Ir al contenido

Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 10 de mayo de 2024

Inicio | Revistas culturales

Los damnificados de Newton

 

Allí donde las sábanas habían quedado arrugadas, marcando el peso del cuerpo de ella, su ausencia olía a loción corporal de lavanda y a los enredones del humo de su tercer cigarrillo. No llevaba fuera de la habitación más que un minuto y desde cada recoveco bajo el cráneo durísimo de Lytton se remontaban susurros sin intención de aterrizar o de posarse, desquiciantes como un insecto, e hipnóticos, como una hebra de ceniza bailoteando sobre los picos de una hoguera. Lytton desestimó cada opción que se ofrecía. El tono de voz de la conciencia tiene un deje remoto de sabelotodo, de ancianidad, como si su lenguaje se hubiese forjado siglos antes que el organismo que habita y, por eso, no suele ser bienvenido en ningún oído. Todo su empeño lo centró el chico en evadirse mirando por la ventana y leyendo los lomos de algunos libros. No hubo tiempo para más, cuando volvió Ingalin.

Él se había sentado de nuevo en la butaca, justo en la misma posición, lo que delataba aun más el hecho de que no había permanecido quieto todo ese tiempo. Ingalin llevaba el pijama blanco de algodón (más blanco que nunca le pareció a Lytton), y el cabello con esa soltura y fineza de los cabellos recién secados. El de ella era un cabello discreto sin vocación de estrella de cine, capaz de defraudar a todos los rulos y aguas de peinado. Y a pesar de todo, había que ser Ingalin para entrar en cualquier parte con ese aspecto y media magdalena mordisqueada en una mano (migajas de la mitad ausente prendidas en la parte superior de la camiseta y tiznada de azúcar la comisura del labio), y que algo tan antagónico a la inocencia acudiese a la mente de un hombre. Porque la lujuria es un pecado con dos pretextos: el que disculpa al vicio del que la sufre, y el que va hilvanado a la virtud del que la despierta. Y Lytton no era un tipo tan "impuro" como inmaculada la noción de ella; pero todos tenemos desde niños ese impulso de destruir las cosas intactas y perfectas en su esencia: una figura de Lladró, un lienzo inmaculado, una tarta recién desenvuelta.        

Inga saltó sobre el colchón para acomodarse rápidamente antes de que se agotase el placer de la magdalena. Era de esas personas que gustan de sumar cuantos más placeres en el mismo minuto.

-Pues eso, ¿dónde estaba? -antes de retomar su historia hizo una breve pausa en la que se dedicó a desprender del envoltorio restos de azúcar -. Ah, sí, que tenían un vino caliente que se bebe con moras amarillas en el fondo, y le da un gusto así como... riquísimo -arrugó la nariz en un mohín efímero -, pero no podremos contar con él hasta después de Navidad.

Mientras hablaba, iba apurando el final del dulce, registrando cada pliegue del papel, y de cuando en cuando alzaba los ojos y lo miraba sin demasiada entrega. Hablaba de algo sobre vino afrutado y tenía las mejillas encendidas como el tinto, y cada cierto tiempo, se apartaba el flequillo de la cara con el dorso de la mano o soltaba hacia la frente un soplido fugaz que se lo retirase de los ojos. Lytton sonrió; nadie más que ella podría hacer eso sin perder la elegancia. Había visto todos los caprichos de cada edad en el cabello de Inga, desde que llevaba trenzas en primaria hasta aquella melenita que se sujetaba detrás de las orejas en octavo, y el flequillo que tanto le molestó estudiando la selectividad hasta que optó por aprisionarlo para siempre con una horquilla. La había atormentado por su acné de los quince y ahora se burlaba de su crema de contorno de ojos cuando por las noches la extendía tan puntillosa, como si los estuviese restaurando de todo cuanto habían visto o evitado mirar. Y mientras su piel se iba volviendo mate y el perímetro de sus caderas se redondeaba hospitalario, él la dejó ir consumiéndose pétalo a pétalo en los noes de cientos de margaritas. Había muchas chicas paliativas en las barras de los bares y en las prácticas de la facultad que no le esperarían a las nueve para un desayuno de besos y arrullos. Todo cuanto se llevaba de ellas eran las sobras de su carmín en el cuello y un rastro de perfume bajo las solapas del abrigo. Y desinfectarse de eso no era un proceso largo: una ducha sin conciencia, un beso con aliento a ayuno y el crujido de despedida de la alfombra del portal.

