Recuerdo la primera vez que atravesé la arcada Mendeleyev. Mis pasos resonaban en aquel desmesurado espacio vacío, entre gigantescas columnas, levemente iluminado por las estrellas coloreadas que tachonaban la colosal bóveda. Las paredes de mármol y cristal, limpias y de líneas suaves, eran de una sobrecogedora belleza, elegante y transparente. Pensé que Asgard, la morada de los dioses nórdicos, no debía ser muy diferente. Por primera vez sentí verdadero frío en el alma, un frío que me embriagaba y me sostenía en la admiración por aquella ciudad y aquel pueblo.
Al final de la arcada, las cinco torres se levantaban majestuosas contra un cielo plomizo, todas coronadas por una gigantesca bandera revolucionaria. Allí vi a Lyena por primera vez. En una ciudad llena de mujeres hermosas, Lyena me cortó la respiración. Mi mirada podía recorrer una y otra vez el trayecto entre sus ojos y sus labios, sin cansancio. Para alcanzar el despacho que compartiríamos, era preciso ascender por una escalera móvil que dibujaba una grácil curva sobre el espacio vacío, generando una maravillosa sensación de vértigo. Al llegar a nuestra planta de la Torre Kolmogorov, atravesamos una balaustrada de mármol con columnas que asemejaban formas vegetales. Nada estaba vivo, en realidad, salvo Lyena, y al mismo tiempo todo lo estaba.
Un año de trabajo, un año de profundo enamoramiento. Con la hermosísima ciudad, con la Segunda Revolución, con los ideales científicos, con la liberación de la Humanidad mediante el conocimiento. Un año ocupando, durante doce horas diarias, mi mesa frente a la mesa de Lyena. Un año dejando que mi mirada vagara por el breve trayecto entre sus ojos y sus labios, una y otra vez, cada vez que necesitaba inspiración. Siempre la encontré. El aroma de su pelo me llegaba a sutiles ráfagas, y yo lo aspiraba como si fuera mi alimento, del que nunca me saciaba.
Todo era maravilloso en mi compañera. Era brillante más allá de toda medida. Me perdía con gusto en su calidez, sus bromas, su entusiasmo y su dulzura. Al terminar el día, íbamos a nuestros apartamentos a reposar, frente a frente en la parte inferior de la Torre. Nos despedíamos cada noche con un extraño apretón de manos sazonado con una cálida y franca sonrisa y un "dulces sueños". Ella me introdujo a la ciudad y a sus amigos, y sentí el respeto y el cariño que deparaban a los científicos extranjeros que habíamos acudido a ayudar a la Revolución, en el que constituía el mayor esfuerzo de creación de conocimiento que la Humanidad había jamás emprendido.
Lyena era mi colaboradora más cercana, y juntos nos adentramos por territorios inexplorados. Leímos, dedujimos, calculamos y experimentamos. Y llegamos a sentir una indescriptible excitación por las implicaciones tan maravillosas que tenían nuestros descubrimientos. Mi vida sobrevolaba a tres vértigos. El vacío sobre el hermosísimo y helado paisaje de mármol y cristal, el vacío sobre el abismo de conocimiento al que nos asomábamos, y el vacío que me separaba de los labios de Lyena.
Los labios de Lyena. La confianza de un año de trabajo me había acercado a sus manos, que ahora rozaba a la menor excusa, sin que variara en un ápice su sonrisa y su simpatía. Su piel y su carne me estremecían, pero su belleza seguía siendo como la balaustrada, como la suave curva de la escalera sobre el vacío, como la Torre Kolmogorov, como la arcada Mendeleyev, de un frío y hermoso mármol, de frío cristal, de una fría belleza, de un frío vértigo, que me embriagaban y me hacían feliz. Sé lo que podéis estar pensando, vosotros que como yo habéis nacido en el Sur, pero yo era feliz.
