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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 10 de mayo de 2024

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De la pérdida del juicio (II). Sócrates

 

Aquella tragedia cuyo personaje central, rechazando su propio carácter y desen-tendiéndose de sí mismo, deviniera en un no-personaje tal que ni sufriera como un héroe ni fuera condenado por su villanía, habría dejado por ello mismo de ser una pura trage-dia: haciéndose el tonto con respecto al destino que la historia le deparaba, tal contra-protagonista no sólo figuraría en ella como una suerte de histrión de sí mismo, sino que, negándole a ésta el hilo de la voluntad con el que ensartar debidamente las cuentas de las hazañas y los infortunios, dejaría a su vez al azar el lugar del des-encadenante del ritmo de la obra, en la cual los acontecimientos vendrían así a sucederse de manera for-zosamente cómica. Tal contaminación de la tragedia por la comedia encuentra en la ironía no una especie de género dramático mixto, sino el único recurso viable que le queda al contraprotagonista para interactuar y dialogar con los otros personajes que, satisfechos aún con sus papeles, siguen cuadrando en la escena y contando para la histo-ria. Pero ha de distinguirse esa ironía que brota de los márgenes de la representación de cualquier otra que pudiera proferirse en su interior: lo que Hamlet hace, por ejemplo, cuando más olvidado anda de sí mismo, no es, sin más, dar a entender algo al soslayo y por el través de las significaciones literales; lo que hace, más hondamente, es revelar el soslayo mismo que, hurtándose tras ella, subyace en toda pretensión de significación.

Hasta qué punto también Sócrates, ese otro gran ironista reconocido, ha perdido el juicio se hace evidente con sólo atender a la exposición de la que, según él, ha sido la primera causa de su procesamiento al margen de la acusación formal: ir por ahí razo-nándole a cada cual que nada significativo hay que los hombres sepan o puedan saber. No es que Sócrates haya perdido este juicio concreto al que Atenas creía someterlo, sino que ya de antemano había dado él por perdido el Juicio mismo: de ahí que no se emplee en la defensa de su propia inocencia ni asuma tampoco culpa ninguna. Mas, ¿a qué vie-ne entonces la broma de reclamar una especie de pensión vitalicia con cargo a los fon-dos públicos? Percíbase ahora la seriedad del juego: pues, ¿qué otra cosa merecería quien nunca persiguiera su bien privado? Lejos de ser gratuita, la ironía es aquí la forma que necesariamente adopta la expresión del particular encubrimiento manifestado, a saber, el de la vuelta y revuelta de lo expresamente asumido por los interlocutores a través de los tácitos abismos de lo para ellos intolerable, eterna doblez desplegada en dos sentidos tan inversos como complementarios: 1) voluntariamente -convencido de que hace lo que quiere- hace el bien quien, movido por la misma voluntad pero ya for-zadamente -obligándose a hacer lo que de entrada no quería y haciéndolo así por deber-, se pone también a cometer maldades; y 2) sin ninguna intención aparente -creyendo que sabe lo que hace- obra el mal quien, con igual inocencia -por puro azar-, obra el bien. Eso de que nadie hace el mal a sabiendas y de que sólo el bueno es capaz de come-ter maldades (eso de que el mismo es el bueno y el malo) no es, por tanto, una ironía que musite por debajo de sí misma una verdad latente por descifrar, sino que es la directa delación del carácter esencialmente indirecto de la maniobra mediante la que el bello y buen ciudadano con el que en cada ocasión se hable logra sus propósitos: creyendo éste que sabe lo que hace, cree por lo mismo que hace lo que quiere, esto es, su propio bien particular, cuando todo lo que en definitiva logra es colaborar en la maldad general, de la que el falaz ajusticiamiento de Sócrates, por cierto, no es más que un caso singular.

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