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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 10 de mayo de 2024

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Gramática y aburrimiento

 

Seguramente se pensaba el lector de este escrito que iba a hablarle de lo aburridas que resultan las clases de gramática o algo parecido, aunque supongo que si se ha puesto a leerlo es porque no sabía del todo de qué iba a hablarle y le picaba un poco la curiosidad de lo que esas dos palabras juntas podían significar, quizás con la débil esperanza de que yo hablara de eso que está ahora mismo sintiendo que la unión de esas dos palabritas significaba.  Nunca se sabe, pero aún queda alguna esperanza, puesto que todavía no me he puesto a hablar del asunto.

La adquisición de la gramática de la lengua de la que es uno nativo (aquella de las del universo mundo que le haya tocado) es un proceso que dura desde los primeros balbuceos infantiles -aquellos que las películas nos dicen que los papás tratan de interpretar ansiosos como de boca de una sibila- hasta algo así como los siete años, edad en la que normalmente el niño ya conoce todos los mecanismos de su lengua y los utiliza con bastante precisión.  Desde el momento en que el niño ha alcanzado este conocimiento subconsciente de la gramática, nada nuevo le queda por aprender en este mundo, por lo menos en lo que a su gramática se refiere.  Largos años todavía le costará hacerse con el dominio de la mayor parte del vocabulario que los adultos utilizan para su sorpresa y espanto, pero esto son sólo palabras nuevas que se añaden a un esquema ya conocido: esa estraña parte de la gramática que es el vocabulario.  La capacidad de aburrimiento de un niño depende del dominio que haya alcanzado de su lengua.  Eso es lo que queremos hacerle sentir al lector. 

Desde luego que uno de esos adorables bebés que a lo más que llegan es a decir "babababa" o "abababa" no se aburren nunca.  Desde luego que no: un niño de éstos no conoce el aburrimiento, sino el sueño.  Y ésta es la principal característica del aburrimiento: que para tenerlo tiene uno que saberlo.  Es imposible estar aburrido y no darse cuenta.  Quizás pueda uno disimularlo, hacer cosas para no pensar en lo aburrido que está, coger el coche, poner la tele, llamar a la ex,... pero al final uno acaba confesando y rindiéndose ante la evidencia: está aburrido, más aburrido que una ostra.  Intenta hacer cosas, pero nada le apetece, se cansa pronto y vuelve a vagar de un lugar a otro en busca de algo incierto que le libre de aquel estado de horror constante.  Y ésta es la otra cara de la moneda: que sólo lo inesperado libra del aburrimiento.  Uno tiene que acabar rindiéndose como sea al estado de tedio y dejar de buscar lo inesperado y sólo entonces, milagrosamente, el aburrimiento desaparece.  En el preciso istante en que nos habíamos rendido a él, algo inesperado surge, una flor en el desierto, una chispa que llena de luz la oscuridad o de sombras la luz. 

Pero es que uno sólo se aburre cuando todo lo que le rodea le resulta demasiado familiar, cuando tiene la sensación de que todo su mundo se lo tiene ya sabido, y esa sensación sólo puede tenerse (y se tiene) en el momento en que uno ha conseguido dominar la gramática de su lengua.  Desde ese preciso istante ya nada de lo que suceda en el mundo será insospechado: todo se ajustará a la estructura temporal, modal y aspectual de su idioma, todo se presentará bajo un nombre y un concepto correspondientes.  Aquel su mundo mágico de infante que recuerda borrosamente a través de sus lentes gramaticales, aquel paraíso de indefinición, posibilidad infinita y sentimiento salvaje, ha quedado mortificado por el idioma que lo haya sometido a sus categorías.  Desde ese momento, el mundo ha de aparecer como algo necesariamente aburrido y el niño dirá entonces "me aburro" en primera persona singular del presente de indicativo y será ya una persona, un adulto entre los adultos.

 

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