Los labios de Inga habían seguido moviéndose, como tantas veces, sordamente, despilfarrando fantasías cuyas expectativas finalizaban en la frontera del alféizar, y siempre, sin hacer parada en los pensamientos de Lytton. Y aunque nunca fue ajena a ello, tampoco aminoró el ritmo de su fe en que alguna tarde, una muy aburrida, él optase por entenderla. Pero el sufrimiento de él ya tenía bastante con mirarla y con conocer de oídas lo maravillosa que era. Con haber sabido, desde enfrente en la mesa, que cuando su pareja la besaba creyendo que nadie los prestaba atención, ella le cogía de la mano durante ocho o nueve segundos; que de toda la anatomía de un chico, la que más le gustaba acariciar era la nuca; y que nunca se dejaba rodear los hombros por una manga de lana porque el roce le irritaba el cuello. Y además de todo eso, y de mucho más, sabía que con todos aquellos defraudó a Cupido, porque ninguno tenía una prestancia digna de la Mesa Redonda, ni las aptitudes sentimentales requeridas para ser descrito por la pluma de Musset. Pero sobre todo, porque ninguno de ellos era un Lytton; y porque Todo, y más que nada los recuerdos y el amor, se revaloriza con los años.

Ingalin cambió el cruce de las piernas y los calcetines friccionaron uno contra el otro.

-No hagas ese ruido -dijo Lytton a sólo un paso de la hosquedad -. Me das grima.

Inga detuvo su verborrea un instante y chasqueó la lengua. No podía compararse con esos reproches maniáticos de las madres o los amigos. Lo de Lytton más que quejas eran desprecios.

-¿Te doy grima?

Él agitó la cabeza.

-Los calcetines -dijo seco, y al cabo sonrió y la golpeó con complicidad: -. Inga, vamos...

Ella lo miró sin ninguna cordialidad y se levantó a tirar el envoltorio de la magdalena.

-Venga, sigue con lo que estabas contando.

-¿Qué estaba contando? -soltó con intención.

Lytton no lo recordaba. Lo último que recordaba era que había movido la cabeza y el pelo se le había deslizado desde el hombro hasta cubrirle el pecho.

-Lo del vino -dijo entonces.

De espaldas a él Ingalin frunció la boca, pero recompuso su gesto de indiferencia justo antes de volver a girarse para regresar a la cama. Llevaba media hora hablando de un pueblo pesquero en los fiordos y del final de Cantando bajo la lluvia. Porque Inga hablaba tanto de Ficción y de Lejanía. Porque sus antónimos le daban pánico. Sabía muy bien que de cerca y sin guiones, los lugares y las personas siempre pierden. Pero también porque la única vez que habló de la Verdad le devolvieron sus palabras con un traje de bufón. Sin embargo, ella no temía a las heridas; se había quedado adormilada muchas madrugadas pespunteándose las que Lytton le había causado.

Todavía no había vuelto a mirarlo. Una sola ofensa de él solía traerle enganchadas todas las anteriores. Y no eran pocas. Ingalin se había apoyado contra el cabecero y sacó del cajón de la mesilla el plumier en el que guardaba los pinceles.

-Déjame ya, anda, tengo que acabar una acuarela.

Pero lejos de marcharse, Lytton se levantó de su asiento y se dejó caer sobre el colchón cerca de ella. Enojado, el rostro de Inga se tensaba y las facciones se le afilaban en un tierno intento de disuadir a quienquiera que pretendiese herir su orgullo. Y no era que Lytton pretendiese herirla, pero por cariño, por frustración, o por ser parte tan recurrente en su cronología, se sentía con derecho a molestarla.    

-Eres una afectada, Ingalin.

Ella se encogió de hombros y continuó rebuscando entre las láminas, aun sabiendo que las volvería a guardar en el cajón justo después de que él saliese del dormitorio. Y eso era todo lo que estaba dispuesta a esperar. Porque el Miedo es otra de esas cosas que se revalorizan con los años. Y el orgullo. Y por eso ella ya no se empeñó más en saciar esa recia devoción por el pasado.

-Vamos, tú, quita esa cara -le arrebató la pila de láminas de las manos.

Ella alzó los ojos hostil.

-Cuídate tú de que no te quite la tuya -y no tuvo tiempo de morderse esa lengua tan presta a batirse a muerte.

Lytton no disimuló el agrado que le provocaban esos arranques. Sobre todo, porque todo ese sucedáneo de furia que inicialmente se condensaba en los ojos de Inga iba perdiendo cuerpo a marchas forzadas. Esa tenacidad por agarrarse a cosas en las que no creía era lo que más le conmovía de ella. Más que nada, porque era lo que le mantenía a él fijo en su memoria.

-Venga, cómo vas a pintar ahora con esta luz tan mala...

