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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 10 de mayo de 2024

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El universo novelístico

 

Apuntes para una teoría de la ficción I

 

Una novela que se preste a ser considerada como obra de arte debe cumplir la condición de crear su propio Universo, paralelo a nuestro universo real. Cuando una novela narra una historia, esa historia no debe ser simplemente un caso más de nuestro universo, no debe ser un espejo con el que el escritor refleja su propio contorno de un modo completamente natural; al contrario, por muy semejante que sea al nuestro, el universo de una novela debe ser propio y consistente, con un pasado, un presente, e incluso con un futuro igual de incierto que el nuestro (ni siquiera el propio autor sabe con exactitud qué le deparará el futuro a los personajes de la historia que está narrando). El universo de una novela debe poseer la misma aspiración a ser <<real>> que ostenta nuestro propio universo. Debe por tanto ser verdaderamente un mundo posible, más que posible, un mundo que simplemente no existe efectivamente porque no es el nuestro. Las novelas de ciencia-ficción y de fantasía son el ejemplo por antonomasia de esa necesidad de crear un universo consistente y coherente.

Es cierto, sin embargo, que todo universo novelístico debe encontrarse limitado en algunas regiones. Su Historia no puede alcanzar las dimensiones de nuestra propia Historia, sería prácticamente imposible que un autor creara su propia Historia universal de principio a fin; incluso en el caso de que su universo sea lo más semejante posible al nuestro y comparta nuestra Historia, el autor ha debido modificar en algún punto nuestra Historia para introducir la suya, y entonces el universo de la novela se vería limitado a esas modificaciones. Un autor no puede crear un universo novelístico de la nada, sin patrones de medida, sin preceptos. La Sociedad y la Historia inclinan la creación hacia ciertas pautas o modelos, y el propio pasado vital del autor le otorga una información y unos recursos de los que no puede desembarazarse en el <<momento>> de crear la novela. Pero esta limitación del universo novelístico no es suficiente para minusvalorar su gran elaboración, la cual es necesaria para que toda novela sea considerada como obra de arte.

¿Dónde está la diferencia, entonces, entre el universo de la novela y el propio universo del autor? (exceptuando, claro está, la diferencia proveniente de la efectiva existencia). En  cuanto a grado de realidad, no tenemos derecho, en principio, y con lo que respecta a verdaderas obras de arte, a decir que el universo de la novela es menos real que el universo real, pues ambos son igual de consistentes y de posibles. La diferencia debemos buscarla dentro de un plano histórico-temporal, del que deriva un plano ideológico-cultural. Del devenir histórico en el tiempo novelístico de los personajes literarios se deriva un devenir cultural que responde a las personalidades que esos personajes vayan conformándose a lo largo de sus acciones y de sus experiencias, de tal modo que la cultura del universo novelístico cambie conforme se transforma, o es transformada por sus personajes, su Historia, conformando con ello una Historia y una Cultura o Ideología propias del universo novelístico, y diferente por tanto de las nuestras.

Las diferentes situaciones y las experiencias narradas en una novela, por pertenecer a la realidad ontológica intermedia de la ficción, no poseen espesor, son frágiles, no se sostienen en una experiencia real, sino que podrían ser consideradas como una suerte de fantasmas que planean sobre (o, más concretamente, debajo de) nuestra realidad ontológica y dibujan sus perfiles en nuestro universo, estando presentes y no presentes al mismo tiempo, perteneciendo y no perteneciendo a este mundo. Obtienen la mayor parte de su sentido de esta realidad, pero al conformarse como un universo paralelo se independizan de ella y conforman de ese modo una realidad sin anclaje, sin espesor, sin cimientos, sostenida únicamente por la propia memoria de la humanidad, recibiendo de ella su ser. El universo novelístico no tiene espesor - pero no tener espesor no significa o no implica necesariamente no tener profundidad, no tener insistencia.

El tiempo de la novela transcurre en su propio universo sin espesor, sin anclaje empírico, en un cierto tipo de pasado que no se sitúa exactamente en nuestra línea del tiempo; las acciones narradas no ocurrieron, con propiedad, ayer, hace un mes o hace doscientos años, sino que ocurrieron in illo tempore, esto es, en un tiempo sin espesor existencial, con un pasado delgado y un futuro aún más delgado, dentro de una linea temporal sin un comienzo ni un final en nuestro tiempo. Sin embargo, ese tiempo sigue poseyendo una insistencia, un peso histórico, ideológico, e incluso semántico, que se explicita en cada acción llevada a cabo por los personajes y que hace explotar sus consecuencias incluso en nuestra propia realidad. La novela narra un pasado lejano, casi desanclado del presente - pero nuestro presente no está desanclado de él, y de ahí recibe parte de su importancia. La novela nos sitúa en un pasado lejano que va a repercutir en un presente, que lo va a hacer estallar - ¿y quién dice que ese presente no sea el nuestro? El universo novelístico no se despliega en el tiempo, como una Historia ya fijada, ya determinada o destinada, pues ninguna Historia tiene esas características; al contrario, no es el universo novelístico, sino su propia esencia, su propia insistencia, la que se despliega existencialmente en un tiempo que no es el cronológico, el de segundos, horas, meses y años, sino un tiempo sin tiempo, cuyo despliegue o cuya explicitación hace estallar el acontecimiento real en un instante determinado.

La Novela es una Muerte, y esa muerte le viene dada por el punto final. Ningún personaje seguirá existiendo más allá de ese límite. Su tiempo existencial está encerrado en esas páginas, otorgado por el autor pero también eliminado por su pluma asesina. La última página siempre está escrita con sangre, con la sangre de los personajes que han vivido hasta ese momento: ningún autor puede escribir sin tristeza esa última página, sin sentir que está cometiendo el mayor de los asesinatos. Pero esta transformación sólo puede darse ante los ojos de la Sociedad. Aquí falta por formularse una pregunta, el problema no ha sido planteado en todos sus matices dramáticos: ¿para quién muere el Quijote en la primera parte y no reaparece idénticamente en la segunda, para quién desaparece Macondo? La respuesta es tan clara como significativa: para nosotros, los lectores. El punto final es una Muerte porque produce la pérdida del vínculo que hasta ese momento nos unía con la Novela, aleja los universos paralelos y los obliga a continuar existiendo al margen del otro. ¿No es igual de cierto que el Macondo de Cien años de soledad es el mismo que el del resto de novelas de García Márquez? Es el mismo, y a la vez no lo es. Para nosotros no lo es; pero para los habitantes del universo creado por García Márquez está claro que sí lo es, pues su Historia es la misma, es un continuo temporal. Los libros están conectados entre sí, hablan unos con otros y unos de otros, pero para nosotros esa conexión siempre tiene que atravesar por nuestro universo, y ahí es donde se da la transformación, donde la vida deviene destino, la duración acción teleológica y el existir una Muerte anticipada. Como lectores que alcanzan ese punto final obligamos a los personajes de la novela a no ir más allá, a no poder franquear ese límite y a quedar encerrados entre el punto inicial y el punto final. Desde ese momento, toda acción está determinada, necesitada a repetirse igual incansablemente, todo suceso obligado a encaminar a la Historia hacia un final que cierra su significado, y toda existencia encaminada a una muerte segura - el eterno retorno de lo idéntico cantado por la serpiente y el águila...

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