La Segunda Revolución avanzaba contra los elementos, contra la fuerza de las armas, contra la voluntad de los poderosos y el prejuicio de los desposeídos. Tras diez mil aciertos, flaqueó en su fortaleza y cometió errores. El peor de ellos fue considerar que los lazos de la sangre están por encima de los lazos de la esperanza compartida. Recibí mi carta de expulsión del país.
Lyena, con toda su frialdad, no pudo evitar un estremecimiento de dolor cuando supo que me iría. Ese día rompimos por primera vez la rutina de nuestra tarea. Caminamos por la ribera del río, bajamos la Perspectiva, atravesamos la Krasnaya Plaschad, el Arbat y salimos de la zona de mármol y cristal. Entramos en la taberna más infecta que pudimos encontrar, donde nos emborrachamos irremediablemente. Los dedos de Lyena se entrecruzaron con los míos. El frío se disipaba.
Mis labios saltaron al abismo y se hundieron en Lyena. El aroma de su pelo al fin pudo llenar mis pulmones. Apreté mi mejilla contra la suya, su piel era tan suave como siempre había soñado que sería. Mis manos no rozaban las suyas, sino que al fin nuestros dedos se entrecruzaban, se buscaban y se acariciaban de mil maneras. Yo le susurré al oído: "quiero entrar en ti, no deseo ninguna otra cosa en el mundo, tan sólo entrar en ti". Ella me respondió: "sí, entra, entra y quédate". Yo asentí, ebrio de placer y de vodka. El frío ya no estaba.
Recorrimos el camino de vuelta abrazados, el viento era helador, pero no nos afectaba, recorrimos el Arbat, la Krasnaya Ploschad, la Perspectiva, la ribera del río, la arcada Mendeleyev, la escalera móvil entre las torres, la balaustrada de la Torre Kolmogorov, bajamos a su apartamento, y ni tan siquiera encendimos la luz. Buceé entre sus ropas, disfruté de sus paisajes, cálidos y llenos de aromas maravillosos, sentí la infinita ternura de su piel, lo acogedor de sus pechos y de su vientre. El frío se había convertido en fuego, en cien soles abrasadores en mi pecho y en mi vientre que deseaban reventar y descansar en el interior de Lyena. Busqué a tientas cómo entrar en ella, encontré su entrada, disimulada y escondida, que ella abrió para mí, mientras repetía mi nombre entre susurros, agregando "ven, ven, entra, ven conmigo y quédate".
Dormimos, al fin, unidos.
A la mañana siguiente desperté y pude al fin ver la habitación de Lyena, que tantas veces había imaginado. Era una visión maravillosamente cálida. Me encantó ver su ropa tirada, un caos femenino que no me esperaba. Pero mejor aún fue, al moverme, sentir el tacto de sus sábanas, sentir su cuerpo desnudo desperezarse y cobrar vida. Todo era nuevo, cada movimiento era un nuevo descubrimiento que me hacía feliz. Las sensaciones sobre mi nueva piel eran dulces y acariciadoras. Levanté la sábana y miré largamente el cuerpo de Lyena, tan hermoso como lo había imaginado. Acaricié sus pechos, pero Lyena opinó que no era momento de jugar. Nos levantamos y entramos en la ducha. Me encantó enjabonar su precioso cuerpo, y ella se dejaba hacer y se reía con mi torpeza. Sequé con parsimonia cada trozo de su piel, y Lyena aceptó mi proceder con paciencia y cariño. Luego nos paramos frente al armario, ella eligió la ropa interior. Sacó unas medias y se las puso, lo que me produjo una extraña sensación sobre las piernas. Luego una falda y al fin una camisa muy suave, quizás de seda, cuyo refrescante tacto sobre los pechos me encantó. Agité mi pelo, Lyena indicó que esperara, que iba a recogerlo. Y salimos a trabajar.
Sí, definitivamente, estar dentro de Lyena es maravilloso. Aquí seré feliz.