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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 10 de mayo de 2024

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El síndrome del estafado

 

Hasta los catorce o quince, llevé agarrado a los tobillos ese lastre de culpabilidad y modestia que dan los colegios de monjas. Eso y una orla donde apenas se distingue una dentro de esa tribu de chicas idénticas en sus uniformes azul marino. Proyectos de mujeres católicas y abnegadas para los sueños cercanos y agnósticas resentidas a largo plazo. Con las faldas tableadas remontando los gemelos y el cabello largo oscuro tocado con una diadema dentada de color blanco. Novicias en miniatura. Tardé diez años más después de haber dejado el colegio en desprenderme de muchas ideas que las monjas entienden como bendiciones, cuentan como leyes e inoculan como amenazas.

Demasiadas patrañas que mantuve mucho tiempo sin atreverme a cuestionar. Y aun así, nunca me he lamentado de haberlas creído, porque como buena infeliz que perdió la seguridad en todo cuando perdió la fe, siempre pensé que por haber sido aquella niña soy ahora mejor persona.

El domingo a las doce, después de salir del confesionario, era el único día de tu vida que corrías a la cocina y con una de esas sonrisas llenas de dientes de leche le decías a tu madre: "¿Pongo la mesa, mamá?". Y esa vocecita de roedor descendía aún dos escalas más en el registro tonal hasta igualar el timbre que habían de tener los mártires de Herodes. Era el único día que comías casi todo, que no había quejas ni caprichos, que entrabas en el pijama antes de tiempo, y el transcurso de la jornada se convertía en una gincana donde tras cada esquina y dentro de todos los cajones desestimabas una vez más las posibilidades de pecar. Y llegaba la noche y rezabas con gusto (tantas otras veces era con desidia y arrastrando los bostezos), y porque eras un niño y el sarcasmo no estaba al alcance, pero podrías haber chillado: "¡Mátame, Dios, mátame ahora! Que tengo el alma más blanca que las plumas de un arcángel".

Viví del miedo, no lo niego. Viví un año entero pidiéndole a Dios que no me llamase para ser monja después de que la madre nos dijera que era él quien escogía a sus discípulas. ¿Y qué más iba a pedirme? Si yo ya era el germen de la inocencia atada a mis tres Salves nocturnas...

Una noche recé llorando y se curó, y el coche de mi padre no nos dio ningún disgusto porque mis oraciones avalaban nuestra supervivencia. Todo estaba zanjado tras persignarme, al menos mi parte del trabajo. Y nunca desconfié de que Dios no cumpliese con eficiencia su parte del trato. Sólo Él sabía por qué en otras partes del mundo las cosas estaban hechas un asco.

Y nada tiene que ver romper con Él con dejar de ser piadoso ni educado. Cuando un día ya te levantas y sabes que toda la miseria de más allá de tu alféizar puede entrar, porque no hay barrera divina en torno a ti que te vacune el futuro. Y hace siglos que lo sabes, pero no tenías coraje: "Ya basta, no estás, porque cuanto más busqué menos he hallado". Y he aquí el desenlace de los que creímos tan hondo a los ocho años que ahora apenas podemos creer en nosotros mismos, porque delegar la responsabilidad a estas alturas en un ser tan caduco y tan voluble es como que a un granjero le pidiesen que dirigiese Microsoft. Y habrá algún siglo que se estrene sin abetos ni Reyes Magos y se estrenarán hordas de niños que crecerán más confiados porque no les abrieron la vía para creer en nada invisible. Ya empezó. No hace tanto. La generación de los escépticos. Si tuviese que dar un nombre a la época venidera, sería ese, por mucho que la fe sólo haya cambiado de contratante buscando el recurso y el alivio en el progreso o en la ciencia. Cuando esto pase, cuando muera el último que sufrió los mayos de un colegio franciscano, el último que a los nueve años durmió con una estampa de la Inmaculada entre las manos, el último que pidió a Dios que redimiese a su cocker spaniel, la verdad, me pregunto a qué alevosa esperanza se van a agarrar para poder culparla de adultos.

Tuve miedo y me engañaron, pero seguí siendo piadosa. Fui timada, no lo niego. Y después no sentí culpa por desnudarme en camas donde no rezan, ni por ser una soberbia mentirosa en Infoempleo, ni por hallar tan amenos los rumores dañinos. De todo eso me curé, porque casi todos los que creímos tanto terminamos recortando esa moral a nuestra talla. Y quince años después de aquellas tardes en la capilla con olor a agua bendita (tenía olor con ocho años, lo prometo) y de encender velas a los pies de un santo, salieron benditos y cabrones hacia todas direcciones. No garantiza adultos solventes y no voy a conceder el privilegio.

Pero nada me va a salvar de que nunca más habrá una época en la que me acueste y me arrope y crea que todo estará bien mañana porque yo lo he suplicado, que quiera ser competente sólo por deferencia a un ser supremo, que crea que las desgracias se me recompensarán con creces y que sea yo de los que hereden la Tierra. No hay valiums en el mundo para igualar esa calma.

Y es de ingenuos y ya no lo creo, pero no puedo evitar desearlo. Sigo esperando que alguien, Stephen Hawking, me dé la coordenada exacta en la que un Dios ocioso sabe todos los motivos de por qué nos engañaron y encontramos la traición tan placentera.

 

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