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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Domingo, 12 de mayo de 2024

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Game over

 

Clavo la rodilla en el suelo y paso la yema de los dedos por el asfalto empapado, justamente en el mismo lugar en el que mi compañero ha caído. Me pongo en pie y huelo el líquido espeso que acabo de tocar. No hay duda, es sangre. Dos está acabado. Cualquier hálito de vida que pudiera haber en su interior sin duda se ha esfumado. Esa maldita cosa se ha encargado de ello.

Miro hacia arriba. La luna argéntea ilumina las ruinas de lo que antes era una poderosa capital, ahora reducida a escombros por causa de la interminable guerra. Estoy yo sólo en medio de la nada. En el anterior puesto de mando perdimos a otro de los nuestros, abatido por uno de esos asquerosos seres que nos tienen cercados. Maldita sea.

Sé cuál es la situación. Soy el único que sobrevive para sacar adelante esto y no queda otra. No hay nadie más que pueda ayudarme en mi empresa, a pesar de que antes éramos cuatro. Cuatro contra un millón. Y ahora únicamente uno.

La meta está cercana, detrás de ese descampado. Pero para llegar a ella he de vérmelas con mi destino. Parece mentira. Yo, el más fuerte de mi clan, siempre ignaro en el miedo, ahora, aquí, en la soledad del holocausto, por fin conozco el significado de esa palabra.

Respiro hondo. He de continuar avanzando. Exploro la pistola que mis robustas manos sostienen y que me proporcionaron en Ciudad Alfa, al comenzar la misión. Aún me queda munición, aunque no sé si será suficiente. Esperemos que la lluvia no haya perjudicado el mecanismo del arma.

Doy un paso al frente y abro mis oídos al máximo. No se escucha nada. Solamente el colisionar de las últimas gotas sobre la piedra. Todas las fibras de mi cuerpo están listas para saltar como una leona sobre su presa cuando oiga el más mínimo gruñido. Sigo hacia delante, ocultándome entre los enormes trozos de edificios desprendidos de las alturas a causa de las explosiones. Me parecen túmulos que celan toda esperanza humana. Al fondo, al este, veo lo que parece una iglesia. He de llegar a ella sea como sea. Calculo que desde mi posición hasta la suya puede haber unos quinientos metros. Eso para mí es papilla. Sonrío, porque soy capaz de recorrerlos en menos de diez segundos. El problema es otro y procede de otro planeta.

"Vamos allá", pienso. Avanzo unos metros y entonces lo escucho. Un gruñido inconfundible que penetra en mi ánimo como un cuchillo en el pan de molde. Me temo que ya están aquí. Trato de esconderme detrás del escombro más cercano que aprecian mis ojos. Agazapado, recargo la pistola de megaprotones y al poco rato asomo medio cuerpo para enfocar bien el tiro. Entonces es cuando los veo a ellos y ellos me ven a mí. Por fortuna nada más que son seis. El más lejano está en la puerta de la iglesia, a mi norte, haciendo guardia. Los otros cinco se encuentran dispersos a lo largo de toda la explanada, aunque entre ellos y yo hay múltiples obstáculos que me impiden apreciar sus movimientos con claridad. Pero aun así tengo ventaja, porque mi intuición es mucho mayor que su furia. El más próximo a mí se encuentra a unos cincuenta metros al oeste. Creo que desde aquí puedo alcanzarle.

Disparo y no fallo. Rápidamente me agacho tras la roca y escucho, escucho atentamente. Del oeste vienen unos chillidos apabullantes que juzgo procedentes del que acabo de matar. Me asomo apenas y veo que los cuatro que quedaban en la explanada corren hacia el lugar en el que ha caído su compañero, que se retuerce de dolor en el suelo y regurgita algo verduzco por la boca. Al principio esta escena me daba asco y no podía frenar las arcadas, pero uno al final se va acostumbrando a todo.

Veo cómo mis enemigos se acercan estupefactos, buscando frenéticos algún homínido que devorar, conscientes de que tiene que estar por ahí cerca, sabedores de que ha sido uno de ellos el único que ha podido hacer eso. Pero son bestias idiotas. Pienso que si los flanqueo tal vez pueda alcanzarles con una granada de combak ultraproteica. No sé si funcionará, pero una cosa es clara: si me quedo en ese sitio es para esperar a la muerte.

Así que me pongo manos a la obra y con un rápido movimiento, casi una centella, salto hacia un lado a la vez que lanzo la granada hacia el contrario, al lugar exacto en el que están los cuatro orgoros observando el cadáver del que acabo de aniquilar. La explosión es brutal. Por suerte, he logrado resguardarme tras lo que antes era una esbelta columnata y apenas he sufrido daños. Sólo unos cuantos cascotes desplazados por la onda expansiva que me han golpeado en el casco y en el pecho. Pero por lo demás, todo ha salido correctamente.