Tan de cerca de Ingalin, de su cabello, le llegó una vaharada a cítricos, y el pecho se le hinchaba al respirar bajo la tela blanquísima del pijama

-Bueno -se rindió ella dócilmente. Sentía las costillas subir y bajar como un fuelle desquiciado. Racimos de capilares bajo su piel se congestionaron por una estampida de sangre. Se rascó un codo con indiferencia e incorporándose dijo: -. Te voy a enseñar las ilustraciones que retoqué ayer con el aerógrafo...

-Déjalas, ya me las enseñaras luego -Lytton se hizo el remolón echándose del todo sobre las sábanas, de modo que ella tuvo que apartarse un poco para evitar su roce.

A sus palabras sucedió un silencio en el que docenas de pensamientos enfrentados profanaron, animaron y se acobardaron desde sus escaños. Y en la algarabía ninguno despuntó con una alternativa apropiada.

-Hazme cosquillas en la cabeza, como cuando éramos pequeños -murmuró él. Sólo aguardar el instante en que los extremos más salientes de las yemas de sus dedos entrasen en contacto con su pelo le provocó un escalofrío en el esqueleto; entonces añadió: -. Y cuando me duerma ya pintas tu acuarela. Total, sólo voy a tardar dos minutos en caer.

Cuando lo miró, tenía los ojos cerrados y su rostro estaba vuelto hacia ella sobre la almohada. La sombra del cuerpo de Ingalin lo resguardaba de la luz de la lámpara. No quiso poder evitarlo y deslizó la mano entre el cabello negro, de una suavidad tan imposible que, antes que admirarla, la envidió para sí misma.

-Échate, Inga. Y nos dormimos.

Dicen algunas teorías que la causa del déjà vu es que el cerebro duplica su velocidad de percepción y procesa la información dos veces. Quizás sea por suplir todas esas otras en las que no dejamos a las neuronas asimilar la realidad ni una sola. Aunque la razón de esa falta aún no la haya explorado nadie. Inga se echó a su lado incómoda, tratando de no ser absorbida hacia el socavón que el cuerpo de Lytton abría en el colchón. "Pero hazme cosquillas" murmuró él sin abrir los ojos. Volver a acariciarle el pelo ya resultaba mortificante desde esa nueva posición. El aliento de Lytton se le estancaba en los labios, allí donde ella estaba dejando asfixiarse un millón de besos. Esa noche, lo supo, sólo había dos opciones: iba a llorar o iba a ser feliz y a llorar.

-Podrías bajar la calefacción -dijo -. Así no hay quien se duerma.

-Pues vete al cuarto de estar. Total, sólo vas a tardar dos minutos en caer... -soltó una risa dulce y caprichosa que incendió los sentidos de él.

-En serio, Inga -murmuró con una indolencia muy poco lograda -, estoy sudando.

Mientras le acariciaba el pelo, había sentido la vena latir en su sien de un modo insano, y el brazo derecho de Lytton había levitado sobre el contorno de su cintura hasta que la mano quedó posada, descolgada hacia delante, a una pulgada de su pecho.  

-Claro, Lytton, seguro que estás sudando por eso...

Él la miró con socarronería. Había reconocido esa mirada en los ojos de Lytton sólo tres veces en toda su vida. Las pupilas abarcaban tanto iris, que el reflejo líquido de la menor fuente luminosa en ellas se ampliaba como en un cristal óptico, y era tan efectista el destello que no dejaba lugar a equívocos. Sin embargo todo el deseo que allí dentro rastreó Ingalin, se medía en minutos. Y lo suyo era una turbación de muchos años.

         -Claro que es por eso, pequeñaja -y acomodó el rostro en la almohada a un suspiro de sus labios. 

          Entonces vete a dormir a tu piso -dijo sin riesgo, aunque por un instante una náusea le cerró la garganta. No habría podido soportar verlo salir.

           Lytton tardó un rato en contestar. Parecía tranquilo, casi un ente sin emociones. Inclinó un poco la cabeza hacia adelante.

-Está bien. Me iré ahora... -murmuró -. Tengo que grabar unos archivos en el disco duro.

