitual, un poco más suaves de lo habitual, un poco más fuertes y diestros de lo habitual, sorprendieron a los míos en medio del llanto y de repente la niña gorda desapareció. No cabían los dos encima de mi cuerpo, y cuando él se tumbó sobre mí, su peso dulce y reconfortante, copó todos y cada uno de mis milímetros. No había sitio para los dos, y cuando él apoyó la cabeza en mi pecho mi corazón expulsó cualquier distorsión para que sólo quedase música para acunarle.

 

*

*

*

*

*

*

 

Odio quedarme en casa los sábados por la noche.

Sobre todo, cuando la piel aún me arde a la altura del cuello y de los muslos.

Odio quedarme en casa los sábados por la noche, aún más, cuando parece que va a dejar de llover.

Y, especialmente, odio quedarme en casa los sábados por la noche cuando mil y dos razones me dan la vuelta al estómago y hacen que respirar me cueste dos segundos más de lo acostumbrado. Cuando mariposas podridas viven dentro de mí y la angustia juega a anudarme la garganta a los pulmones. Cuando esa niña obesa no me deja decidir si es mejor odiar o besar de nuevo.

 

Maniquí

 

Dos días, cuarenta y ocho horas,  dos mil ochocientos ochenta minutos, ciento setenta y dos mil ochocientos segundos, quién sabe si un par de décimas más o menos. Todo ese tiempo has tenido los ojos azules y hoyitos en las mejillas al sonreír. Todo ese tiempo has necesitado inclinarte para besarme y has abarcado mi cuerpo entero con tus manos.

Durante dos días te he mordido en unos labios gruesos y jugosos, y tú has jugado en mi ombligo con una lengua suave.

Durante cuarenta y ocho horas he podido acariciarte y dibujar espirales con las uñas sobre tu pecho.

Durante dos mil ochocientos ochenta minutos he arañado tu espalda y te he dejado buscar flores escondidas en mis recovecos.

Durante ciento setenta y dos mil ochocientos segundos he impregnado tu piel con olor a vainilla.

Por fin, ha caído el velo y has vuelto a desaparecer.

Una vez más mis alas se queman y mis esperanzas van perdiendo altura.

Ojalá las mariposas pudieran huír del fuego y yo fuera capaz de dejar de buscarte en cada sombra. (Parece que ambas compartimos la pasión por las rosas y ese instinto fatal que nos lleva a la muerte).

Porque sigue habiendo ojos azules y sonrisas, pero tú ya no respiras en ellos.

Primero perdieron el punto de locura que brilla al fondo de tus pupilas como un faro que guía a la carcajada, y, sin tu irracionalidad bailando en sus terminaciones nerviosas, no podían quedarse tu dulzura y tu luz.

Descubierto el engaño, sólo necesito quinientas noches para recuperar cada uno de tus gestos y desligarlos del cuerpo que no te pertenece.

Todo lo que sea tuyo, lo quiero para mí, aunque sea así, sin forma. Aunque la próxima vez tengas los ojos negros y las pestañas aún más negras, como broches de azabache.  

Comentarios - 0

No hay comentarios aun.


Universidad Complutense de Madrid - Ciudad Universitaria - 28040 Madrid - Tel. +34 914520400
[Información - Sugerencias]