Pasado un instante me pongo de pie. La humareda que ha producido la deflagración es espectacular y apenas puedo distinguir nada a mi alrededor. Noto que hay gotas de sangre en la visera de mi casco, por lo que mojo la mano en un charco del pavimento y me la paso por el cristal para limpiarlo un poco. La densa cortina de humo ya se ha desvanecido casi por completo y compruebo que tras ella no queda resto vivo alguno. Tal y como pensaba, los asquerosos invasores se han desintegrado, fruto del combak que contenía la granada. Al fin podía respirar tranquilo. Al fin podía ganar.

De repente siento como si algo me reventase las entrañas. Suelto un alarido de dolor que el eco se encarga de transportar hasta el infinito. Me doy la vuelta y allí está, detrás de mí, en todo su esplendor, gruñendo y expeliendo viscosidades por su vomitiva oquedad facial. Ha aparecido por sorpresa, de la nada. Yo no le he visto en ningún momento y por eso me ha cogido desprevenido. Aprecio que estoy sangrando en abundancia por un costado. Tal vez esa cosa me haya clavado su aguijón mientras yo estaba valorando las consecuencias de la explosión. A traición y por la espalda, como suelen actuar ellos. Mierda. La cosa ahora sí que está negra.

Apenas puedo moverme, pero logro ponerme en pie. El vientre me duele sobremanera. Imagino que pronto me reuniré con mis compañeros en el reino de las almas, que pronto volveremos a conversar sobre putas y alcohol, como solíamos hacer cuando podían respirar, mientras viajábamos a bordo del helicóptero que nos trasportó hasta Ciudad Delta. Con un brazo tratando de contener la hemorragia me acerco a la bestia, dispuesto a consumar mi venganza a toda costa. No puedo utilizar la pistola, pues sería tirar munición debido a la cercanía de mi enemigo. Es mejor entrar en el cuerpo a cuerpo. Por eso, acerco el único brazo de que dispongo al cinturón y extraigo el puñal ionizado. Yo ya no soy yo, sino la ira hecha músculo. El dolor, la impotencia y la frustración por el ataque me han convertido en un ministro de Satanás.

Corro hacia él blandiendo el cuchillo, con toda mi alma, pero el condenado bicharraco es escurridizo. Tal vez haya topado con el cabecilla de la tribu, que a diferencia de los demás -por eso es el líder- es inteligente. A pesar de que yo soy un experto con el puñal de iones, él está esquivando mis furiosos golpes, saltando de un lado a otro, asestándome cuando me desguarezco endiablados picotazos que terminan por debilitarme aún más. Es una lucha a tumba abierta en la que nadie es superior.

De pronto, siento mis músculos en tensión. Miro a los ojos al bicho y compruebo cómo su horripilante rostro se retuerce, se retuerce y borbotonea por su protoboca ese líquido que tanta repulsión me causaba. Al rato emana un chillido que hace explotar el aire, tan potente que incluso me obliga a arrugar el rostro, a mí, al hombre impasible ante el miedo y la hecatombe.

Saco el puñal de su pecho y la bestia se desploma. Es tan pesada que al caer siento retumbar el pavimento bajo mis pies, salpicándolo todo de agua, barro y sangre acumulada. Gotas de lluvia motean la visera transparente de mi casco y noto su espaciado repiqueteo sobre mí. No era normal que estuviera tanto tiempo sin llover. Arranco un jirón de tela de la indumentaria de la cosa que yace ante mí y limpio el cuchillo de iones del jugo asqueroso que ha adquirido al penetrar en su cerúlea piel.

He empleado las pocas fuerzas que me quedaban en este último ataque y si no hago algo pronto el juego se habrá terminado. Rezo todo lo que sé para que no aparezca ningún orgoro más en mi camino mientras me desplazo, muy lentamente, hasta los supervivientes soportales del sureste que me protegerán de la lluvia y me permitirán acaso morir en paz. Pero por suerte, mis oraciones dan resultado y allí, bajo el techo de hormigón del antiguo casino ya devastado por las llamas, rodeado de luces de neón medio fundidas que parpadean multicolores, encuentro mi salvación en forma de botiquín, semioculto bajo el lodo y la herrumbre oxidada. Lo abro como el niño que abre el regalo más deseado de su vida y mis ojos se iluminan. Tocaba vivir un poco más.

Mientras me inyectaba la salvación por mi vigoroso brazo caí en la cuenta de que cuando las cosas van llegando a sus últimas fases van siendo más complicadas. Nada más me quedaba una presa, pero mientras sentía cómo el líquido de la jeringuilla corría por dentro de mis arterias presentía que iba a ser una de las más duras de cazar de toda mi existencia. Sobre todo si tenía en cuenta que una pistola megaprotónica con el cargador medio vacío no era suficiente para acabar con el vomitivo extraterrestre que me atendía enfrente de la iglesia. Necesitaba algo más dañino, más grande. Algo que me propiciara acabar con él de un solo disparo, de una forma rápida y sencilla. Solamente un poco de sangre y vísceras, y ya está.

