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Viernes, 10 de mayo de 2024

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Varios son los alonsos de hazañas...

 

Varios son los alonsos de hazañas quijotescas que pululan por las páginas de la tradición española; y varias las dulcineas que a ellos acompañan, con otros nombres éstas y a veces sin ellos.  Para no perder al lector en estas líneas pongo mis cartas al descubierto; no surgen éstas sino del pasmo al escuchar que anda una tuneladora horadando nuestros suelos bajo el nombre de Dulcinea, "la tuneladora más grande del mundo".Y me pregunto, ¿cómo hemos llegado a brindar este homenaje? Pues, si en el año 2005 se halló buena excusa para celebrar la obra cervantina, bajo el nombre de su protagonista, de Don Quijote, no podía ser menos que su amada, no Aldonza tan de carne y hueso, sino su Dulcinea, fruto del más puro espíritu quijotesco, recibiera igualmente un merecido homenaje.

En el episodio de las tres labradoras, cuando el Caballero de la Triste Figura supone estar frente a su amada, se encargan las aldeanas de desvanecer para el lector cualquier atisbo de un romanticismo del que la figura de Dulcinea hubiera podido beneficiarse: "Vayan su camino e déjenmos hacer el nueso, y serles ha sano (...) ¡Tomá que mi agüelo! ¡Amiguita soy yo de oír resquebrajos! Apártense y déjenmos ir, y agradecérselo hemos" (cap. X). Este episodio se hila a continuación de las reflexiones que acompañan a Sancho en el camino al Toboso. Que sea su amo loco ya no es novedad para él, el que se plantee que él mismo lo sea en grado semejante le salva de esa locura por la duda. La burla y mentira pergeñada frente a las tres aldeanas le alejan cada vez más de las ambiciones de su amo, y así, ese episodio nos sirve de puente para entender la distancia entre la Aldonza del pueblo y la Dulcinea mujer-princesa ideal.

Los guiños a la obra de Cervantes los encuentro, rindiendo sus honores a Don Quijote, sin aniversario de por medio, en algunas creaciones posteriores. Así, encontramos un Alonso Gutiérrez  que abre las aventuras de Gabriel en los Episodios Nacionales. Es don Alonso un capitán de navío retirado de servicio, al que le costaba mover la parte derecha de su cuerpo; dispuesto, a pesar de ello, a participar en la batalla, desde el principio perdida, que ya se esperaba frente a los ingleses en Trafalgar. Es la esposa de este viejo marino una doña francisca que nos da cuenta de las más diversas batallas de su marido, desde la Habana a Gibraltar, pasando por Tierra de Fuego y Argel y alguna que otra remota ínsula. Es presentada como dama de noble origen que parece rendir honor a su procedencia, pero cuyo carácter se ha ido agriando a base de las ausencias de su marido. Se presenta al lector como original pacifista ("...si todos pensaran como yo (...) todos los cañones se convertirían en campanas.", cap. II). Ante esta predisposición tiene que escapar Alonso de su mujer y de su hija, a escondidas y de noche, como escapa el primero de los quijotes de su ama y de su sobrina. Así que no sería posible encontrar un paralelismo de dulcineas, pues si alonsos hay varios, no comparten las damas que les acompañan el mismo nombre, tal vez porque a los alonsos que voy a referir les acompañan mujeres en las que no cabe ya romanticismo posible de tan vivas que están. Es de hecho doña Francisca la que nos da cuenta directa de la locura de su marido, y reconoce ella además la desgracia de su vida ("Esto no es vivir, [...] Dios me perdone" cap. II).  Sólo en su hija, Rosita, encontramos algo de un amor cortés, de la dama que espera y, al fin, se desposa con el marino que lucha junta a su padre en la misma batalla.

Sin querer teorizar acerca de qué tenía Baroja en mente, nos encontramos un alonso por las calles de Madrid, Alonso de Guzmán Calderón y Téllez, en otros tiempos contorsionista y trapecista, que se nombra a sí mismo director de un circo ecuestre, pues era hombre de estudios; en ese puesto, como buen caballero andante, recorre el mundo, librando diversas batallas que le condenan al fin a deambular por las calles del Madrid de Baroja con un fonógrafo en la mano. Hay una rosita que le acompañó algún tiempo, mujer de ojos verdes, pero no hay más romanticismo que esta exigua descripción. Nos dice este Alonso que, si bien ha tenido mujeres, no pretendió nunca tener mujer. Y esa es la más viva muestra de la mujer en Baroja, las que casi no tienen nombre porque duermen medio desnudas, todas juntas en el patio de algún corralón.

¿Qué nos devuelve ahora a la antigua Dulcinea que pretende arrollar al paso de cualquier caballero andante? Tal vez el espíritu quijotesco de la época, inevitable para dar cuenta de un progreso que así conquista, de una vez, algún ideal que la obra del siglo XVII nos obligó a contemplar siempre como derrota o victoria de loco.

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