La mano que aún reposaba en su costado, a punto de rozar su pecho, se deslizó entonces en sentido opuesto al que obligase la lujuria, y abarcó su cintura. La besó en la frente primero, ardiendo como la de una niña afectada de fiebres. Después en los labios sin precipitación, con tanto esmero como si hubiese aguardado ese instante desde sólo un día después que ella. Su cuerpo cubrió el de Inga adosándose sus vientres, y ambos sintieron el palpitar del otro y la piel enfrente bullir a la misma temperatura. Pero antes de decidirse por los rincones menos "puros" (y sabía que el pecho de ella era de una pulcritud renacentista), perseveró en su cuello y sus mejillas, y en el resto de lugares cotidianos. La espalda de Lytton era ancha cuando lo abrazó, no la recordaba tan ancha, y quisiera haberse protegido el resto de su vida detrás de ella. O debajo. Incluso aunque le estaba pesando de ese modo sobre el diafragma y las costillas sin dejarla respirar. Incluso aunque tanto amor no lo traducían sus hormonas en festejos. Él arrastró por todo el arco de la clavícula sus labios al rojo vivo, y aunque sus dedos se contraían impacientes por tomar curvas mayores, el chico se contuvo con abnegada disciplina. Había imaginado tantas veces cómo sería palpar su epidermis de punta a punta, que la realidad le supo ajena e inclemente; y empezó a sentir que los conductos del placer se le inundaban de un efluvio denso y ácido como el vómito. No era la primera vez que le pasaba. Le había pasado todas, pero antes siempre hubo alcohol o desgana. Y aunque arrastraba esa mentira, su inapetencia nunca faltaba a la verdad, ni lo hizo esta vez, cuando el tacto de lo sublime le arrancó del cuerpo el ardor y lo llenó de pánico: no esperaba que incluso el Amor pudiese ser revocado por la Ley de la Gravedad.

En mitad de su abrazo, Inga supo que ese Lytton tembloroso y en llamas había dejado de ser pasión. Pero lo siguió sosteniendo. Discreta y mansa, todavía le dejó volver a intentarlo. En el fondo la aliviaba ese empate en ataraxia. La mano se crispó contra su pecho con nervio y sus besos se sucedieron rápidos, desacompasados. Labró el espacio entre sus piernas y se retiró sin concesiones. Una vez. Dos. Hiperventilaba y no era de anhelo. Gruñó un sollozo. Cuando hubo hallado el modo de asentarse sobre ella, Ingalin supo que se iba a romper de dolor. Pero por sentir a Lytton se hubiese dejado sangrar el corazón con una estaca; cuánto menos un órgano más prescindible. Él se acomodó mejor, la besó casi con odio, un odio igual de platónico, y registró su cuerpo como un sabueso sin aliento en busca de la pista definitiva. Y entonces se detuvo. Ni siquiera había sido consciente de que hacía casi un minuto que ella lo abrazaba estática, transigiendo su histérico afán. Y probablemente Inga tampoco había percibido su propia actitud. Lytton frenó todo movimiento y por unos instantes se quedó echado encima de ella, apoyados en el colchón los antebrazos, flanqueando el rostro de ella, su cabello oleoso, y la frente moteada por una constelación de copos de sudor. El calor que Ingalin sintió de él ya era sólo el que le robaba a su aura. La garganta de Lytton produjo un gemido que no sonó a lamento, ni a disculpa, ni a justificación; pero que salió marcado por la misma esencia infausta y afligida de todos esos actos.

-Inga, es que tú eres... -no completó. Ni importaba. A menudo los motivos son secundarios a los hechos.

Ni siquiera él sabía lo que era. Sólo que desde ella, su concepto de la amistad y del Amor se infectó de soberbia, de terror, de escepticismo,  de ira. Y ni el ingrediente masivo de la ternura podía camuflar el hedor de aquel fermento. Estaban condenados, como Apolo y Dafne, a estar para siempre sólo a punto de tenerse.

Lytton estaba ahora echado sobre el costado derecho, y se inclinó un poco más, quedando casi boca abajo. Tenía una picadura en la espalda. Una picadura cualquiera del más infeliz mosquito que andaría ya enterrado en la nieve. Pero cualquier motivo de Lytton medido en milímetros alentaba en ella un instinto de custodiar su bienestar. Ingalin cogió la sábana y la deslizó desde la cintura de Lytton hasta la altura de los hombros. No le importaban las razones que él tuviera; lo habría querido igual fuese como fuese, más torpe, menos amigo, o aunque hubiese sido una mujer. 

-Ingalin -dijo ante el mutismo de ella, pero no hubo respuesta.

Al cabo se incorporó y la rodeó para salir de la cama, sin rozarla. El deslizamiento de las sábanas en su huída, el golpe de su talón contra el suelo, fueron la prolepsis de una evasión que no les supo tan agria por serles ya demasiado familiar. El chasquido del picaporte sonó a fractura. Lo único que pudo permitirse desear Ingalin en aquel momento fue que todo hubiese ocurrido en el piso de Lytton. Para ser ella la que se marchase.

 

Comentarios - 0

No hay comentarios aun.


Universidad Complutense de Madrid - Ciudad Universitaria - 28040 Madrid - Tel. +34 914520400
[Información - Sugerencias]