 Apuro hasta la última gota del bálsamo vivificante y me pongo en marcha. Decido volver al punto en el que me había quedado, a la columnata fatal en la que casi encuentro mi muerte. Cuando llego allí mis ojos perciben en el suelo algo que antes no existía. Me agacho y lo cojo. Donde todos habrían visto un rifle semitrónico de francotirador modelo U756/PPM yo estaba viendo al Mesías salvador. Tenía entre mis manos alta tecnología militar, precisión pura que me había llegado del cielo para traerme la paz. Me quito el casco y dejo que la lluvia alma me invada. El cazador y la muerte están preparados. Sólo falta la presa.

Me pongo de rodillas y agarro el rifle, casi acariciándolo, como se puede acariciar a una mujer recién besada. Las mórbidas gotas de lluvia machacan mi cabeza, me empapan de vida y esperanza. Lo pongo sobre mi hombro, cierro un ojo y coloco el otro delante de la mirilla. Allí está mi objetivo, paciente delante de la iglesia. Ahora puedo verlo más de cerca, más nítidamente. No sabe que tiene los minutos contados.

Transmutado en concentración, sitúo la cruz de la mirilla en la cabeza de mi enemigo. Cada cosa que me rodea desaparece. Ya sólo existe para mí esa crucecita roja que me va a conducir al paraíso y que domeño como si de una dócil mascota se tratase. Lleno mi pecho de aire y contengo la respiración, porque la más mínima desviación, el más leve movimiento, podría suponer el fracaso. Cuando compruebo que todo está listo aprieto el gatillo y disparo, con la luna llena que ahora asoma tras las nubes cómo único fanal. Suena un trueno a lo lejos. Tampoco fallo.

A través del círculo de cristal aprecio cómo la cabeza de mi objetivo desaparece, convertida en cien pedazos sanguinolentos que se desperdigan por doquier. Al cuerpo que estaba debajo de ella aún le queda un poco de calor y por eso da dos pasos al frente y cae a plomo, precipitándose por las escaleras hasta chocar con el pavimento empapado. Por fin. He llevado a término la misión que se me había encomendado. Pero estoy extenuado y la saliva es algo desconocido para mi lengua. Necesito beber, beber y descansar. Y aguja e hilo en el costado, deshecho por la laceración. Por eso debo llegar hasta el punto de reunión al otro lado de la iglesia, concertado hacía ya muchas horas con mis superiores, allá en Ciudad Beta. Si lo hago, estaré a salvo y todo habrá acabado por hoy.

Echo a correr hacia allí sin reparar en nada, ciego ante la esperanza de salvación, con la lluvia, las nubes y los relámpagos como únicos testigos de mi agonía amarga y dolorosa. Atravieso a saltos los despojos que se interponen en mi camino, entre los que se ocultan botiquines con jeringuillas que me van reinsuflando, poco a poco, la vida. Cuando llego a la escalinata veo yaciente en el suelo el cuerpo decapitado que acababa de crear. Un destello de luz entonces lo ilumina todo y me permite apreciar por un instante la pose grotesca de ese cadáver inmundo. Clavo la rodilla en el suelo y paso la yema de los dedos por el asfalto empapado, pero sólo obtengo agua. He de escapar de este chaparrón si no quiero morir de una pulmonía.

Rodeo la iglesia y lo veo, allí arriba, a lo lejos en el negro cielo, a través del espeso telón de agua, en un pequeño claro que se han dignado a dejar las nubes. Es sólo una lucecita en medio del infinito, una luciérnaga dentro de la cueva más inmensa del mundo, pero dentro de ella está mi salvación. Poco a poco se va acercando a donde estoy y va descendiendo a tierra, haciéndose cada vez más grande, hasta convertirse en un helicóptero cuyo estruendo sincopado se confunde con el de los relámpagos del cielo.

"Ciudad Delta despejada, señor. Tenemos paso libre hasta su guarida en Ciudad Gamma. Dos y Tres han caído, pero el camino del sur es nuestro", acierto a gritar entre jadeos mientras subo por la escalera de soga que pende del vehículo, a la que me agarro con todas las fuerzas que me quedan para no escurrirme. "Bien hecho, muchacho. Volvamos a casa, te lo tienes merecido. Mañana rezaremos por Dos y Tres. Ahora arriba", dice una voz que reconozco, mientras que unos brazos tan fornidos como los míos me lanzan al interior del vehículo. Y así, mientras noto que el helicóptero asciende súbitamente, como un ángel de metal que se dirige al Elíseo, dejo que la sonrisa conquiste mi cara. Había que continuar sobreviviendo.

Entonces Felipín apagó la videoconsola. Su mamá le llamaba para merendar.

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